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lunes, 31 de octubre de 2022

[Las lesbianas, el vecino y el gimnasio] Primera parte: Duraznos.

Las lesbianas, el vecino y el gimnasio.

< Parte primera: Duraznos >

Sinopsis: Una lesbiana frustrada por su situación como desempleada, recibe una oferta de trabajo irresistible de su nuevo vecino. Bonachón, respetuoso y amable, el misterioso y solitario propietario de la vivienda colindante no le da motivos para rechazar la propuesta laboral y, tras aceptar, se verá inmersa entre los crecientes celos de su pareja, la dependencia emocional potenciada por la soledad que siente su vecino y unas tentaciones motivadas por una explosión de olores, conversaciones y situaciones que no deberían afectar a una lesbiana comprometida con su propia relación... Pero lo hace. La pareja de mujeres se distancia mientras la cercanía entre la empleada y el dueño de la casa vecina aumenta. El hombre, un cincuentón que al parecer guarda muchos secretos, hace todo lo posible porque su joven acompañante esté lo más cómoda posible... Pero incluso con las mejores intenciones, la necesidad de calor humano y el morbo de ciertas situaciones harán complicado para ambos resistirse a las tentaciones de lo cotidiano, demostrando a ambos que sus peores enemigos pueden ser ellos mismos.


Enlaces a las otras partes:

Primera parte: Estás en el.
Segunda parte: www. pendiente de publicar. com
Tercera parte: www. pendiente de publicar. com


Índice

Capítulo 1 de Sara: Hogar.
Capítulo 2 de Lenya: Mudanza. 
Capítulo 3 de Sara: Confidente.
Capítulo 4 de Lenya: Oportunidad.
Capítulo 5 de Lenya: Contrato.
Capítulo 6 de Sara: Asesoramiento.
Capítulo 7 de Lenya: La notaria.
Capítulo 8 de Lenya: Un uniforme de trabajo y una visita inesperada.
Capítulo 9 de Sara: Sudor.
Capítulo 10 de Lenya: Insomnio.
Capítulo 11 de Lenya: En celo.
Capítulo 12 de Sara: Una visita necesaria.
Capítulo 13 de Lenya: Excelente servicio.
Capítulo 14 de Sara: Celos y excitación.
Capítulo 15 de Lenya: Perversa juventud, inocente vejez.
Capítulo 16 de Sara: Sinceridad y castigo.
Capítulo 17 de Lenya: Los nuevos extras.
Capítulo 18 de Sara: Una ingenua primeriza en el gimnasio.
Capítulo 19 de Lenya: Gala de amistad.
Capítulo 20 de Lenya: Dama de compañía.
Capítulo 21 de Sara: Sin moros en la costa.
Capítulo 22 de Lenya: El calor de la bebida.
Capítulo 23 de Sara: Las dos caras de la moneda.
Capítulo 24 de Lenya: Dolor de espalda.
Capítulo 25 de Sara: Deseo indecente.
Capítulo 26 de Lenya: La torpeza de la primeriza. 
Capítulo 27 de Sara: La honestidad que otorga el silencio.
Capítulo 28 de XXX (Posiblemente necesario)
Capítulo 29 de XXX (Posiblemente necesario)

Mensaje del autor

Esta saga está dedicada a una persona a la cual guardo gran aprecio pese a que no mantengamos el contacto. Seguramente no entrará en este blog ni leerá este relato, pero si lo hace... Sigue estando dedicado para ti, conejita. 

Al resto, espero podáis disfrutar de su lectura tanto como yo disfruté escribiéndolo. Hace mucho que no escribo, en parte por falta de tiempo, de intimidad para escribir de largas sentadas, pero también hay otros factores. Sea como fuere, publicar este relato inacabado en plenas vacaciones en el trabajo es una forma de decir: Si puede estar sin ser leído, puede estar y ser disfrutado... Y también porque, tal vez, en mis pequeñas vacaciones encuentre varios momentos para continuar y saborear el delicioso arte de escribir. 

Muy probablemente mantendré al mínimo el uso de imágenes, pero si recurriré a ciertos ''recursos visuales'' para acompañar la lectura. 

Si estás leyendo esto y llevabas tiempo esperando algo de mí. Espero que tu espera haya merecido la pena.




Capítulo 1 de Sara: Hogar

A mis treinta y cinco años vivía feliz con mi novia, Lenya, en una casa de tres plantas en una bonita urbanización alejada de la capital. Ambas estábamos completamente enamoradas, compartiendo un alquiler desde hacía ya casi cuatro años. Nuestra sueño, en un futuro no tan lejano, era comprársela a nuestra casera cuando entre las dos lográsemos ahorrar lo suficiente. No queríamos depender de un préstamo del banco o deber dinero a terceros, aprovechando que la propietaria del inmueble no tenía ninguna prisa por vender. La confianza y el cariño que había desarrollado por nosotras a lo largo de los años permitió que nos apalabrase la propiedad por un precio irresistible, cifra que no tardaríamos mucho en reunir.

El bloque de viviendas era horizontal, consistía en una cuadra de ocho casas con hasta tres pisos cada una y sin un solo espacio entra las mismas desde la primera hasta la última. Incluso si las ocho viviendas estaban unidas, cada dos viviendas se compartía una parcela delantera y otra trasera, las cuales consistían en unos jardines traseros y delanteros perfectos para realizar y compartir barbacoas, pequeñas celebraciones y reuniones bajo el sol veraniego. De las ocho viviendas, las otras seis pertenecían a otras familias y parejas mientras que, la nuestra y la de al lado, con la que compartíamos parcelas, pertenecían a la misma mujer. Llevábamos cuatro años alquiladas en esa casa, el mismo tiempo en el que la otra casa permanecía vacía. El lado positivo de ser vecinas de la única casa vacía de todo el bloque es que, por razones obvias, no teníamos que compartir el jardín trasero ni el delantero, mientras que los otros vecinos sí.

Era habitual encontrarnos a mi novia y a mí en el jardín trasero los días en que no se trabajaba, donde al salir de la casa por la cocina teníamos una acogedora terraza y, tras bajar un par de escalones, teníamos un diminuto jardín donde acostumbrábamos a tomar el sol. Había algún vecino adolescente que casi no disimulaba espiarnos mientras tomabamos el sol lo que, lejos de intimidarnos, nos motivaba a burlarnos entre nosotras al sentirnos inalcanzables. Incluso si éramos lesbianas convencidas, disfrutábamos de cierto morbo al ser expuestas.

***

Aquel día era 13 de junio y acababa de llegar el verano. Faltaba mucho para las altas temperaturas de julio para que rozasen los 45ºC, pero ya comenzábamos a resentirnos del calor y fantaseábamos zambullirnos en la piscina.

El motivo por el que nunca llegábamos a ir se resumía, exclusivamente, en una palabra: trabajo. Era ingeniera, trabajaba en una oficina con un despacho propio y acostumbraba a trabajar más del tiempo libre que solía disfrutar. Al contrario que yo, Lenya estaba desempleada, en parte por su carencia de estudios superiores y licenciatura. Era una mujer capaz, responsable y trabajadora y por ello ambas coincidíamos en que no merecía menos de un sueldo justo y unas condiciones de trabajo dignas. Hasta encontrar para ella ese laburo idílico, con mi salario teníamos suficiente para el gastos, el alquiler, algunos caprichos y ahorrar para la compra de la propiedad. Únicamente tardaríamos más en reunir la cantidad necesaria y, mientras tanto, a Lenya le estaba resultando bastante difícil encontrar un buen trabajo. Hasta entonces yo trabajaba y ella gestionaba el hogar. A pesar de eso, como compañeras de piso, no teníamos un solo problema: Ambas éramos compatibles al cien por cien por lo que podría decirse que éramos almas gemelas: Ordenadas, románticas, pasionales, responsables… Y sexualmente muy sucias. Por tener, incluso coincidíamos en los fetiches más oscuros que podría tener cualquiera y, pese a nuestras diferencias, nos volvíamos locas la una a la otra.

Aquel 13 de Junio me había escapado al jardín trasero para broncearme  bajo el peligroso sol antes de refugiarme en casa y refrescarme con una ducha fria. Cuando me harté de tanto sol, me levanté de la hamaca e ingresé por la puerta  trasera de la cocina, subí las escaleras hasta la segunda planta y accedí a nuestra habitación con la intención de apropiarme de unas toallas y ropa.
   Los brazos de Lenya me sorprendieron atrapándome en un abrazo desde detrás, haciéndome sentir el contraste de temperaturas entre mi piel ardiente y sudada con su suave y frescas carnes. Me besó en el cuello, luego en el oído y la ''escuché'' sonreír mientras musitaba, excitada:
— Que sudadita.
— Justo me iba a duchar…
— Ni se te ocurra -rio Lenya mientras sus manos me acariciaban sin alcanzar ningún punto relevante.

Ambas éramos fetichistas del sudor, entre otras cosas. Habían pocas cosas que nos excitase más que sentirnos sudadas, olorientas y, en ocasiones, hasta descuidadas. Al alzar la vista me encontré con mi reflejo en el espejo del armario, y abrazada a mí, una hermosa rubia de pelo ondulado y con orejas de conejo sobre su cabecita. Sus ojos azules se encontraron con mis ojos verdes, sin perder el contacto mientras me besaba el cuello. Cerré los ojos y dejé que disfrutase mi fragancia con varios besos y mordiscos hasta que finalmente no pude aguantar más, me di la vuelta y le comí la boca cayendo sobre ella. 

Lenya llevaba puesto un disfraz de conejita que formaba un triángulo, con la base en sus pechos de tamaño medio y la punta inversa en su sexo. Nuestras vaginas chocaron indirectamente, resguardadas por nuestra respectiva ropa interior. Nos frotamos entre suspiros sin dejar de besarnos, y cuando quise más, levanté una pierna y nos frotamos en una tímida y modesta posición de tijera. Di pequeños saltos contra su panochita, haciendo temblar ambas. Mi novia de ojos azules y cabello rubio soltó sus primeros gemidos, tan bajos y vergonzosos que casi no los escuché. 
   Puse me dedo pulgar en su boca, y lo chupó. La agarré de las muñecas y le hice exhibir las axilas, enterrando mi nariz en ella… Olía demasiado bien. Puse los ojos en blanco. Alargué mi mano sin bajarme de la cama ni apartarme de ella y al abrir el cajón de la mesita saqué un dildo que no tendría menos de quince centímetros. La agarré del cuello, sin apretar y Lenya me miró suplicante.
— Conejita mala -me burlé, queriendo cogerla.

Froté la punta del dildo contra la tela negra que había sobre sus labios vaginales. Cada vez se mojaba más y más, resultándome tentador hacerlo a un lado y clavarlo dentro. En su lugar solo mantuve mi mano en su cuello y acaricie su clítoris a través del pliegue de su disfraz de coneja. Me miró suplicante, lo quería dentro.
— Soy una conejita mala… Dame mi zanahoria.
— ¿Quieres tu zanahoria?
— Aja…
— ¿Por qué boquita?

Sabía la respuesta que debía darme: Sacó la lengua hasta que casi le tocó el mentón, una lengua rosada y completamente lasciva, envuelta en saliva espumosa. Sustituí el dildo en su entrepierna por mi rodilla experimentada, y la cabeza del cilindro de latex acabó entre sus labios. Mamó como una perra mientras mi rodilla presionaba sus puntos de placer. La quería dentro, pero chupaba mientras sus caderas se movían en círculos, suplicando que aquella vez me dejase de preliminares y me la follase. Clavé el dildo en su garganta, observando como entrecerraba los ojos y se esforzaba por no ceder a las primeras arcadas. 
— Toma tu zanahoria… Umm, que ganas de meterme en tu madriguera, conejita. 
— Hmm.. Umm… -musitó sin poder contestar. Saqué el dildo y la hice chupar, entrando y saliendo al tiempo mi rodilla vibraba en su totona. 
— ¿La quieres dentro? ¿Te meto la zanahoria?

Asintió. Claro que asintió suplicante. Le saqué el dildo de la boca y me arrodillé entre sus piernas, con unos dedos decididos hice a un lado la pringosa tela negra de la lubricada totona de mi novia. Le pegué una lamidita traviesa y gocé viendo como el cabezal del duro objeto que tenía en la mano se abría paso entre el burbujeante interior de mi novia. Gotas de su flujo desbordaron hacia el interior, mientras lo clavaba más y más sin terminar de llegar al tope. 
— No pares ahora… -me exigió, haciéndome saber que estaba acerca. 

Mi muñeca retrocedió casi por completo y empecé a meterla y sacarla a una velocidad más que aceptable. Fue mala e hice algo que sabía la volvía loca. Levanté una pierna y pasé por encima de su cuerpo, dejando su cara muy cerca de mi entrepierna… Aún vestida con mi bañador, apreté las rodillas lo suficiente para no dejarla subir y comer, mientras mi mano masturbaba su sucia vagina. Mi boca cedió a la tentación y mordí la cara interna de sus muslos mientras ella se esforzaba sin éxito, con ambas manos, en abrirse paso entre mis muslos. Frenó sus intentos cuando con una tentadora intensidad, la acerqué al primer orgasmo de todos haciendo que salpicase con el mete y saca que marcaba mi muñeca mientras sus labios vaginales rosaditos se acercaban al orgasmo. Mi lengua acudió a su clítoris y nos levantó a ambas al alzar la cadera y venirse como una campeona, tensando la parte baja de su cuerpo y temblando de placer. Pero ya conocía a mi novia, y sabía que eso estaba lejos de terminar.
   Separé las rodillas y abrí la posibilidad de que mi comiese la totona, mientras mi mano seguía metiendo y sacando el dildo de ella. Con la tira de tela negra apretando su muslo izquierdo, su panochita ya estaba buscando el segundo orgasmo. Aceleré hasta el punto de agotar mi muñeca y en el segundo clímax la hice explotar por segunda vez. 
   Giré a su alrededor, su boca no había alcanzado mi bañador pero eso no me importaba por el momento. Me bajé la parte baja del bañador y a modo de tijeras clavé mi panochita mojada en su templorosa totona. Sin darle tiempo a enfriarse, me froté sensualmente en vertical para ella y en ocasiones hacía movimientos horizontales. Como era normal buscó su propio placer y se frotó y frotó hasta que alcanzó a sentir una inminente tercera vez…
— Azótame -suplicó meneando su sexo contra el mío, frotando ambos húmedos. 

Mi mano izquierda tanteó su nalga, casi arañándola pero no llegué a azotarla. Mi mano izquierda la agarró de ambos pómulos y apreté, haciendo que pusiese morritos y pudiese comerle los labios. Froté con más intensidad nuestras vaginas, disfrutando yo ahora también de la evidente excitación de Lenya, por lo que la abracé y enterré entre mis tetas. Movimos nuestras caderas con deseo hasta sentí como se venía estúpidamente rápido. Quedó temblando, ahogada entre mis senos. Finalmente me removí y la asié por las nalgas… Tremendo culo había tenido siempre Lenya para no haber ido al gimnasio. Mis dedos jugaron con sus carnes y algunos de ellos amenazaron con penetrar su ano. Se erizó sensitiva mientras uno de mis dedos penetraba su culo y con los de la otra mano estimulaba su vagina, la cual se retorcía de placer entre espasmos y húmedos temblores. No estaba segura de si sería capaz de hacerla venir otra vez, estaba cansada y algo chafada por haber tomado el sol, pero Lenya pareció percibirlo y untó mi cara entre sus pechos de pezones rosados, ya fuera del disfraz.
— ¿Qué haces con tu dedo en mi culo, puerca? -me pregunto gozándolo. 
— ¿Va a venirse tu culo para mí? -dije antes de que nos comiésemos la boca. Nuestras lenguas se rebozaron entre nuestras babas, lo cual nos sobre excitaba.

Busque a ciegas con mi mano el consolador y lo unté entre la humedad acumulada entre sus piernas, con toda la malicia del mundo apoyé el dildo contra su ano y alcancé a ver con satisfacción como se inflaban sus ojos azules al entender lo que iba a hacer. No tuvo tiempo ni de reaccionar al sentir la rara y placentera sensación de ser invadida por su puerta trasera. El consolador entró y salió atravesando sus contraídos esfínteres. Me removí bajo ella y la dejé a cuatro patas, jugando con el dildo que sobresalía de su culo salpicando flujo las sabanas y a mí misma. Hilos de flujo de textura cremosa se desprendían de sus labios vaginales, oscilándose como locos ante mi violento masturbar. Era una gozada para mí verla tan ida, con el culo alzado quejándose de placer, pocas cosas me excitaban más que aquello. 
— Joder, Sara… -gimió Lenya, enterrando su cara entre las sabanas, inquieta por su inminente cuarta vez.
— Sucia perra egoista… -gruñí esforzándome por estimular su culo y su clítoris a la vez hasta que finalmente, entre gemidos lastimeros, la hice acabar. 
— Ayy… Ayy…… Ahhh… Ahhmmm… -sollozó enterrando la cara contra la colcha, quedando paralizada de placer.

Me dejé caer de espaldas, sudando. Mi desgana no era ni por Lenya, ni por el momento ni las maneras. Me faltaba algo, y sin saber que era lo que necesitaba para terminar de esta cachonda del todo, me recosté con Lenya y la abracé. Nos besamos, no había prisa, ya tendría tiempo de venirme… Nos fuimos enfriando hasta quedarnos dormidas la una abrazada a la otra… Y en mi día libre disfrutamos de un sueñecito precoz que se alargó hasta la noche, y así hasta el día siguiente.

Capítulo 2 de Lenya: Mudanza

Había dormido bien, demasiado bien. Desde que me había sumido en el abrazo de Morfeo acurrucada entre los brazos de Sara, no me había despertado ni una sola vez. Y no me habría despertado de no ser por el ruidoso timbre anunciando una presencia inesperada. Escapé de la tentadora gravedad que me provocaba la cama matrimonial, fantaseé con fingir no estar en casa e ignorar el ruido de la aguda campanilla en la planta inferior. Sonreí al recordar el motivo de las agujetas que plagaban mi cuerpo y, antes de bajar, cubrí mi disfraz de conejita con una ligera bata antes de descender hasta la puerta principal, donde al abrirla me encontré a Marta, nuestra casera: La señora había alcanzado los cincuenta años, pero no los aparentaba. Era pelirroja, de rostro amable y con una altura que alcanzaba el metro setenta, en lo ancho era una mujer que indudablemente cuidaba su alimentación y sus rutinas de ejercicio.
   Los ojos de la recién llegada se clavaron durante unos segundos sobre la diadema con orejas de conejita que tenía en la cabeza, después intercambió una silenciosa e inquisitiva mirada conmigo, arqueando una ceja. Me quité la diadema, con una sonrisita vergonzosa sin encontrar palabras que justificasen aquel complemento estético. 
— Marta -Que se presentase sin previo aviso no era habitual, por lo que me preocupó el motivo que la había traído hasta nuestra puerta-. ¿En qué puedo ayudarte?
— Tengo un problema -manifestó con cierta urgencia-. Estaba citada a esta hora con el nuevo inquilino de la casa de al lado, pero se está retrasando mucho y no da señales de vida -sopesó sus siguientes palabras antes de confesarme:-. Llevo esperando más de una hora para la entrega de las llaves, pero tengo otros compromisos…
— Puedes confiármelas. Cuando llegue se las entregaré. ¿Cuál es su nombre?
— Carlos. Es un señor de cincuenta y cinco años… Creo recordar -entrecerró los ojos, insegura. Se le marcaron levemente unas arrugas alrededor de los ojos-. Gordito, pelo cano, muy bueno y amable.
— ¿La ha alquilado…?
— No, la ha comprado -me corrigió, impaciente.
— ¿Qué…? ¿Ha comprado la casa? -pregunté incrédula. 

El motivo de mi sorpresa era el precio de compra, el cual debía ser tan alto como para repeler a cualquier interesado en la adquisición del inmueble. Incluso para nosotras, a quienes Marta ya nos hacía un precio muy especial, nos parecía una cantidad exagerada. Era una zona muy bien ubicada, ya fuera por la cercanía a los dos centros comerciales más cercanos, el gimnasio y el cine. No quedaba lejos alcanzar esas zonas de ocio a pie y, por otro lado, el parque próximo a nuestra casa era precioso, los jardines traseros y delanteros tenían muchos usos a lo largo del año y de las diferentes estaciones. La seguridad vecinal, la facilidad para aparcar, la tranquilidad sonora y la calidad de los edificios y sus equipaciones lograban que no cualquiera pudiese mudarse a nuestra urbanización. Pero las personas con dinero si podían permitirse despilfarrar tanto como quisieran sin preocuparse en hipotecas y préstamos. 
   De nuestra cuadra, seis de las ocho propiedades estaban compradas por familias de un poder adquisitivo totalmente diferente al nuestro. La séptima vivienda era la nuestra, en la que ambas habíamos estado alquiladas por cuatro años. La octava vivienda en cambio, por lo que había descubierto Sara, llevaba más de quince años sin ser ocupada. Nuestra casa y la vecina pertenecían a Marta, pero solo había permitido que se ocupase la nuestra.
   Aquí venía la única pregunta que importaba: Si no era cuestión de dinero, debido a que a esa mujer le debían haber ofrecido cifras muy elevadas por encima de su valor real. ¿Por qué había decidido finalmente vender la casa? ¿Cuáles habían sido las negociaciones para que una propietaria que no quería vender bajo ningún concepto se decidiese finalmente a permitir la compra? 
— Sí, el dinero no fue un problema -sentenció haciéndome regresar al mundo real, había vuelto a quedarme embobada.
— Pensaba que no querías vender la casa.
— Debo marcharme -Al parecer, ignoró mi comentario de forma descarada-. Te hago responsable de las llaves originales y de la copia -masculló lanzándolas sobre la palma de mi mano, se dio la vuelta y mientras se marchaba, me informó:-. No contesta al móvil. Procura estar atenta. Si puedo contactar con él, haré saber debe acudir a ti. Hasta luego, niña. 

Le dediqué una cálida sonrisa antes de que se voltease con una marcha apresurada, accediendo rápidamente en su interior y pisando a fondo el acelerador hasta desaparecer en el primer cruce. Pensativa, froté mis dientes con la lengua, luego regresé al interior de la casa y decidí que no haría absolutamente nada hasta haber tomado mi largo café con leche. 
   Accedí a la cocina aún tentada por la posibilidad de dormir unas horas más. En su lugar me obligué a preparar el café y, tras bebérmelo disfrutando del silencio de la cocina y sin pensar absolutamente en nada, me sentí lista para afrontar una nueva mañana. 
   Subí al baño y me aseé un poco antes de limpiar el desastre que habíamos provocado Sara y yo el día anterior. No tardé mucho gracias a que, sin contar con aquel estropicio, el resto de la casa se conservaba limpia gracias a la constancia de ambas en el día a día. Después, me obligué a hacer dos cosas que odiaba hacer: Desayunar y ponerme a buscar trabajo. 

Para lo primero me serví un par de huevos asados con beicon a la plancha y aguacate, y para lo segundo, tuve que mentalizarme en el baño mientras me cepillaba los dientes. No es que formular currículums, actualizarlos y enviarlos fuese un infierno, pero cuando no existe esperanza ni confianza en una misma, hasta las tareas más sencillas pueden volver cuesta arriba. 
   Me concedí unos cuantos suspiros de resignación sentada frente a mi ordenador portátil. Tardé en sentirme preparada, solo entonces abrí mi Currículum Vitae y me lo releí por milésima vez buscando cambiar en el contenido de aquellas páginas algo que me brindase más entrevistas y me ofreciese mejores resultados. 
   Pero había cambiado tantas veces su contenido que cambiar un solo punto y una sola letra se me antojaba imposible. A mi parecer, era el currículum perfecto, y ninguna de las personas a las que había consultado me había sugerido un cambio que mejorase mi suerte. 
   Mentir, inflar o exagerar mis méritos y mi experiencia no era opción, la desesperación por encontrar trabajo ya había hecho crecer mi currículum de forma poco honesta, y añadir más cosas habría resultado poco creíble. Me desesperaba que mi búsqueda de trabajo digno y bien remunerado, pese a mis más que aceptables estudios, se resumiesen en un ‘’ya te llamaremos’’ o en la ausencia absoluta de respuesta. Volví a comenzar por el principio por cuarta vez, lo que me hizo apresurarme, rendirme y cambiar al azar algo de lo que ni siquiera estaba segura. Entonces sonó el timbre de la puerta principal, en la planta inferior. 

Agradecida por la interrupción y por la excusa de alejarme de aquel dichoso ordenador, bajé las escaleras de una forma tan rápida como peligrosa y, al abrir la puerta, me topé sobre el felpudo un hombre de grandes dimensiones, lo suficientemente alto como para que me obligase mirar hacia arriba: 
       Con la apariencia de un vagabundo, su forma de vestir anunciaba abandono por todas partes: Su ropa arrugada, y si combinaba de forma acertada aquel pantalón tejano con una camisa abotonada de cuadros seguramente había sido por pura casualidad. Su cabello estaba largo y despeinado el cual no alcanzaba a taparle las orejas, era mayoritariamente cano, de un blanco grisáceo que se esparcía por todo su cabello con escasas zonas que se resistían a envejecer. Su barba no era excesivamente abundante, pero exhibía la misma impresión de abandono. Por último, podría decirse que estaba gordo, pero no lo suficiente como para ser considerado obeso.
    Pese a su tamaño, a su apariencia o al estado de su ropa, al alzar la mirada divisé en la suya unos ojos amables y bondadosos. Eso me bastó para no dejarme llevar por la primera impresión.
— Debes ser Lenya -se aventuró en tono agradable. 

Lo escoltaba un pastor alemán sentado sobre sus patas observándola con curiosidad, moviendo la cola y transpirando con simpatía con la boca abierta y su larga lengua canina colgando entre sus dientes.
— Me llamo Carlos.
— ¿El nuevo vecino? -pregunté con timidez. Correspondí a su sonrisa con la mía.
— El mismo. No quiero importunarte, vengo de muy lejos y estoy cansado -El camión mal aparcado ocupando varias plazas llamó mi atención por primera vez-. ¿Puedes darme las llaves? -En su tono de voz cargaba se hizo evidente la fatiga de un largo trayecto.
— Claro -Agarré ambos llaveros de un perchero en el recibidor y ofrecí ambos a su legítimo dueño.
— ¿Y las otras llaves? -quiso saber, dudoso.
— Son las originales y sus respectivas copias -expliqué-. Aunque no recuerdo cual era la original -reconocí con una risita contagiosa.

Nuestro nuevo vecino no pudo evitar reír, convenciéndome aún más de que nuestra relación sería más que buena. Me tendió la mano, requiriendo sus llaves. Aunque el pastor alemán parecía pacífico, procuré moverme de un modo que no le hiciese abandonar aquella tranquilidad. 
— ¿Me la dejas ver? -preguntó con amabilidad. 

Cuando tuvo en su poder ambas copias, indistinguibles desde mi punto de vista, me contestó con naturalidad que no era capaz de diferenciarlas.
— Creía que pondría llave original o algo así -el comentario me hizo soltar una risita divertida, sin dejar de vigilar de reojo a su peludo acompañante. De repente, me sorprendió ofreciéndome uno de los dos llaveros-. Quédate la copia. O la original, lo que sea.
— ¿Qué? P… Pero si no nos conocemos -me alarmé, escandalizada por su repentina e inmerecida confianza.
— Marta te tiene en muy alta estima, vamos a ser vecinos… Puerta con puerta. Con eso me basta -Deduje que si confiaba en las referencias de Marta, es porque como mínimo, se conocían desde hacía algún tiempo, pero no dije nada. Entonces, me preguntó:-. ¿Cómo se llama pareja? Si puedo preguntar, claro.
— Sara. 
— Un placer. Insisto, quédate las llaves… Nunca se sabe lo que puede pasar. Como sea, en algún momento tengo que ponerme con ello… -bufó con una inevitable resignación-. Si me disculpas, debo descargar el camión.
— ¿No tiene a nadie para ayudarle?
— Cometí el error de no contratar junto al camión a dos manos amigas, mea culpa -reconoció enrojeciendo ligeramente-. Puede que incluso una sola persona hubiese sido insuficiente.

Me extrañó que un hombre al que tenía que tener el dinero por castigo no hubiese contratado a una empresa de mudanzas que lo hiciese todo por él. No tardó en explicarme que le habían ayudado a cargar el camión, pero esas mismas personas no habían podido acompañarlo y ni ayudarle a descargar. 
— Puedo ayudarle, acabaremos mucho antes.
— No, no puedo pedirte eso… -consideró mi ofrecimiento inaceptable-. Estás cómoda en tu casa, si no me equivoco en tu día libre. No, hija… Descansa. Puedo solo -me tranquilizó. 

Su forma de moverse me convenció de que no hablaba por hablar, realmente pretendía descargar todo el camión sin ayuda. De pronto me percaté, por la manera en que me lanzó aquella mirada sutil y considerada, que había sacado aquella conclusión por la bata azul que había resistido al desayuno, al baño, a la limpieza de nuestra habitación y a la pesadilla del currículum. Me ruboricé de vergüenza, buscando tapar mi cuerpo con ambas manos. Fue innecesario, ya que la bata, aunque ligera, no se transparentaba.
— No se preocupe, señor Carlos. Actualmente no trabajo y me la paso aburrida en casa. En un momento me cambio de ropa y le ayudo.
— Si no trabajas y si quieres, claro, puedo pagarte la hora a… ¿Veinte dólares?

Me quedé paralizada al recibir con semejante naturalidad aquella cantidad. De recibir en alguna de las entrevistas de trabajo ocho dólares y medio la hora, como mínimo, no habría rechazado tantos empleos en el pasado y ya estaría trabajando. Por mucho que quisiese trabajar, cuatro dólares la hora trabajada era poco menos que un insulto.
— No hace falta, de verdad.
— No voy mal económicamente -aseguró, sacando pecho orgulloso-, si vas a responderme que tú tampoco, te contestaré que siempre vienen bien unos ingresos extras. ¿Hay trato entonces?

Intercambiamos un apretón de manos que selló lo pactado. Le invité a pasar al interior y no asarse bajo el traicionero sol. Aceptó haciendo esperar al perro fuera, ya que no quería arriesgarse a que se provocase problema dentro de la casa. Aseguraba que era un perro tranquilo, pero al no estar seguro al cien por cien, no correría el riesgo. 
   Se negó a aceptar cerveza, eligiendo como alternativa una limonada que disfrutó pacientemente mientras subía hasta mi ropero, ubicado en nuestra habitación en la segunda planta. Con unos shorts azul oscuro y una blusa blanca no escotada, me reuní con mi invitado en la sala de estar y salimos juntos a la parcela delantera que unía ambas casas, desde entonces el perro no volvió a alejarse de mi lado, olfateándome allá dónde iba sin que lo escuchase ladrar una sola vez.
   Estuve preocupada por el volumen de carga superase mi capacidad, ya que esperaba grandes neveras, pesadas mesas, armarios gigantes... Pero la sorpresa fue que, en el interior del camión estaba repleto de cajas que eran fácilmente descargables entre ambos, eso sí… Eran demasiadas cajas. Cuando bajamos las dos primeras cajas me preguntó si se arriesgaba mucho dejando la puerta trasera del camión abierta.
— Es una urbanización tranquila, nunca pasa nada. Algunos vecinos incluso dejan las puertas abiertas.
Aunque natural, su recelo me pareció curioso, después de todo me había ofrecido las llaves de su casa sin conocerme. O tenía un concepto muy bueno de mí y de Sara, o era muy selectivo de en que cosas debía desconfiar. Al final, no necesitamos más de doce viajes, lo que equivalía más de sesenta y dos cajas, algunas de ellas tan pequeñas que se podían llevar hasta cuatro en un solo viaje, otras, en cambio, tuvimos que compenetrarnos para bajarlas del camión, transportarlas sobre el hierva de nuestra parcela y dejarlas apelotonadas como pudimos en la sala de estar. La primera vez que entré, me pareció un ambiente tétrico totalmente opuesto a nuestra casa: El desagradable olor a humedad, polvo y abandono impregnaba el interior. En la salita de estar, con una iluminación lúgubre, había un paragüero, un perchero y una mesita marrón de patas alargadas. La sala de estar, que comunicaba la cocina, las escaleras y la lavandería, ubicada en un sótano con unas escaleras que crujían. No dije ni una palabra sobre el mal cuerpo que me dejó el estado de la casa y, obviamente, en mi fuero interno me preguntaba como un hombre con tanto dinero optaba por una casa en esas condiciones. ¿Por qué no elegía una mansión en un lugar retirado o un lujoso ático, en un prestigioso rascacielos?
— ¿No habías visto el interior? -pregunté, sin ser capaz de contener mi curiosidad.
— No. ¿Por qué?
— Está abandonada, huele mal y…
— Vi fotos de la casa y la compré -me interrumpió-. Tuve una larga conversación con Marta y sobre el motivo por el que no la ha alquilado ni vendido hasta ahora, en lo que a mí respecta, estaba más que avisado de lo que me podía encontrar dentro.
— ¿Y bien? -inquirí, olvidando por un momento disimular mi curiosidad-. ¿Por qué no la vendió ni la alquiló?
— ¿El motivo? -No pareció juzgarme-. Eso queda entre ella y yo, pero es un buen motivo, o eso creo.
— ¿No me lo puedes decir? -pregunté con esa voz que ponemos algunas mujeres para convencer a los hombres.
— No, no lo haré -Supe que no lo haría cambiar de opinión.
— ¿Y cómo accediste a la vivienda? ¿Mediante inmobiliaria? No recuerdo haberla visto en venta.
— No lo ha estado nunca -indicó negando con la cabeza-. Marta es amiga mía, desde hace muchos años. Lo que no sabía es que conservaba esta casa. 
— ¿Te la ofreció?
— Más bien fue convencida de que era mejor vender la casa que tenerla abandonada.
— Estas casas son caras, y más en esta zona. ¿Puedo preguntar de qué trabajas?
— No trabajo, ya no. Te adelanto que por mucho que insistas, no pienso compartir en que he trabajado por más de treinta años -se quedó callado unos instantes, y añadió, pensativo:-. No es nada delictivo, como traficante, contrabandista, asesino o similar. Lo que tengo es legítimo, todo.
— ¿Eres político?
— Podría ser -concedió de manera amable, y sin parecer descortés, preguntó:-. ¿Continuamos? -propuso señalando a las cajas que conseguían llenar la sala de estar.

Más de diez cajas contenían libros, cómics y revistas, algunas de ellas eran porno. Me enterneció su reacción, cuando enrojeció de la vergüenza intentando ocultar aquellas cajas. Como si las lesbianas no consumiésemos porno. Después de aquello, permanecieron desempaquetando muchas cajas con ropa, luego útiles para baño y cocina. Había también dos o tres cajas que abultaban mucho pero pesaban bien poco y estaba repleta de juguetes para el perro, así como cojines para dormir, comida, chucherías… Al ser la casa estructuralmente igual que la nuestra, aproveché para mostrarle donde estaba cada habitación, así como los enchufes, el contador de la luz, las llaves del agua y el gas entre otras. Más allá de eso, era territorio inexplorado para mí.
    El perro me siguió por toda la casa, y en alguna ocasión aprovechó que estaba arrodillada para abrazarme y lamerle. Debo reconocer que me encantó la idea de tener un perro al que acariciar sin tener que irme tan lejos. 
    Había tantas cajas por desempaquetar que me mentalicé aquello nos llevaría más de tres horas, lo que era bueno para mi bolsillo. En lugar de quejarme, fui positiva y lo vi como una oportunidad de trabajo eventual. Llegué por mí misma a la conclusión de que sería buena idea aprovechar para hacerle preguntas a nuestro nuevo vecino y conocerlo un poco mejor, así que eso hice.

Capítulo 3 de Sara: Confidente

La mañana en el trabajo se me estaba haciendo eterna. Había llegado a mi despacho contenta y motivada para acabar la mayor cantidad de trabajo posible, pero tras tres horas concentrada en los diferentes proyectos que tenía abiertos, la montaña de documentos sobre mi escritorio no se reducía lo más mínimo. Estaba hambrienta, debido a que no había desayunado nada, y por muy buena y aplicada que fuese, llegó un momento en que no paraba de ojear el reloj en mi muñeca sin adelantar lo más mínimo. Me apreté los lagrimales con los dedos de mi mano derecha y traté de hidratarlos manteniéndolos cerrados unos instantes. Aquello era una estupidez. Permanecer sentada viendo los minutos pasar no iba a solucionar el problema, dado que semejante bloqueo mental no desaparecería a menos que saliese del despacho, me sentase en la terraza de algún bar y llenase mi estómago con algún aperitivo o plato combinado. 
  Por suerte, tenía un trabajo donde estaba muy bien valorada por mis superiores y por el dueño de la empresa, tenía mucha flexibilidad en lo referente al horario. No solo en lo que se refería a entrar o salir a horas dispares, sino que en caso de no querer ir, podía trabajar desde casa o postergarlo para otro día. El motivo era simple, como ingeniera, mis beneficios estaban relacionados con cumplir las fechas de entrega y la calidad de los trabajos que entregaba. Como era cumplidora con ambas, podía irme del despacho cuando me viniese en gana. 
   No todo eran ventajas, mi trabajo no era fácil y por lo tanto no podía hacerse rápido ni mal. La cantidad de cálculos, investigaciones y revisiones que debía hacer en cada uno de mis trabajos requerían hasta la última neurona que pudiese reunir. Un cálculo erróneo, una información equivocada equivalía a tirar el proyecto a la basura.
   Ese era el motivo por el que, incluso con la libertad de irme, elegir posponer mis tareas pendientes tenían un precio: quedarme sin tiempo.

Por otro lado, en ocasiones, no servía de nada pegar el culo al asiento si no adelantaba trabajo. Y justo aquel día, había progresado lo suficiente para darme un respiro, pero no tanto como me habría gustado. 
   El móvil vibró, supe que era una llamada inesperada, colgó antes de que pudiese aceptarla. Volvió a vibrar, esta vez fueron varios temblores cortos notificándome un mensaje de Whatsapp. Aquella interrupción fue suficiente para decidirme a salir del despacho, bajar a la calle y dirigirme a mi restaurante favorito. Un silbido familiar atrajo mi atención y allí me encontré a mi mejor amiga.
— Iba a comer al Charlie -le confesé.
— Vamos a comer en el Charlie -me corrigió Gala, con su actitud pícara habitual.

Era una chica muy bajita, de pelo negro que no terminaba de alcanzarle los hombros. Solía sonreír y transmitía una sensación de bienestar como nadie; también era muy movida y hablaba mucho, eso sí… sabía escuchar como nadie. No, mejor dicho, le encantaba. 
   Sin reserva conseguimos mesa para ambas, y si bien el restaurante no aceptaba consumiciones sin reserva, el metre me conocía lo suficiente para conservar siempre una mesa vacía por si me antojaba comer allá. Gala siempre bromeaba con que el muchacho me alimentaba para comerme mejor luego, para mi alivio, nunca se excedió y siempre mantuvo una actitud servicial y respetuosa, lo que le hizo ganar mi fidelidad como clienta… Después de todo, trabajaba cerca.
   Sentada la una frente a la otra, cualquier persona podría haber errado y asumir que éramos pareja. Era más bajita que yo, y mucho más femenina, pero su reducido tamaño la hacían más adorable y achuchable que sensual. Otro motivo para malinterpretar nuestra relación era que solíamos ``coquetear´´ en broma, aunque solo lo hacíamos porque ella se pirraba por los penes y yo por las vaginas. Por otra parte, mi estilo de ropa era totalmente opuesta: No me sentía cómoda con ropa suelta, mucho menos con faldas. Los tejanos y pantalones ‘’de secretaria’’ definían mi estilo completamente. No significaba que no pudiese vestir otros tipos de ropa… Pero no nos engañemos, no era lo mío.
— Cuéntame -susurró acariciando mi mano por encima de la mesa, con una sonrisa traviesa. Su voz era dulce y suave-. ¿Qué tal estás con nuestra Leñita? 
— Estamos bien… Demasiado bien. Si te soy sincera no quiero que encuentre trabajo… Reduciría mucho el tiempo que pasamos juntas.
— Eso es muy egoísta viniendo de ti. Sabes lo ansiosa que está. 
— Ya… frustrada define mejor su situación emocional, y creo que ha empezado a deprimirse.
— Ambas necesitáis movimiento, ese tipo de rutinas os matan.
— ¿Qué tal estás tú con Koldo?
— Está bien. Muy bien. Lo renovaron en la central eléctrica y cree que lo harán fijo.
— ¿Qué dices? ¿Es algo seguro? -asintió en respuesta, sin verbalizarlo.
— Y… -comencé a decir cuando el metre se nos acercó con una sonrisa-. Héctor, que atento… -lo halagué por su presteza-. Y sin reservar. Los dueños te van a matar.
— Siempre hay un lugar para los clientes exclusivos.
— Que galán… Te ganas todas mis propinas -le agasajé con sinceridad. Gala me miró con una sonrisita traviesa y disimulada mientras le entregaba la carta. Héctor se sonrojó y le restó importancia-. Para beber quiero agua bien fría… Me estoy cuidando -me apresuré a decir al ver que Héctor se disponía a preguntar.
— ¿Y a la señorita Gala le pongo…? 
— Una sangría, la jarra entera -En respuesta, Hector asintió distraídamente mientras garabateaba en su libreta estrecha y alargada
— ¿De primero que querrán las hermosas señoras?
— Que zalamero estás hoy, Héctor -musitó Gala complacida-. Si sigues así, puede que te de una propina también -con el silencio que acompañó su sonrisa pareció querer insinuar que podía interpretarlo como quisiese.
— No es necesario, madam. Su confort es suficiente propina para un servidor.

Apreté los labios para reprimir una sonrisa. Hector era agradable, nunca me burlaría de él. Sin embargo, su actitud me resultaba demasiado empalagosa. No es que fuese a gustarme más si se comportase de una manera más digna, pero había una línea muy fina entre una actitud cercana y ser desagradablemente empalagoso. Agarré la carta y señalé paella de la casa como primer plato y para el segundo me decanté por un bistec en salsa de ostras.
— Excelente elección, señorita Sara. ¿Y usted? 
— Como al camarero no me lo puedo pedir -Lo dijo con una excelente actuación de dramatismo, haciéndonos sonreír a ambos y provocando en nuestro metre un ligero rubor, musitó:-. Me conformo con macarrones con salsa de boloñesa y parmesano, y de segundo, si no es mucho pedir, lo mismo que mi amiga.
— Y dos de ternera… -terminó de apuntar en su libreta.

Recogió ambas cartas de menú y, tras una silenciosa y refinada reverencia, se esfumó hacia las cocinas.
— Un día de estos te vas a buscar un problema -le reproché entrecruzando los diez dedos en una postura inquisitiva.
— No digas tonterías, con lo vergonzoso que es nunca se atreverá a nada más. 
— Tú sigue dándole confianzas. La necesidad los convierte en bestias.
— Ah, ¿Y a nosotras no? -Los ojos de Gala brillaban, divertidos y maliciosos.
— ¡Outch! -mascullé-. Eso ha dolido. No he vuelto a engañarla.
— Me lo creo -dijo alzando ambas manos:-. Solo digo que la necesidad, el deseo y las locuras no son exclusivas de ellos.
— Nosotras no los violamos. Ellos ejercen la violencia contra nosotras con más frecuencia.
— Ni todos los hombres nos violan a nosotros, Sara -repuso altiva -. Entiendo tu punto, pero no tienes razón. Estás resentida.
— No veo con malos ojos a Héctor -le atajé.
— Pero incluso si te gustase, no le tirarías porque es hombre.
— No le tiraría porque estoy con Lenya y no voy a volver a engañarla -la corregí.
— Con ningún hombre -me corrigió la corrección.
— Puede que mis malas experiencia con hombres me hayan hecho desinteresarme por ellos, pero mi preferencia absoluta mujeres se limitan a mi orientación sexual, no mi juicio. Acepté que soy lesbiana y no hay más que hablar sobre eso. ¡Oh! Por cierto… Todavía no consigo que Lenya se ``vengue´´ de mí por lo de aquella vez.
— Ni lo vas a conseguir, es demasiado inocente. Y demasiado buena -añadió-. ¿Sabes, Sarita? No le pondrías tantas ganas a que te la devolviese si fuese con un hombre. 

No pude evitar gruñir y poner los ojos en blanco porque, a fin de cuentas, tenía razón. 
— Eso si debería picar. Una lesbiana, odiadora de hombres… -musitaba al tiempo que Hector abordaba nuestra mesa con las dos jarras para beber, una bandeja de pan y olivas diminutas. Tan rápido como llegó se fue, por lo que Gala ni siquiera perdió el hilo de la conversación-… una odiadora de hombres engañada por su novia lesbiana con otro hombre. Eso debería picar.
— Si llegase a ser así, lo respetaría. Le debo a una.
— No he dicho que no lo fueses a aceptar, he dicho que te dolería mucho. Aunque a ella le dolería más. 
— Puta -susurré entre dientes, apagando mi sed vaciando el vaso de agua con trago molesto.
— Incluso si no ha encontrado trabajo todavía. ¿Sabes si tiene alguna oferta de algo? ¿O alguna promesa de…?
— No -le corté-. Nada de nada.
— La cosa está muy difícil. En todos los noticieros hablan sobre cómo está subiendo el desempleo a nivel nacional. ¿No ha accedido a la prestación del desempleo, todavía? -negué con la cabeza.
— Prefiere dejarlo en caso de necesidad, si fuera por mí ya lo habría usado. 
— Es una estupidez que no lo use -asintió alzando las cejas-. Si necesitáis dinero…
— No empieces, Gala.
— No me has dejado terminar… Si necesitáis dinero, Lenya puede ser mi puta por un tiempo.
— Pagaría por ver eso.
— También pagaría por ti.
— No haría falta, a ti te follo gratis -dije regresándole la broma frotándome las manos, impaciente. con su mano derecha. La muy zorra me rascó la palma de la mano con su uña, indicando que quería cogerme.
— Te pasas… 
— ¿Le serías infiel a Lenya conmigo?
— Dudo que le molestase. No se enfada por nada -le recordé, mientras sus dedos me acariciaban el dorso de la mano provocándome cosquillas. Que cabrona.
 

Capítulo 4 de Lenya: Oportunidad

Aggo, el pastor alemán de nuestro nuevo vecino, no se separó de mí. Si al principio había permanecido muy quieto y callado timidez o desconfianza, su atosigamiento iba en aumento; cuanto más tiempo pasaba en aquella casa y trató de montarme varias veces, lo que dejaba claro que no estaba castrado. Me resultó adorable hasta que sus intentos de sociabilizar me imposibilitaban seguir abriendo cajas y guardando su contenido. Carlos tuvo el gesto de sacarlo al porche de la parcela trasera. Lo que conseguí averiguar de mi nuevo -y misterioso- vecino podía resumirse en lo siguiente: <<
   >> Nunca había estado casado ni había tenido hijos. Había trabajado cuarenta años en un sector del que no quería hablar, lo que le había dado una muy buena pensión por prejubilación junto a una indemnización que sobrepasaba las seis cifras. Con ello, y con los ahorros que le permitía acumular su vida de soltero, le había dado la oportunidad de alquilar su antigua vivienda y comprarse una nueva. Cuando le pregunté por qué no se había casado, no le costó responder que debía ser debido a su aspecto. Si en el pasado la palabra friki existía, debían haberla creado para definir a Carlos… Decía recordar tiempos en los que esa palabra no existía y simplemente se usaba el término ‘’bicho raro’’ debido a su interés por los comics y los libros.        
    En cierto momento, empezó a hacer preguntas. Al principio pocas, muy previsibles. Después, me sorprendería con algunas otras…

Ya me había hecho varias preguntas cuando, en una de las tres habitaciones del segundo piso, me preguntó:
— ¿Cómo? ¿Y no te contratan? -Carlos extraía ropa de una bolsa envasada al vacio.
— Pues no -reconocí, abriendo un viejo y polvoriento armario. Introduje con sumo cuidado montones de cómics y mangas dentro del mueble.-. Estamos pasando por un mal bache.
— No está bien… Eso no está nada bien -musitó con tono pensativo, acariciándose el mentón perdido en sus pensamientos.
— Trabajo hay, pero…
— Pero eres una chica muy trabajador según he podido ver. Estoy seguro de que en cualquier lugar tendrías trabajo fácil, solo deben conocerte.
— Las personas que me han entrevistado no deben pensar lo mismo. Nunca me han dicho nada malo, pero hace años que no me contratan. 
— Te… ¿Te interesaría trabajar limpiando casas?

No fue una pregunta, fue una propuesta. Ninguno de los dos paró de organizar el contenido de las cajas, pero la ausencia de palabras hizo evidente que esperaba mi respuesta
— No me molestaría, siempre y cuando fuese justo. 
— ¿Y cuál serían tus condiciones óptimas? ¿Qué sueldo te haría aceptar el trabajo?
— No lo sé -dije avergonzada-. Lo que es justo para mí será mucho para la mayoría…
— La mayoría no participa en esta conversación, y te estoy preguntando a ti. El sueldo ideal -especificó, interrumpiendo su labor para mirarme a los ojos. 
— Doce dólares.
— Que exigente -su rostro era inescrutable-. Así debería ser, supongo. ¿Aceptas ayudarme por once dólares la hora trabajada?

Llevaba tanto tiempo buscando trabajo, y por supuesto, que no fuese un mierda, que no supe que responder.
— Había dicho doce -le discutí para hacer algo de tiempo.
— No me quites el placer de regatear un poco.
— Once con cincuenta la hora, ni para usted ni para mí.
— Tutéame, por favor. Pensé que tendría que insistirte mucho más.
— Lo tengo al lado de casa -repliqué encogiéndome de hombros. 
— Eso es verdad, si tuviese una copa por eso brindaría por ello. 
— Entonces… ¿Comienzo mañana? 
— Ya has comenzado, te pagaré por las horas que me has dedicado hoy los once con cincuenta que hemos acordado. Eso sí, necesitamos firmar un contrato, aunque sea de manera temporal.
— Con… ¿Contrato? -le cuestioné, sorprendida.
— Claro. ¿Cómo lo haríamos si no?
— La gente normal no suele hacer contratos así como así… Y menos para algo así -me justifiqué.
— Y así es como va el mundo: Una mujer mayor es contratada por una familia de ricachones y no le hacen un contrato porque tendrían que declarar y eso les costaría mucho más dinero… Pero ese no es el único motivo. ¿Sabes por qué las familias con una renta alta prefieren no hacer un contrato? No es solo por el dinero. Es por el control. Si esa mujer se pone enferma o necesita un día por asuntos propios, la familia para quien trabaja debe consentirlo. Sin contrato, no hay derechos. Les sale más a cuenta pagar la multa por indemnización si llega el caso a blindar los derechos de sus trabajadores. ¡Ratas! ¡Desgraciados! Si no estás contratada, es como si no trabajases aquí. ¿No tienes derecho a ponerte enferma? ¿O a la cotización? ¿O a las pagas extraordinarias y tu indemnización en caso de despido? No, no. Insisto. Te haré un contrato por once dólares y medio la hora.
— Me deja sin palabras, señor Carlos. 
— Ahora que lo pienso, no estoy seguro de si podría ser de once dólares la hora. Tendría que consultarlo.
— Si que le indigna esas injusticias -observé en voz alta, ignorando su reflexión sobre el dinero-. ¿Abusaron de usted en el trabajo? 

Al darse cuenta que lo miraba confundida, pareció amilanarse un poco y rio entre dientes, abandonando su faceta de furioso empresario con don para la palabra a un cincuentón friki con unos kilos de más. 
— Mis padres eran trabajadores y humildes. Sufrieron mucho. ¿Qué clase de hombre sería si tratase a una potencial empleada del hogar de la misma forma que trataron a mis padres? -se justificó. 

La conversación filosófica murió en el mismo momento que el silencio se produjo de forma natural. Carlos me invitó amablemente a bajar desde el segundo piso hasta la planta baja por las escaleras, y una vez en el salón, nos sentamos en una gran mesa de pino negro con forma circular, uno al lado del otro en sillas contiguas. Colocó cuidadosamente sobre la mesa un folio en blanco junto a un bolígrafo.   
— Esto que escribiré será un borrador para un contrato de trabajo -explicó con voz pausada-. Es esencial aclarar esto porque nunca he hecho un contrato e ignoro que errores pueda cometer. ¡Al lio! ¿Estamos de acuerdo en que este será uno de los contratos más justos a los que puedas aspirar? No por las condiciones -se adelantó alzando un dedo, sin perder su semblante paciente-. Con contrato justo quiero decir que estás presente para redactarlo y, por lo tanto, será de mutuo acuerdo con las condiciones, los derechos y las obligaciones que creamos mejores para ambos -Con un movimiento lento, me cedió la hoja y el bolígrafo-. Escribe tú, mi letra es muy fea. ¿Estás conforme?
— Estoy conforme -me limité a contestar. 

Aquella situación me parecía surrealista. No sabía de nadie que hubiese estado presente para redactar un contrato personalizado. Sabía que era perfectamente legal, pero tan improbable que me pasase a mí como que empezasen a volar elefantes. 
— ¿Qué te parece si empezamos así…? -Su dedo se clavó en un espació en blanco de la hoja sin estrenar. 

Con una voz cargada de paciencia, me dictó sus datos como contratante. Como contratada, justo debajo, rellené la misma información con lo propio. El borrador siguió con la finalidad del contrato, el salario provisional que habíamos acordado, derechos, obligaciones, periodo de prueba… Me sentía como si fuese otra persona la que escribía y tan solo fuese testigo de lo que sucedía, era una situación rara debido a que en absoluto estaba con una actitud pasiva. Carlos me hablaba, me proponía ideas para implementar e insistía en que no me limitase a aceptarlas, sino que las rebatiese, las rechazase o incluso las mejorase. En el papel, que en un inicio había sido completamente blanco, crecía una creciente mancha de tinta oscura que combinaba texto, tachones, correcciones y texto subrayado para recalcar ideas o propuestas a medida que las agujas del reloj avanzaban, se me hizo muy pesado y una parte de mí deseaba que se encargase él de absolutamente todo: Elegir las condiciones, redactarlo y entregármelo. Pero mi mano siguió rellenando el contenido en blanco mientras Carlos, entusiasmado, seguía balbuceando derechos, obligaciones y no recuerdo que más.


Capítulo 5 de Lenya: Contrato

El silencio en el interior de la sala de estar era atronador, únicamente alterado por los ladridos del perro en la parcela trasera de la casa. Incluso si se cansaba de ladrar y paraba, al rato volvía a hacerlo.
— Puede que tenga sed -propuse, haciendo el amago de levantarle.
— Le he puesto un cuenco hondo de agua…  -murmuró pensativo con el boli entre los labios, observando sin apartar la vista de los tres papeles-. Esas vajillas horrendas que se encontraban en la cocina y debían pertenecer a los antiguos dueños. También le he puesto comida, y está a la sombra por lo que no debe estar pasando calor. Solo quiere entrar, y no vamos a consentirle en todo lo que quiera.
— También es verdad -acepté acomodándome de nuevo en la silla.

Habíamos establecido que once dólares y medio eran demasiado tras hacer unos cálculos, por lo que lo redujimos a un salario base por unas tareas básicas que podía hacer sin esmerarme demasiado. Más que una dura negociación, me había encontrado con un hombre compasivo y justo que indicaba cuando algo era posible para él, y aceptaba cuando era beneficioso para los dos. El contrato, a fin de cuentas, empezó a quedar de la siguiente manera: >>
   << Trabajaría de lunes a domingo, unas seis horas diarias a 7 dólares la hora, lo que arrojaba al mes un salario base de 1.344 dólares. En lo referente a los días libres y al ser vecinos, tenía la libertad de escoger tres días a la semana como festivos, siempre y cuando lo notificase con antelación cada domingo para la semana venidera. Aquí venía lo importante, los días festivos que escogiese se pagarían fuese a trabajas o no, por lo que no tenía la obligación de ir a trabajar por dinero. Eso significaba que, trabajase los siete días de la semana o trabajase solo cuatro a final de mes seguiría cobrando, como mínimo, 1.344 dólares netos a lo que luego se descontarían los impuestos correspondientes. 
      El contrato ya tenía en cuenta la posibilidad de realizar tareas extras o ajenas al contrato, como podían ser pasear al perro, lavarlo, cambiarle la comida o servirle agua; también consideraba como tareas extras hacer la compra, prepararle cosas para desayunar, comer o cenar; lavar la ropa, cortar el césped, limpiar cristales… O hacer limpiezas a fondo que no fuesen necesarias para el día a día. Aquí venía lo interesante: Al ser extras, y no ser algo obligatorio que debía hacer, si se hacía, se anotaría en una especie de documento o ficha para dejar constancia de que debía pagarse aquellos extras al finalizar el mes. Debido a esto, en el contrato venía incluida una cláusula donde cada domingo, a la vez que le indicaba cuales serían los tres días no laborables que escogía, debían traspasar la información del documento semanal al mensual, de esta manera, ambos tendrían la certeza de que no abusaban ninguno de los dos de este sistema. Esto me pareció utópicamente justo porque si Carlos tuviese la intención de cobrarme menos a final de mes, ya fuese porque no se acordaba de que había hecho ciertas tareas extra o bien porque no le daba la gana de pagarme, lo sabría. Y a la cuarta semana, tras haber repetido ese proceso cuatro veces, se pagaría la mensualidad base más los extras. Los cuales yo tendría la libertad de hacer o no hacer.
      Al final, Carlos añadió un nuevo derecho -suyo- que consistía en que los domingos, podía vetar dos de tres días festivos y cambiármelos a su conveniencia. En resumen: Yo podía escoger tres, pero el podía modificarme dos. Esta cláusula argumentó la creaba con la intención de, cada domingo, tener cierta ventaja para negociar los días que le fuese mal no viniese. Por supuesto estaba de acuerdo, porque incluso si me quitaba dos días de mi elección, seguiría teniendo tres días festivos a lo largo de las semanas… ``¿Cuántas personas tienen el privilegio de trabajar 6 horas diarias con tres días no laborables pagados?´´ me pregunté reprimiendo una sonrisa de euforia. Sara solía decirme que era muy inocente, pero en aquel momento no vi posible que hubiese trampa alguna.
— ¿Y si me pidieses algo que no está en la lista? -pregunté de pronto, percatándome de ese vacío legal.
— A eso iba ahora -dijo-. El valor de los extras… Estaba pensando en ello -indicó mientras ordenaba sus ideas en su cabeza antes de permitir que sobrepasasen sus labios-. Mirémoslo de este modo, Lenya. Cobrarás 7 dólares la hora por 48 horas a la semana. Eso arroja un dividendo de… 336 dólares a la semana. Ese es el salario base, pero… ¿Cuántas veces vas a poder sacar al perro? ¿Cuántas veces a poder lavarlo a la semana? ¿Vas a ir a comprar lo que te pida un número ilimitado de veces? No, como mucho irás una vez al día. Lo mismo para lavar la ropa… Así que pongámoslo así. Estoy diciendo esto a modo de prueba, eh… No es nada definitivo -aclaró, preparándose para apuntar sus cálculos en un nuevo papel-. Pongamos que por extra son 5$, sé que puede no parecer justo porque hay cosas que llevan mucho más tiempo que otras, pero de momento vamos a dejarlo en una media de 5$. Cuando creemos la tabla para la ficha semanal ya estableceremos el precio de cada cosa según el tiempo que puede llevar. ¿Estamos de acuerdo?
— Estamos de acuerdo -repetí, pues me hacía gracia como se expresaba a veces.
— Bien. 336 dólares semanales base, más 5$ de lavar al perro, 5$ de ponerle la comida, 5$ de ir a comprar… -enumeró mientras apuntaba, al tiempo que yo iba sumando en la calculadora-. Todo esto, multiplicado cuatro días a la semana, equivale a unos 480 $ semanales. Lo que a final de mes…

El intercambio de opiniones sobre los resultados de esos cálculos no dio lugar a mucha discusión. Ambos teníamos claro que estábamos trabajando con cifras temporales para poder hacernos una idea del salario al que podía llegar aspirar si hiciese todas aquellas tareas extras. Aquello significaba que si estaba muy perezosa y no era imperativa necesidad, tenía 1.300 dólares mensuales con hasta 12 días libres mensuales. Por supuesto, y esto me pareció justo, no tendría derecho a librar las fiestas nacionales, regionales o municipales. Esto se debía a que, a la larga, yo salía beneficiada. ¿Cuántos trabajadores tienen 12 días mensuales festivos a su elección? Cuanto más completo estaba el contrato, por muy temporal que fuese, más beneficioso sentía que era para mí y más blindado creía que estaba para él. En otras palabras, generalmente un contrato busca proteger a la empresa mediante una serie de derechos y obligaciones que suelen perjudicar más al trabajador de lo que lo beneficia. Pues, al menos en el caso de este contrato entre Carlos y yo, tenía la sensación de que era al revés. El contrato protegía sus intereses, sí. Hasta se daba una serie de obligaciones para que, llegado el momento, no pudiese sentir la obligación de abusar de mí económicamente o exigirme realizar extras si yo no lo deseaba. 
        Una vez rellenamos las tres páginas con mis datos, nuestros derechos y obligaciones como contratante y como trabajadora. Diseñamos con bolígrafo permanente una lista de dos páginas, las cuales estarían grapadas la una a la otra, y las cuales se renovaría cada tres meses. En esa lista estaba especificado cuanto costaba cada tarea extra que hiciese, valorándose en el tiempo y el esfuerzo que pudiesen conllevar realizarlas. La idea era que, cada domingo, ella le indicase que extras había hecho a lo largo de los seis días previos y Carlos lo apuntase en dicha lista semanal. En principio, no debería haber ningún problema en esto porque al vivir en la casa Carlos podría comprobar diariamente si hacía o no hacía todas aquellas cosas. 
         También establecimos unas clausulas de despido o de baja voluntaria, así como penalizaciones si me desentendía de manera severa de mis obligaciones.

Aceptando que era ingenua y se podían aprovechar fácilmente de mí, le dije que aunque todo era muy tentador, debía pensármelo bien. Carlos, por su parte, se limitó a preguntarme si tenía impresora para escanear y fotocopiar los documentos. Si no estaba de acuerdo, bastaba con que los rompiese y le comunicase su renuncia a aquellas condiciones, pudiendo elegir otros términos y condiciones. Pero si terminaba aceptándolos, realizarían ese contrato de manera formal y trabajaría para él como ama de llaves.

Con la promesa de regresar y confirmarle mi decisión tras habérselo consultado a mi pareja, la cual no llegaría a casa hasta las ocho y media de la noche.

Capítulo 6 de Sara: Asesoramiento

Todo el lunes había un suplicio que no veía su final. Mis superiores me habían encargado supervisar unos proyectos ya hechos a los que debía darles mi visto bueno. Un solo error al revisar y corregir el sinfín de documentos, lo que provocaría una perdida de millones de dólares para la empresa. En resumidas cuentas, no solo estaba mi prestigio como ingeniera, sino también la economía de la empresa para la que trabajaba. Cálculos, correcciones, apuntes de mejora… Ni siquiera creí estar llegando a casa y aparcar frente a la acera que rodeaba nuestras viviendas, lo que era complicado porque aunque había suficientes aparcamientos, no siempre estaban lo suficientemente cerca como a una le gustaría. 

Caminé acalorada desde el aparcamiento alejado de mi casa hasta la verja de acceso a nuestra casa. Entonces me percaté de que, en la casa de al lado, las luces del salón estaban encendidas.
— Que extraño -mascullé para mí misma alzando una ceja.

Desde que nos habíamos mudado alquiladas a la casa de al lado, nunca, ni una sola vez, habíamos visto las luces de aquella casa prendidas. ¿Había Martha alquilado la casa por fin? ¿Quiénes serían los nuevos vecinos? Por unos instantes temí que la tranquilidad que habíamos gozado los últimos años mi novia y yo se acabase por unos hijos adolescentes conflictivos o unos vecinos ruidosos. 
   Lenya debió escucharme sacar las llaves y abrir la puerta principal, porque se me arrojó a los brazos con unos papeles arrugado en sus manos chillándome que había encontrado trabajo. Cuando entendí lo que me estaba diciendo, chillé con ella, saltando ambas de alegría. Daba igual de que fuese el trabajo, si no estuviese contenta y no fuese bueno para ella no estaría comportándose de esa manera. Así que lo celebramos abrazándonos y besándonos de felicidad, antes de que la realidad regresase a mí y Lenya me explicase en que consistía. Para cuando me indicó cuales eran los términos y condiciones, bufé de decepción… Si bien reconocía que era una oportunidad única y era todo demasiado bueno para ser cierto, no me agradaba que mi novia fuese la sirvienta de un vecino. Omití los malos pensamientos y procuré no desmotivarla, callando para mí toda esa desconfianza y mala vibra. Animada porque no le pinchase el globo de la ilusión, me invitó a sentarnos en el sofá para saber mi opinión.
     Mi cansancio continuó presente, haciendo que mi mente se resintiese al exigir un baño y un merecido descanso en el sofá que se estaba retrasando demasiado. Aún así, el interés de Lenya y su sonrisa repleta de alegría fue suficiente para apartar esos malos pensamientos de mi cabeza.
— ¿Lo ves? Cobraría unos 1300 dólares al mes, y dependiendo de la cantidad de extras que haga, cosas a las que no estoy obligada, por cierto, puedo cobrar mensualmente hasta 100, 300 o hasta 600 dólares más al mes. ¡Casi te igualo!
— Es imposible que esto sea verdad.
— ¿Por el contrato?
— Esto no es un contrato, es un papel arrugado.
— Este es el borrador, fue muy claro desde el principio. Escribíamos un borrador y si los dos estamos de acuerdo, haríamos el definitivo en una notaría o por abogado. 
— ¿Eso dijo? -pregunté con incredulidad. ¿Cuáles eran las posibilidades de que sucediese algo así? Debía ser más sencillo que nos tocase la lotería.
— Sí, y no solo eso…

Comenzó a hablar, pero todo aquel lunes repleto de faena había mermado mi concentración hasta ser un reducto de mi verdadero ser. No fui consciente de estar ignorando a Lenya, sino que simplemente me centré en leer la hoja de derechos y la de obligaciones: Tres días semanales de fiesta, derecho de la trabajadora. Dos días vetables y modificables por parte del contratante. 
— No me lo creo -repetí, a lo que Lenya pareció inflarse de orgullo.
— Me lo pagará por banco, es decir, todo legal.
— No lo celebremos hasta que no esté el contrato final firmado -le recordé, miré la cuarta hoja y la quinta hoja donde se incluían ‘’los extras’’ entre los cuales se encontraba sacar a pasear al perro, bañarlo o hacer de comer y cenar al vecino. 
— ¿Seguro que no estás forzada a hacer estos extras?
— Mira el contrato, lo pone literalmente así: La trabajadora no está obligada a realizar ningún extra siempre y cuando… ¿Cómo era? -se interrumpió, tratando de recordar con semblante pensativo-. Ah, sí. Siempre y cuando el extra no sea requerido por causa mayor o por salud del contratante. En caso de ser indispensable para el bienestar del contratante, podrá requerirse de forma imperativa la realización de dicho extra. 
— Sí, creo que está bastante bien redactado… Para ser improvisado. ¿Tu número de la seguridad social? -pregunté.
— Tengo que añadirlo a la primera hoja.
— También necesitarás tu número de tarjeta sanitaria.
— Está añadido. 
— ¿Has comprobado que la cuenta bancaria sea correcta? 
— Sí, y me dijo que no me preocupase por eso que haría un primer pago con lo que me debe de hoy para asegurar que lo transfiere a la cuenta correcta.
— ¿El pago de hoy? -repetí, escéptica.
— Martha tenía prisa, así que me dejó la llave. Cuando Carlos llegó, el vecino -especificó Lenya incluso si no hacía falta-, me pidió las llaves y le ofrecí a ayudarle. Porque el camión de mudanza parecía demasiado para el solo. Y me dijo que me pagaría 10 dólares la hora trabajada, mínimo han sido 4 horas, ya que el resto fueron negociando el contrato. 
— ¿Es millonario o que pasa? -pregunté algo molesta con la situación, aunque no sabía porque me irritaba. ¿O sí lo sabía?
— Prejubilado, le indemnizaron con una buena suma debido a algo que no me ha querido explicar y además tiene una buena pensión.
— ¿Qué es eso de que no te ha querido explicar?
— Le he preguntado al menos cuatro veces en que trabajaba y no he conseguido tirarle de la lengua ni un poquito, aunque me ha prometido que no era nada ilegal. 
— Porque claro, si es un traficante de drogas retirado te lo confesará.
— Dijo que es un dinero limpio, y que no tiene ningún problema en declararlo a hacienda, si fuese un capo de la droga no creo que estuviese tan feliz de ingresármelo. ¿No crees? -preguntó finalmente con una sonrisa descarada.
— Existe el blanqueo de capital, sabelotodo -le reprendí sacándole la lengua, y ambas reímos antes de que le pidiese precaución-. Lenya… Me alegro por ti, quiero que seas feliz y puedas valerte por ti misma. Lo que no quiero es que se aprovechen de ti.
— Es un buen hombre, y a Martha también se lo pareció.
— Me da igual lo que diga Martha, tú eres muy ingenua. Eres tan ingenua -añadí-, que no desconfiarías de un pirómano sonriendo de forma macabra ante un charco de gasolina a sus pies con una cerilla en la mano. 


Capítulo 7 de Lenya: La notaria

El lunes habíamos escrito entre los dos el borrador original de lo que sería la base para el contrato final. Al día siguiente estaba dispuesta a ir a limpiarle la casa, incluso si el contrato no estaba listo todavía. Carlos se comprometió a tener un notario listo para el día siguiente, que sería miércoles, pero aquel día estaba tan cansado que no quería tener a nadie por la casa. Reconoció que le daba igual estar rodeado de desorden, prefiriendo estar solo y tranquilo en su nueva casa. 
   Tal como había prometido, el miércoles me hizo llamar a su casa para reunirnos a él, a mí y a una notaria de cabello negro y gafas de montura negra y cuadriculada que aguardaba sentada en una silla del salón en la mesa de pino negro circular. Fue un proceso largo que duró varias horas, sin que lograse ver ni una sola vez a la mujer poner los ojos en blanco ni una sola vez. Nos hizo muchas preguntas, debido a que no parecía estar segura de lo que queríamos decir con algunas cláusulas del contrato; al explicarle más concretamente que queríamos indicar con algunos de esos derechos y obligaciones, se sorprendía y reía para sí, aplicando frente a su ordenador portátil los cambios pertinentes. Al acabar, metió el documento en dos dispositivos USB y nos dio uno a cada uno.
— No es el contrato más extraño que haya redactado, pero tampoco es usual. Has tenido mucha suerte -me felicitó la notaria.
— Eso me pareció.
— No tengo nada más que hacer aquí, a no ser que me necesitéis para algún otro trámite -ambos intercambiamos una mirada y negamos con la cabeza-. En el USB que os he dado a ambos está el contrato provisional para que guardéis una copia, tardaré un par de días en tener listo el definitivo y enviaros los respectivos contratos con la lista de… extras -masculló sin alterar su serio semblante-. ¿Preferís que sea formato digital o los enviamos por correo en formato físico?
— Físico.
— Digital -contestamos al unísono. 
— Me lo apunto -contestó con una sonrisa amable sacando papel y boli-. Lenya digital, Carlos por correo. Tengo ambas direcciones pues figuran en el contrato. De todas formas, ya tenéis mi número y el de la notaría si necesitáis cualquier cosa.
— Muchas gracias, Sonia -la despidió Carlos con una palmadita en la espalda antes de cerrar la puerta. Se dirigió a mí con una sonrisa y me dijo con los brazos abiertos:-. ¡Anímate! Ya tienes trabajo. Mañana comienzas con tu salario base, lo de los extras ya veremos como lo hacemos.
— Vale… -contesté algo cortada, sin saber que decir.

Me despedí con él alzando la mano y con una sonrisa. Se me hizo rápido no buscar trabajo de manera diligente, y tras dar la buena nueva a Sara, reconozco que disfruté como nunca estar sin hacer nada en el sofá. En la aplicación del banco me llegó la notificación de un ingreso bancario de 40 dólares en la cuenta que le había indicado el lunes cuando le cedí mis datos para rellenar aquel borrador. Los 40 dólares más fáciles que había tenido en mi vida, aunque no estuviesen incluidos como salario base y a partir del día siguiente, jueves, cobrase por casi 3 dólares menos… Pero seguía siendo un muy buen sueldo teniendo en cuenta las condiciones… y los derechos que tendría como trabajadora. Eso sin contar los pluses… ¿Dónde estaba la trampa? ¿Tardaría mucho en darme de cara contra la pared por haber querido correr demasiado y ser más cauta como Sara?
      Por la noche, en cuanto llegó Sara, la convidé con el dinero que había ganado aquel día a cenar en un restaurante de hermosas vistas… Y fue la mejor comida que tuve en mucho tiempo con ella. En menos de doce horas estaría trabajando en casa de mi vecino, y eso me hacía sonreír. Una felicidad y una euforia que parecieron contagiar a mi enfurruñado amorcito. 

Capítulo 8 de Lenya: Un uniforme de trabajo y una visita inesperada

A las ocho de la mañana del jueves, a tres días de haber conocido a Carlos y haberle ofrecido mis dos manos para ayudarle con la mudanza, empezaba mi primer día como limpiadora en su casa. Llamarlo limpiar podría ser en realidad negligente, pues si deseaba ganar un dinero extra estaba en mi decisión realizar unos quehaceres adicionales que poco tenían que ver con la limpieza. 

Cuando desperté, sentí la ausencia de Sara en su lado de la cama y suspiré de pereza por tener que levantarme. Unas ocho horas antes, regresadas del restaurante al que la había invitado, nos habíamos dormido abrazadas sobre la cama con la esperanza de hacer más amena la espera hasta la hora cercana a comenzar mi primer trabajo. Estaba entusiasmada, más cuando, contra todo pronóstico, había conseguido un trabajo con una base económica muy buena y al lado de casa. Por muy ingenua que pudiese ser, sabía que el hombre bueno y considerado que podía aparentar ser nuestro vecino podía ser una irresistible tapadera para atraer a las insectos. Y si bien fuese así, solo debía romper el contrato y presentar mi dimisión, pero mi instinto me decía que no era así.

Al ser verano, hacía mucho calor. Me había quedado dormida con un pantaloncito corto y una blusa blanca sin sujetador debajo, por lo que completamente adormilada escapé de la gravedad de mi cama, hui hacia la cocina donde me serví un cargado café con leche junto a un par de magdalenas que fueron antídoto para la ponzoña somnolienta que me invadía y me sentí lista para asearme en el baño y arreglarme: Pantalones elásticos negros, un top blanco ceñido y cómodo para trabajar sin asarme de calor… Agarré el móvil y las llaves, tras escribir un mensaje de aviso para Sara, salí por la puerta de mi casa y cruzando la barandilla de separación entre ambos rellanos vecinos, accedí por la puerta principal a mi nuevo trabajo. A lo lejos escuché las patitas de Aggo impulsarse hacia mi posición, correteando hacia abajo las escaleras desde la segunda planta y abalanzándose sobre mí con una felicidad propia de los perros. Pese a su raza, no era un perro especialmente grande, y yo no era precisamente pequeña. Y si bien era así por poco me derribó, por suerte conseguí aguantar su embiste quedándonos ambos a dos patas el uno frente a otro, con las patas delanteras de Aggo apoyadas en mis brazos y su lengua lamiendo amistosamente mi rostro, haciéndome reír y musitando que también me alegraba de verle.

No tardé en darme cuenta que la silueta del nuevo dueño de la casa me observaba desde las escaleras. Estaba gordito y llevaba puesta una bata de cuadros amarillos con fondo granate, lo que me recordó a la navidad. Me estaba sonriendo, como si le gustase tener a alguien más en la casa a parte de su querido amigo de cuatro patas.
— Buenos días. ¿Cómo puede vestir bata en verano? -Fue lo primero que pregunté.
— Soy muy friolero -contestó sin dejar de sonreír con su actitud siempre amable-. Ven -dijo Carlos bajando los últimos escalones. Seguí al usuario de la bata granate hasta la cocina-. ¿Has desayunado?
— Sí -respondí más concentrado en el perro olfateándome el culo que en lo que me estaba preguntando.
— Pedí a Sonia que imprimiese una copia de los extras. Si te parece bien, lo dejaremos siempre en la cocina. Tengo pensado comprar imanes para que no esté rondando por ahí o se pierda.
— ¿Esto son todos los extras que hay? -quise saber leyendo de cabo a rabo la lista con once precios. 
— ¿Te parecen pocos? -preguntó con una sonrisa divertida-. Siempre podemos poner más: ``Jugar con Carlos a una partida de cartas, 3$´´ -puso como ejemplo.
— Veo que ya has puesto la mayoría de precios según te ha parecido.
— ¿Hay alguno que te parezca mal? -preguntó sin alterarse, era una pregunta que se interesaba por su opinión.
— No veo nada que me desagrade, solo me parece interesante que por lavar la ropa me des 6 dólares mientras que por prepararte el desayuno o la comida me des 2 dólares. Eso significa que prefieres hacerte el desayuno antes que lavar la ropa.
— Es cierto, nunca me ha gustado. Pero recuerda que no tienes la obligación de hacer ninguna de estas cosas, si no lo haces tú lo haré yo.
— Si hiciese cada extra una vez por semana -me interesé por saber-. ¿Cuánto me llevaría?
— Creo recordar -repuso pensativo- que por todos los extras actuales eran alrededor de 40 dólares. Eso, claro, si solo hicieses una vez a la semana. Me puedes hacer 5 desayunos, 5 comidas y 5 cenas. Si multiplicásemos esa lista por cinco, es decir, 40 dólares por 5, quedaría en unos 200 dólares. 
— A la semana -añadí sin quitarle los ojos de encima a ese papel. 
— A la semana -concedió él.
— 200 dólares por cuatro semanas son 800… ¿No le dolerá pagar tanto?
— Por eso mismo lo hicimos. ¿No? Es bueno para ambos: Tienes la libertad de poder hacer más o menos de una semana para otra, y yo puedo animarte a que me quites algunas de esas cosas de encima. 
— Pero… ¿Podrá pagarme cada mes alrededor de 2.000 dólares? Eso sin contar las pagas extra. También debemos recordar que tengo derecho a tres días de mi elección para descansar.
— ¿Qué intentas decir, Lenya? -me lo dijo en un tono que inicialmente me asustó.
— No sé cuanto dinero gana, pero 2.000 dólares al mes.
— Es cierto que es bastante caro, pero ya te dije que recibí una buena indemnización el día de mi jubilación.
— Por mí mejor, pero… ¿No tiene mejor manera de gastar ese dinero que dárselo a tu vecina?

Se hizo el silencio por unos segundos, la mirada de Carlos rodeada de su barba y su pelo descuidado mantuvieron sus rasgos amables y generosos. Se sentó en la mesa rectangular que había pegada a la pared de la cocina, entre el muro y los fogones, la nevera y el fregadero. Aggo no dejaba de acecharme, intentando llamando la atención lamiendo mi codo con su lengua y poniendo la pata sobre mi pierna.
— Siéntate, Lenya. Por favor -me solicitó en tono cortés, señalándome a la única silla restante que había al otro lado de la mesa-. Mira… Sé que es difícil de comprender. A veces estoy algo deprimido, la soledad no es buena en absoluto. Muchas personas creen que pueden vivir estando solas, solo porque se rodean de entretenimientos y hobbies que los llenan… Pero cuando llega tu cumpleaños y no tienes a nadie para compartir una tarta. O cuando no tienes a nadie para compartir las cosas que te gustan… Es muy triste.
— ¿No tiene familia ni amigos?
— Tengo familia, pero son una panda de malnacidos que solo se han interesado en mí por el dinero, tanto antes como después de mi jubilación. No quiero saber nada de ellos y los he apartado de mi testamento. Entonces, Lenya… ¿Qué me queda? -Era una pregunta retórica-. Tengo amigos, sí… Pero no convivo con ellos y por muy bien que me lo pase con ellos dos. Sí, solo tengo dos amigos, sigo estando solo.

El perro estaba cada vez más pesado, hasta el punto de provocarme escalofríos al lamerme la piel más de la cuenta o intentar subirse encima de mí desde el suelo.
— Pero… -comencé a decir con la intención de animarle, intentando apartar a Aggo y no restarle importancia a un tema tan importante. Carlos alzó la mano y me cortó.
— Supongamos que tengo en mi cuenta bancaria un millón de dólares… No tengo herederos y quiero que continúe siendo así. ¿A quien se lo dejo? A mis amigos. Los aprecio mucho, pero no tanto. ¿Qué hago con ese dinero?
— ¿Viajar? -propuse.
— No me gusta, y lo haría solo. 
— ¿Comprar cómics? Esos que tanto le gustan.
— Ya lo hago, y me sigue sobrando mucho dinero.
— Ir a restaurantes caros, de hotel…
— Te lo repito, Lenya -pese a la dureza de su voz, seguía siendo amable-, haría todas esas cosas estando solo. Entonces te veo entrar en esta casa en tu primer día de trabajo, jugando con Aggo… El silencio de mi casa se convierte en el ruido que haces al moverte. No, Lenya. No me duele pagarte lo que te voy a pagar. Y si te lo pago, es porque te lo habrás ganado. Es irónico… Las personas pagan dinero por irse con fulanas, y por otro lado prefiero pagarlo porque mi casa no se sienta solo.
— Así que no me paga solo para que limpie o le vaya a comprar, también para que le haga compañía -la sonrisa triste en el rostro de Carlos y ensanchó ligeramente. Asintió.
— Si este trabajo te sirve para ahorrar y poder brindarte una buena vida, estaré feliz -murmuró-, siempre y cuando le des un poco de compañía a este anciano.
— Anciano… -bufé-. ¿Cuánto tienes como máximo? ¿57 años? 
— Has dado en el clavo. ¡Que precisión! -bromeó.
— Tiene toda la vida por delante.
— ¿Puedes dejar de tratarme de usted, Lenya?
— Lo siento, no puedo evitarlo -me reí-. ¿Le hago entonces el desayuno? -pregunté, tomando la iniciativa. 
— Por favor -contestó señalando con la palma de la mano abierta hacia los enseres de la cocina.
— ¿Qué le apetece?
— No soy alérgicos absolutamente a nada, puedo comer todo… Aunque…

Al abrir la nevera, estuve segura de lo que quería decir antes de que terminase de decirlo. La nevera, así como la despensa, estaba totalmente vacía a excepción de alguna lata de cerveza y el último de los huevos apartado en un rincón del frigorífico.
— ¿Ha ido a comprar?
— Lo justo y necesario -contestó divertido, mientras sus dedos pellizcaban su labio apenas visible por la barba. 
— ¿Voy a comprar primero?
— Ir a comprar y hacerme el desayuno… Solo con eso ya son 10 dólares. Sí, por favor. Vayamos a comprar -dijo levantándose y marchando de la cocina, lo primero que hizo fue encerrar al pesado y suplicante perro en el patio trasero que unía nuestras dos casas, y luego, marchó a alistarse. 

A los veinte minutos ya estaba medianamente arreglado y listo para acompañarme al supermercado más próximo. Por el camino le transmití mi inseguridad sobre como debía proceder en aquella casa. El trayecto para realizar el mercado junto a mi jefe se hizo bastante ameno cuando me animó diciéndome que no sería ni exigente ni controlador, por supuesto Carlos quería que las cosas estuviesen hechas y las hiciese bien, sin que le importara mi manera de organizarme ni que dejaba para el principio o para el final. A pesar de sus respuestas, no me que terminaba de quedar tranquila pues habría preferido respuestas que me indicasen las prioridades que tenía para poder entender mejor como debía hacer mi trabajo.
— ¿Quieres prioridades? Ya te las he marcado, Lenya. En el listado de extras hay cosas que valen más y cosas que valen menos… Ahí tienes mis preferencias si tanto te importante. Por ejemplo, te pago 8 dólares porque me acompañes a comprar.
— ¿Qué quería decir eso de comprar artículos… ¿Exclusivos?
— Si necesito algo que no se pueda comprar en un supermercado, como por ejemplo, un medicamento a una farmacia… Bueno, te pagaré 15$ por ese trayecto -explicó justo cuando llegábamos al supermercado, el cual estaba a una distancia de siete minutos de nuestras casas.
— Podrías pagarme 15$ por mandarme a comprar un carro para este tipo de compras, o sino iré muy cargada.
— Seguramente te acompañaré cada vez que tengamos que ir a comprar, aunque es muy buena idea -dijo justo cuando atravesábamos la puerta. 

Aquel supermercado en concreto no tenía mucho más que zona de congelados, bollería, panadería, droguería y productos de primera necesidad, por lo tanto, no pudimos comprar un carro de compra por mucho que lo necesitásemos. Compramos el equivalente a seis bolsas de mercado tan pesadas que hacían daño en nuestras manos, y eso que Carlos insistió en llevar cuatro dejándome tan solo dos a mí. 
   Cuando llegamos a la casa, lo primero que hizo fue añadir una diminuta línea vertical al extra de ‘’hacer la compra’’, luego nos pusimos a organizar la compra entre la despensa, la nevera y  el frutero. Me sorprendió porque parecía disfrutar mucho de la comida y no tenía mucho problema en cocinar, incluso si me quedó claro que era bastante perezoso. 
   El perro aullaba desde el patio trasero desde que nos había sentido llegar, y cuando le pregunté si abría la puerta, Carlos negó con la cabeza.
— ¿Vas a prepararme el desayuno? -asentí en respuesta-. Ya me encargo de Aggo. Y no te olvides de marcar la rayita de hacer el desayuno. Aggo es muy dramático y no suele comportarse así, ya vuelvo. 

En cuanto Carlos salió al jardín, los ladridos y aullidos del perro se convirtieron en modestos reproches y lloros para que lo dejase pasar. Lo vi desde la ventana de la cocina que daba al patio trasero, Aggo señalaba a la puerta indicándole que le dejase entrar y Carlos insistió en jugar con él en el jardín. 
   Ante la perseverancia por dejarme a mí la elección de su desayuno, y tras haberme dejado bien claro que le gustaba absolutamente todo, opté por prepararle un desayuno lo más sano posible con huevos hervidos y tostadas huntadas en aguacate. A excepción de Sara no tenía ninguna experiencia preparando la comida a nadie, por lo que no tenía la convicción de que fuese de su agrado. 
   Cuando asomé la cabeza por la puerta trasera que daba al jardín para indicarle que el desayuno estaba en la mesa, el perro feliz que jugaba apaciblemente con su dueño pareció acordarse de que estaba en la casa y se puso a ladrar como loco intentando llamar mi atención, indicándome que estaba ahí y saliese a jugar con él.
— Que obsesión tiene contigo -gruñó Carlos, poniéndose en pie lo cual, por cierto, lo hizo sin agilidad pero al mismo tiempo sin dificultad alguna-. Algo vamos a tener que hacer con el chucho, porque a este paso o no te va a dejar trabajar tranquila o los vecinos van a pedir que lo sacrifiquemos.
— ¡Ala! No sea tan pesimista, Carlos. Es un perro…
— Un perro muy ruidoso -me corrigió, avanzando hacia la puerta seguido de Aggo, que solo se había callado para pasar desapercibido junto a su amo pero este no se olvidó de dejarle fuera y cerrarle la puerta en las narices-. Cuando aprendas a estar en silencio, te dejaremos estar dentro. ¡Hasta entonces no!

Por supuesto, Aggo no debió entender lo que se le decía. Aún así por mucho que me gustasen las mascotas ni se me ocurrió insistir sobre dejarlo entrar, por mucha pena que me diese. Al final, Carlos saboreó el desayuno entre suspiros de satisfacción y sollozos de felicidad, felicitándome por la elección culinaria. Al terminar de desayunar, se apresuró a comprobar si había puesto la merecida rayita en el listado de tareas y al ver que no había sido así, lo hizo el mismo.
— Fregaré los platos ahora.
— No, no es necesario… Ya fregó yo los platos. Si te parece bien ve a limpiar el baño o el salón.
— ¿Alguna habitación más en especial?
— Por hoy no entres en la sala de los comics.
— ¿El despacho? -pregunté para asegurarme, aunque le había entendido.
— Si, ya la organizaremos mañana viernes. 
— Así lo haré -contesté antes de ponerme en marcha. 

Subí a la segunda planta, considerando que era más importante empezar por el baño. El olor que me encontré era prácticamente a… baño nuevo. El espejo estaba polvoriento, así como sucio seguramente desde los usos de sus antiguos dueños. Los cajones acumulaban también polvo y abandono, así como la encimera de mármol gris con manchas negras y la cerámica del lavamanos. Había un bidet y un váter, el cual estaba sucio con gotas de orina, algo que inicialmente me dio un poco de asco pero no tardé en mentalizarme que ese era mi nuevo trabajo. Tras haberle echado una ojeada al baño y decidir que iba a necesitar, bajé al salón donde aún permanecían algunas de las bolsas restantes de la compra y agarré los frascos con líquidos de limpieza, así como lejía y aguarrás. En el supermercado también había tenido la previsión de adquirir guantes de látex por lo que tras preparar la escoba, el recogedor y el cubo con la fregona, subí cargada como una mula hasta el segundo piso donde le di una limpieza exhaustiva al lavabo lo más rápido posible. Al terminar, el baño olía a nuevo y a limpio. 
   Bajé a la planta baja donde Carlos se encontraba recogiendo algunas de las cajas que habían quedado de la mudanza, al parecer, los dos días anteriores no solo no había limpiado sino directamente no había hecho absolutamente nada. No le dije parase, pues después de todo era su casa y si me ayudaba con ella, mucho antes acabaría. Entre los dos retiramos todo lo que estaba por el medio y mientras el dueño de la casa terminaba de repartir las dos cajas que quedaban y las llevaba a otros lugares de la casa, le di un buen repaso al salón. Me faltaba un aspirador para pasar sobre la alfombra de gran grosor cuyo tacto debía agradecerse mucho en invierno, pero no en verano. Debía estar llena de polvo y porquería, por lo que pedí ayuda a Carlos y entre los dos la recogimos y la sacamos al patio trasero, donde Aggo saltó a mi alrededor contento mientras le dábamos unos azotes que esparció por el aire polvo y ácaros antes de dejarla sobre el césped y lado de las hamacas blancas donde solíamos estirarnos Sara y yo. 
   De vuelta al salón, le limpie la pantalla a la polvorienta televisión, la cual parecía salida de una película de antigüedades. Era muy grande, ocupando un gran espacio en el mueble. Era una de esas pantallas antiguas durante una época donde las pantallas planas ni siquiera se habían inventado. 
   Para cuando terminé tras haber barrido y fregado el salón, me llevé un susto cuando, olvidándome que Aggo estaba fuera me embistió levantándose sobre sus dos patas traseras haciéndome caer con el cubo de agua que no derribé por suerte. El perro se colocó entre mis dos piernas y fue entonces cuando aprecié la erección, la cual tenía un tamaño considerable. Me lamió la cara apoyando sus dos patas delanteras sobre mis senos, aplastándolos sin dolor sobre mi top. La dureza que lucía entre sus patas empezó a frotarse contra mi entrepierna, pude notar su urgencia de hembra mientras respiraba alterado y me lamía más y más hasta que Carlos lo agarró del collar justo cuando Aggo se corría sobre mi pantalón elástico, entre mis piernas.
— Lo siento Lenya… ¿Estás bien? -preguntó preocupado. No pude evitar reír.
— Que… Que fogoso -musité, alterada por dentro e impactada por fuera. Aún así, no dejé de reír.

El perro parecía que, pese a todo, seguía queriendo más. Y aunque Carlos no le hacía daño, parecía incómodo siendo agarrado del collar, resistiéndose a dejar de mirarme, suplicante. 
— Vamos a tener que comprarte un uniforme… -propuso mirándome de arriba abajo, aunque su chequeo visual pareció responder a la búsqueda de algún mordisco, arañazo o moretón. Por suerte, solo tenía babas en la cara y sobre las tetas y una sustancia caliente y blanquecina justo sobre mi vagina, la cual empezaría a endurecerse pronto-. Ve al baño y… Bueno, lávate un poco.
— Buena idea eso del uniforme.
— ¿Cuáles son tus medidas? 
— Soy talla L de cintura para arriba y 38 de pantalón.
— Debería comprarte también calzado…
— Talla 35.
— L, 38 y 35… Me lo apunto y lo tendré lo más pronto posible. Voy a… dejar fuera a Aggo. Y de nuevo, lo siento. Buscaremos una solución para este chucho maleducado -dijo guiando al perro hasta la parcela de atrás pese a la resistencia que oponía el perro. 

Accedí al baño de la primera planta, ese que todavía no había lavado y el cual no tenía ducha, solo un retrete y una pica para lavarme las manos. Ahí remojé mi entrepierna con la sustancia blanca ya casi seca e invisible, así como mi cara y mi escote… Entonces sonó el timbre, cuando me apresuré a ir a ver quien era Carlos ya les había abierto la puerta a los dos amigos de los que me había hablado antes.
— Lenya, por favor, ven -le escuchó llamarla a pesar de que, desde la puerta del baño de la primera planta, tenía visión directa de ellos en la entrada. Me acerqué con la timidez de la que no sabe que esperarse ni que tipo de personas va a encontrarse.

A medida que me acercaba aprecié las cualidades y las diferencias de los tres hombres que dejaban claro que pese a ser amigos, no guardaban ninguna similitud. Frente a Carlos, había dos hombres que no se parecían en nada el uno del otro: Uno alto y delgado, el otro gordito como Carlos, con la cabeza inclinada hacia delante en una posición jorobada como si siempre andase cabizbajo. El alto y delgado iba vestido elegantemente, parecía sacado de una película de los años veinte con un esmoquin color beige, combinada la camisa blanca con un chaleco beige y a un sombrero fedora tan habitual en los años de la ley seca. Era rubio, de largo recogido en una trenza que no le alcanzaba la espalda. Su cabello dorado, así como su bigote, estaban espléndidamente peinados, sin que su pelo pareciese conocer lo que significaba la palabra desorden. Al contrario que el otro, más bajo y gordo, el bien vestido con sombrero se lo quitó para llevárselo al pecho, realizando una ligera reverencia hacia mí.
— Carlos, que descortés. Podría haberme avisado de que contaríamos con la presencia de toda una dama -masculló ligeramente angustiado. Su voz era grave, correcta y con un deje que podría haber sido catalogado como femenino. 
— Se me olvidó contártelo, Jack.
— ¿Tendría la amabilidad de presentarnos? -preguntó sin dejar de mirar y sin alterar su reverencia hacia mí. 

Sentí como se me acaloraban las mejillas, pues nunca nadie, al menos en serio, me había dedicado una reverencia. 
— Ummm -sopesó Carlos rascándose la barba reprimiendo una sonrisa-. Lenya, mi amigo bien vestido se llama Jack, un caballero de los que ya no quedan. Jack, Lenya -Cuando Carlos finalizó la presentación, Jack avanzó dos pasos manteniendo el sombrero apoyado contra su pecho y, con la única mano que le quedaba desocupada, agarró delicadamente mi mano y posicionándose con los tobillos juntos e inclinándose hacia mis nudillos los rozó con sus labios simulando que me los besaba. Me hizo a reír divertida, halagada.
— Que… Que galán -musité, siendo muy consciente de que llevaba un pantalón elástico sucio y una blusa blanca plagada de mi sudor y las babas del perro. 
— Me honráis. Espero no os inquiete mis formas -musitó retrocediendo un paso y colocándose el sombrero de nuevo-. Soy un aficionado al protocolo y a las costumbres de etiqueta.
— Sois el primero al que veo actuar de esta manera, pero no vea porque debería inquietarme. 

Con una leve mueca, recibió mi comentario que acompañó con un leve asentimiento. Cuando Carlos decidió que habíamos hablado lo suficiente, ladeó su cuerpo hacia su otro amigo y procedió a presentar al hombre bajo, gordito y de mirada nerviosa. Parecía tenerme miedo, o eso pareció.
— Y mi segundo amigo, Aniel. Es bastante callado al principio, y es extremadamente tímido. No le tengas en cuenta que no te mire a los ojos. Aniel, esta es Lenya.
— Hola, Aniel. Encantada de conocerte -me presenté al ver que se demoraba ligeramente en saludarme.
— Igualmente -contestó sin apartar la vista de sus pies. 
— Bueno, ahora que nos conocemos los cuatro… ¿A qué habéis venido? -preguntó Carlos.
— Mi apreciado amigo, llevamos dos semanas sin saber de usted como dios manda y, para lo único que nos contactó fue para darnos su nueva dirección -le reprochó Jack con un leve deje de aflicción en su voz-. Que lastima tener que acercarnos a verle por sorpresa, incluso si ahora vive mucho más cerca que antes.
— Sé que he estado bastante desaparecido por un tiempo, después de mi jubilación perdí las ganas de hablar con nadie. Necesitaba estar solo, supongo. ¿Os sentáis y tomamos algo? -preguntó a lo que ambos amigos asintieron al mismo tiempo.
— Cuénteme -le pidió Jack tras dejar su sombrero y su chaleco de color beige colgados de los percheros en el pasillo de recepción-. ¿En que dedica su tiempo ahora, maese Carlos?
— ¿En las últimas semanas? Pensar mucho que iba a hacer. Oh, se me olvidaba. No quiero hablar sobre mi anterior oficio ni en que consistía.

Sentí como lanzaba una disimulada mirada hacia a mí que sus dos amigos parecieron pillar al vuelo. 
— Lenya -dijo de repente-, ya puedes irte a casa.
— ¿No quieren que les sirva nada para beber?
— Lenya, por favor, no eres mi sirvienta -replicó entre risas a las que se unió Jack. Aniel, por su parte, no dejó de mirarme de reojo, procurando no establecer contacto visual. 
— Claro que no, pero mi trabajo si consiste en asistirle. ¿Podríamos considerarlo un extra? -propuse.
— Buena idea. Sí, así lo haremos. Más tarde recuérdame acordemos los detalles. ¿Qué queréis tomar? ¿Jack? ¿Aniel?
— Burbon -asintió Jack dedicándome una sonrisita permisiva.
— Tengo Jack Daniels, por suerte hoy he comprado varias botellas por si aparecíais.
— Que bueno nos tenga en cuenta, maese Carlos.
— Siempre os he tenido en cuenta. No seas melodramático. ¿Aniel?
— Vodka con lima -se apresuró a decir, como si el silencio fuese esencial.
— Me acabo de mudar, Aniel -replicó con frialdad-. Ron es lo más parecido que tengo. 
— Entonces no me preguntes y ofréceme lo que tengas, por el amor de dios.
— Lenya. ¿Puedes servir a nuestros invitados dos copas? Trae las botellas enteras, haz el favor. 
— Ahora mismo -contesté con la tentación de dedicarle a Jack una ligera reverencia. Al final no la hice.

Los ladridos del perro provenían del jardín, el muy pesado. En la cocina reuní todo lo necesario y por pura casualidad encontré una bandeja en la que pude llevarlo todo. Consideré adecuado abrir una bolsa de patatas fritas junto a unas olivas y colocar dos porciones generosas en dos platos diferentes así como tres copas junto a las dos botellas que habíamos acordado.
— … Sonia, la notaria, me ha hecho el favor de comprobar y legalizar el contrato.
— Magnífico -escuché decir a Jack.
— ¿Y vive al lado? -oí preguntar a la tercera voz, que debía pertenecer a Aniel. Era nerviosa y paranoica.
— Sí, es mi vecina. Casualidades de la vida. ¡Oh! ¿Lo veis? Por eso me encanta -bramó Carlos con energía. Parecía estar muy contento con la visita de sus dos amigos-. Tiene iniciativa, es rápida y muy competente -explicó señalando los dos platos de aperitivos que había preparado. 
— Muy buen acompañamiento para nuestras bebidas, magnífica elección, querida -musitó Jack contento. Aniel no dijo nada.

Con cuidado de no derribar nada, apoyé la bandeja sobre la enorme mesa circular de madera de pino negro y distribuí equitativamente los tres vasos así como las patatas y las olivas en una posición céntrica, sin embargo, Carlos apartó el vaso con un movimiento de brazo suave.
— Muchas gracias, Lenya. Pero no bebo alcohol -no era un reproche-. ¿Serías tan amable de traerme un vaso de Coca-Cola?
— Ahora mismo.
— Y, si te apetece, trae algo para ti y siéntate un rato. No es ninguna obligación, por supuesto, si prefieres ponerte a hacer otras cosas o irte a casa, no hay ningún tipo de problema. 
— Me pondré a hacer otras cosas -contesté con una sonrisita-. Hay mucho por hacer -Carlos recibió mi decisión con un breve asentimiento y una ligera sonrisa. Me pareció que le había decepcionado la respuesta, como si hubiese preferido que me uniese pero la verdad es que me incomodaba estar frente a dos desconocidos. 
— Si me disculpáis.

Jack se puso en pie y me dedicó una seriosa reverencia de no más de cuatro centímetros de inclinación. Sutil y caballeresca que pretendía despedirme sin mediar palabra. Dejándolos atrás y escuchando como reanudaban otras conversaciones, les di intimidad limpiando el baño de la planta baja. Después, hice lo mismo con lavandería, la cual estaba ubicada entre el baño de la planta baja y la cocina. En ella había mucho polvo y teladearañas, por lo que estuve segura necesitaría mucho más tiempo para limpiar aquella parte de la casa.
   Escuchando a lo lejos las voces de los tres amigos, cometí el error de salir al jardín donde el perro se me volvió a abalanzar, muy juguetón. Ya estaba erecto, y con muchas ganas, se frotó contra mi panochita a través del pantalón.
— Aggo… No. Perro malo. ¡Suelta! ¡Suelta! Oh, Aggo… -suspiré incapaz de apartarlo por su peso y su fuerza. Incluso si no hubo penetración y las dos telas de mi ropa interior y el pantalón me protegieron del roce lujurioso del animal, pude sentir la ansia por acabar en mí-. Aggo… ¡Aggo! No irás… -murmuré sorprendida al sentir como aceleraba con frenesí y tras un par de lametones y embestidas, eyaculó por segunda vez entre mis piernas haciéndome sentir rara.
— Guau, Guau… -me ladró amistosamente con la lengua fuera, como si me estuviese diciendo ‘’Ha estado bueno usarte como juguete sexual´´, entonces se apartó y marchó sobre sus cuatro patas a un paso lento y complacido. 

El semen entre mis piernas debió darme mucho asco. El mero hecho de que un perro hiciese eso frotándose contra mí debería estar mal, muy mal… Pero me sentí sucia y caliente, incluso si algo de asco si me daba. 

Marché al baño, me lavé como pude y reconocí que tal vez si sería una buena idea tener un uniforme para ese lugar aunque no me gustaría que se repitiese lo del perro. No es que me excitase que Aggo me hubiese intentado coger, pero en medio de todo mi caos mental había varias razones por lo que lo que había sucedido podía excitarme, así que traté de no pensar en ello, me despedí de Carlos y sus dos amigos recibiendo una reverencia de Jack con un nuevo roce de sus labios en mis nudillos, así como un breve y seco adiós por parte de Aniel… Y me marché a casa por la puerta delantera con mis llaves y el móvil en el bolsillo trasero.

Capítulo 9 de Sara: Sudor

Para cuando el reloj de mi Apple Watch marcó las cuatro de la tarde, ya había perdido la cuenta del número de veces que había desbloqueado el móvil en lo que llevaba de día esperando con notable impaciencia que Lenya me informase como le estaba yendo en su primer día de trabajo. Lo normal, en su día a día, hubiese sido que me hubiese escrito tan pronto como hubiese podido. Cada día, mientras yo trabajaba, tardaba a lo sumo una o dos horas en contestar mis mensajes mientras que aquel jueves, el último mensaje de mi novia era a las 9 de la mañana, justo cuando me indicaba que entraba a trabajar.

Había muchos motivos por los que la demora de Lenya me irritaba tanto: Ambas a lo largo de nuestras vidas habíamos tenido malas experiencias con hombres, tanto sexualmente como en el ámbito sentimental. Era la simpleza y el crueldad masculina lo que nos había hecho renegar de los hombres y refugiarnos en una relación lésbica. Eso no significaba que no tuviésemos una clara preferencia por las mujeres, ambas preferíamos el sexo femenino muy por encima al de una pija dura que solo sabía penetrar y acabar lo más rápido posible sin interesarse por el placer ajeno.   
   Ambas sabíamos que muchos hombres no eran así. Sabíamos que había amantes y parejas masculinas ideales, pero esa no era nuestra experiencia: Un largo historial de acosadores, abusones y lamentables intentos de hombres nos habían hecho perder el interés en los varones. 
   Por ello, en nuestro oasis femenino en el que no cabía desconfianza hacia otros hombres porque simplemente se encontraban fuera de nuestra burbuja. Y eso era lo que tanto me irritaba: Un hombre, de unos cincuenta y cinco años según me había informado Lenya, iba a tenerla a su disposición para que le limpiase la casa. No conocía a ese tal Carlos en absoluto, y muy poco me importaba la impresión que les había dado de puertas para afuera tanto a Martha como a Lenya si todo podía ser una tapadera. Eso era lo que quería saber: ¿Cómo era de puertas para adentro? ¿Se comportaría igual de bueno y de afable cuando no hubiese nadie mirando? Eso era lo que quería saber. Quería que Lenya me escribiese y me dijese que no la había mirado ni una sola vez. Que no le había pedido nada indebido y que me asegurase que estaba segura que no tenía segundas intenciones con ella. Después de todo, por muy ingenua que fuese no creía que pudiese ignorar ciertas cosas. 

El punto álgido de mi impaciencia había alcanzado su límite a las cuatro de la tarde. Aprovechando los privilegios de ser una empleada de alto valor para la empresa que ejercía como ingeniera, le confié a una de mis jefas que me encontraba mal y necesitaba irme a descansar. No era habitual que abandonase mi puesto de trabajo, pese a que tampoco era un suceso aislado. Mis jefas sabían que rendía mucho mejor si me tomaba ciertos descansos, siempre y cuando cumpliese con la fecha de entrega de los proyectos.

Agarré el coche del aparcamiento privado de mi empresa y conduje durante cuarenta minutos hasta casa, molesta porque justo aquel día tuviese que producirse caravana en el trayecto de vuelta al hogar. Casi fue un milagro encontrar un aparcamiento justo frente a nuestro bloque, dando la casualidad de que justo cuando retiraba las llaves del contacto y dejaba puesto el freno de mano, alcancé a ver a Lenya salir de la casa del vecino y la seguí con la mirada mientras la veía cruzar de puerta a puerta bordeando la barandilla que separaba ambos portales. Leggins negros, blusa blanca que no le disimulaba nada su bonito busto y desde aquella distancia casi pude divisar el sudor en su frente. Lo último tal vez fue más lo que creí ver que lo que aprecié en realidad, pero seguía estando segura de como la había visto pasar.
   Abrió la puerta de nuestra casa con su llave y accedió al interior sin percatarse de que había aparcado justo en frente. Bajé del coche directa y tras subir las escaleras crucé la misma puerta para entrar en nuestro hogar, encontrándome a Lenya sentada en el sofá sorprendida de encontrarme allí a aquella hora.

La estudié de arriba abajo unos instantes: Definitivamente estaba sudada, pues diminutas perlas de transpiración se acumulaban en su frente y en su escote. La camisa estaba sucia, me pareció percibir huellas de perro en ella y una extraña mancha blanquecina entre sus piernas. Reconozco haberme puesto en lo peor antes de que ella preguntase con entonación inocente.
— ¿Qué haces aquí? Apenas son las cinco -murmuró con voz cansada haciendo el esfuerzo de mirar la hora en su móvil.
— ¿Por qué no me has escrito desde las nueve? -le reprendí en contestación.
— No he parado en toda la mañana. ¿Por qué estás tan nerviosa?
— Ya te dije que quería que me tuvieras informada -dije moviéndome al fin, me acerqué y obligué a sentarme en el sofá a su lado.
— Se me olvidó que tenía móvil, pero no ha pasado nada.
— ¿Y eso que hay entre tus piernas? -La fulminé con una mirada sagaz.
— Ha sido el perro… Me ha convertido en su juguete sexual.

Esa respuesta fue como si masticase arena, con su respectivo estremecimiento entre los dientes y mi pecho. ¿Qué me importaba a mí el perro?
— ¿Y el hombre? ¿Cómo te ha tratado? -exigí saber.
— No ha pasado nada indecente con él -suspiró-. Te lo contaré todo, tranquila -No le apetecía hablar, estaba cansada.
— ¿Seguro que no te ha mirado con segundas intenciones? ¿No te ha pedido nada raro?
— De hecho, no. Llegué a su casa, fuimos a comprar juntos, le hice el desayuno, se lo comió… Ahora no recuerdo si fregué los platos o lo hizo él, no estoy segura… -replicó con evidente cansancio acumulado-. Le limpie y desinfecté los dos baños así como le limpie un poco por encima el salón. La mayor parte del tiempo me dejó sola, y cuando estuvo delante fue muy agradable conmigo -Al oír aquello último no pude evitar gruñir. 
— No sé, no sé…
— Creo que diga lo que diga y haga lo que haga Carlos, vas a seguir desconfiando de él. 
— Es un hombre, Lenya. Y tú eres un delicioso bombón al alcance de su mano.
— No se lo permitiría.
— ¿Seguro? -inquirí sin creérmelo.
— ¿Lo dices por lo de la venganza?
— Sí así fuese -le reproché-, me gustaría que no fuese con un hombre. 
— Muy exigente eres tú -me reprendió, no lo hizo molesta, sino más bien en tono juguetón-. Primero me eres infiel, luego quieres compensármelo dejando que me vaya con otra…
— Por una sola vez -añadí. Era importante.
— … y luego pones las condiciones. Muy lista, así yo también puedo ser infiel. Pero no, mi amor, Carlos no tiene ningún interés en mí. Sé que soy un blanco fácil y por eso mismo voy con mil ojos.

Volví a gruñir, sin poder evitar divisar de reojo la sustancia blanquecina ya seca entre sus muslos. 
— ¿Y lo del perro?
— Ya te lo dije… Tiene una obsesión por mí que no es normal. Pero no es una persona. ¿No? No cuenta como infidelidad -preguntó en tono coqueta.

Abrí ligeramente los ojos viéndola bien. No, no estaba solo sudada… Estaba ruborizada. Percibí dos pequeños bultos que me habían pasado desapercibidos bajo la blusa de Lenya. Me miraba con esos ojos que solía exhibir cuando estaba cachonda. Su cuerpo la delataba, y al mirarme, sus rodillas se separaron aún más la una de la otra muy sutilmente, lo suficiente como para me percatase de ello.
— ¿Con un perro? -pregunté sintiendo algo raro en el pecho y en el vientre-. Que asco, Lenya.
— Dos veces me ha montado ese animal… No ha parado de ladrar en toda la mañana. ¿Si elijo al perro estaría mal? Puede que mañana me encierre con él en alguna habitación, me quite los pantalones y…

Le tapé la boca para que no continuase. Me daba asco lo que estaba diciendo, incluso si sabía que me estaba jodiendo con una broma tan evidente. Se estaba poniendo tan colorada por segundos que me hacía dudar de si realmente se estaba mofando de mí.
   Con la palma de mi mano obstruyendo su boca, sus labios la besaron y sentí su lengua pringosa lamerme con un movimiento travieso. Sentí su piel ardiendo, y sin decir una sola palabra más se levantó y se dirigió hacia las escaleras.
— ¿Qué haces?
— Voy a ducharme… Estoy muy caliente -me provocó sin mirarme, desvistiéndose en mitad de la sala: Se deshizo primero de la blusa, luego del sujetador. Y cuando puso el pie derecho en el primer escalón, usó ambos pulgares para deshacerse muy lentamente de sus pantalones junto a su ropa interior. Un precioso culo medianamente oculto tras su larga melena dorada me animó a seguirla hacia las escaleras. Apenas había superado en su ascenso la mitad de los escalones cuando la alcancé y la abracé desde un escalón más bajo— Estoy muy caliente -repitió, dejándose abrazar-. Debería ducharme… Estoy muy pringosa, y olorosa -susurró excitada entre mis brazos.

Olfateé su espalda con mi nariz un escalón por debajo de ella. Lenya ascendió un paso más separando nuestros cuerpos dos escalones, al subir un tercer escalón más, ``se tropezó´ cayendo sobre sus dos brazos delanteros, con ambas piernas separadas consintiéndome con un trasero que con dos prominentes cachetes escondía sin separare lo que más deseaba en aquel momento. En otro momento, habría alargado el tiempo con caricias y besos pero no era lo que quería en aquel momento. Con ambas manos separé las dos montañas perfectas de carne y paseé la punta de mi nariz entre sus labios vaginales, los olí provocando que el cuerpo de mi amada se estremeciese.
— Estoy sucia, y sudada, y no me he duchado… -me recordó en voz alta. Era un comentario hipócrita, porque se moría porque lo hiciese.

Lenya, inclinada hacia adelante y apoyada con ambas manos sobre varios escalones más arriba, se encontró totalmente entregada. Era habitual que su boca dijese que no quería incluso si su cuerpo indicaba todo lo contrario. Separé las nalgas y las junté admirando el néctar pringoso que unía sus cachetes mientras la sentía alzarse de puntillas. Estaba impaciente, y yo también. Sin más espera metí mi boca en el plato sin ningún tipo de educación… A ambas nos encantaba comernos sabiendo lo sucias y sudadas que estábamos, pero aquel día existía un plus que enervaba mis adentros haciendo que le comiese el coño con una furia insaciable.
— ¡Sara! -se sorprendió Lenya con voz impactada.

Mi lengua, mis mejillas, mis labios… Bebí de la sucia entrepierna de mi novia sin tregua hasta que sentí su irreconocible reacción corporal al inminente orgasmo. Mis uñas se clavaron en su piel, concentrada tanto en saborearla, como en escucharla o sentirla mientras Lenya maldecía mi nombre.
— ¡Hija de puta, Sara! -gimió con urgencia levantando más el culo; y más, y más… Hasta que no pudo ponerse más de puntillas y se vino violentamente contra mi lengua, aplastando su vibrante coño contra mi boca. 

Con una sonrisa complacida por su reacción, amando sus temblores post-orgásmicos y sabiendo que lo mejor estaba por venir, la agarré del pelo y la conduje, como una perra, hacia la planta de arriba.
— ¿Qué haces? -preguntó bastante ida.
— Si casi te folla un perro, será porque eres una perra. Ya es hora de que te trate como tal.
— ¿Me vas a castigar por haber jugado con otros perros? -Me estaba siguiendo el juego, tan sonriente como fibril.
— Sí… Te mereces un buen castigo -musité con poco más de un susurro, guiándola hasta la habitación, donde la hice subir a la cama.
— Oh… ¿Y qué vas a hacerme? -preguntó dejándose colocar boca arriba en el borde de nuestra cama.

No le respondí con palabras: Me quité muy lentamente los pantalones bajo su atenta mirada. Podía sentir que tenía el acelerado ritmo de su corazón bajo mi control. ¿Qué iba a hacer? Debía estarse preguntado. ¿Cómo iba a castigarla? 
   Con una lentitud que debía estarla matando, me retiré la ropa interior y me acerqué a su boca. Lenya se encontraba boca arriba, con la nuca apoyada justo en el borde. Me paré frente a su boca y me incliné para tocarle los labios. 
— No te veo sacar la lengua como la perra que eres…

Sonreía y estaba excitada, de manera tímida dejó que su lengua se expusiese un poco, y con el paso de los segundos la fue sacando más y más. 
— Dicen que las perras se comen cualquier cosa que su dueña les ponga. ¿Tienes hambre? -pregunté sin sonreír, a lo que Lenya asintió sumisamente.

Separé mis muslos, me apoyé en sus bonitos senos y le dejé olfatear mis labios vaginales. Comenzaba a estar muy mojada, casi desprendiendo largas gotas de mi néctar transparente sobre sus labios pero, antes de que pudiese alcanzarlos con ellos, me aparté y paseé por la habitación hasta detenerme frente a un armario, abrir un cajón y sacar un bolso que lancé a la cama justo al lado de Lenya.
— Aquí está tu castigo -dije andando hacia ella de nuevo.
— ¿Los juguetes? -preguntó con cierta entonación infantil.
— No, eso es para mí… Tu castigo está aquí -dije parándome frente a ella de la misma manera que lo había hecho antes.
— ¿A qué te refie…? -preguntó confusa, aunque sospechaba a que me refería.
— Calla y come -me limité a gruñir sentando mi coño en su boca.

Se estremeció de pies a cabeza ahogada entre mis flujos, la mayor ventaja de esa posición que tanto odiaba es que no tenía que mirarla a los ojos. Me daba mucha vergüenza que Lenya me viese disfrutar aquello, por lo que me mordí el labio inferior y disfrutando el tacto de sus duros pezones en mis manos, me senté con más contundencia en su boca y restregué, sin dejarla respirar. Su cuerpo parecía a punto de explotar por una sobrecarga de excitación. Con ambas manos, se asió de mis muslos y comió, comió y comió incluso si no le llegaba el aire. Sería yo la que decidiría cuando parar, y sentí como su nariz se restregaba contra la entrada a mi sexo… Mientras lapidaba su rostro, me incliné hacia delante sin aflojar ni una micra la presión que ejercía sobre su cara y alcancé la bolsa de los juguetes que había lanzado ante. Cuando la abrí encontré bolas chinas flexibles y rígidas, dildos pequeños y medianamente grandes… Nunca me habían entusiasmado los juguetes, aquella era la obsesión de Lenya. Por ello me gustaba verla disfrutar y desgarrarse de placer, reservándolo así para ocasiones excepcionales como aquella. 

Levanté el coñito de la boca de mi amada y nuestras miradas se cruzaron, le dediqué una sonrisita al admirar el paisaje de sus labios impregnado por largos y pegajosos que mezclaban su abundante saliva con mi cuantioso flujo. Eso sí era una buena manera de mamar panocha, como decían en Venezuela.
— ¿Este es el castigo? -preguntó con la boca húmeda y brillante.
— ¿Te parece poca cosa? -pregunté arqueando una ceja.
— Siempre me va a gustar que te sientes en mi cara, pero…
— Dije que tu castigo está aquí, no que sea algo que ya me haces siempre.
— ¿Y qué es?
— Te lo dije antes, las perras coméis cualquier cosa… Y si te has rebajado a dejarte montar por un perro desconocido… -comencé a decir, bajando lentamente mi coño hasta volver a ponerlo en su boca, entonces me erguí colocando la espalda lenta, adelanté mi cintura haciendo que Lenya soltase un sonido de sorpresa al pasar mi ano por su lengua. 
— ¿¡Hmm…!? -la escuché estremecerse con su nariz entre mis nalgas y su boca besando de nuevo mi coñito.

``Habrá sido un accidente´´ supuse que pensó Lenya. Entonces repetí la maldad, adelanté una segunda vez la cintura arrastrando mi ano por sus labios, sin volver a darle oportunidad a decir reaccionar. Se hizo el silencio mientras adelantaba la cadera y retrocedía, sentí como ambas nos acercábamos peligrosamente al clímax de hacer por primera vez algo tan sucio, y era así por múltiples motivos: Nunca, en más de tres años, se habían permitido mutuamente rozarse aquel agujero ya fuese por vergüenza o prejuicios, lo considerábamos un agujero sucio y por eso lo dejábamos en desuso. Al ser algo tan sucio, si Lenya se hubiese quejado me habría quitado de encima itsofacto…
   Puse los ojos en blanco, porque no se estaba quejando. Me mamó el culo como si fuese tan rico como degustarme el coñito, mostrando un gozo sincero en cada lamida que me metía. Su nariz pareció querer perforar mi ano y su lengua mi vagina, haciéndome sentir un profundo cosquilleo en mi orificio anal que se multiplicó alrededor de mi clítoris haciéndome querer llorar del placer que estaba empezando a sentir. Apoyé todo mi peso en su boca, olvidándome que hasta Lenya tendría que respirar en un momento… Pero no era una prioridad. Mi coñito se estaba haciendo agua y sentía que iba a mearme encima en cualquier momento, pero quise resistirlo. Volviendo mi atención hacia la mochila de nuevo con la urgencia de quien no puede esperar, agarré unas bolas chinas rígidas que formaban un dildo alargado con múltiples bolas desde su base hasta su punta, en la base las más gordas haciéndose más delgadas a medida que se acercaban al extremo. 
— Sara… -alcanzó a decir Lenya ahogada bajo mi panochita y mi culito.

La ignoré hasta el extremo de restregarme más con su boca y acariciar la punta del dildo con su empapada vagina. Su cuerpo temblaba, y sus labios vaginales se mostraron extremadamente receptivos. Mi culo y mi coño ahogaron sus gemidos, lo que me hizo sentirme una diva poderosa y dominante, y sin dejar de restregarme contra ella, perforé el tentador orificio que había entre sus piernas haciendo que arquease toda su espalda, cada vez más acentuada bola a bola hasta que le clavé el dildo hasta la penúltima bola. 

Fue entonces cuando me sentí compasiva, levantando el culo de su boca esperando encontrar algo marrón y desagradable en su boca, pero para mi alivio solo había flujo y su propia saliva espumosa.
— ¿Qué te está pareciendo el castigo? -pregunté dejándola respirar, nuestras miradas se encontraron de nuevo aunque la suya parecía ida, dispersa. Tal vez fruto de la falta de oxígeno.
— He sido una perra mala…  
— ¿Me he pasado castigándote de esta manera?
— Castígame más, ama… -se limitó a responder.
— ¿Más duro? -Alcé de nuevo una ceja.
— Más duro -replicó suplicándome, dejándome claro que la experiencia también estaba siendo morbosa y satisfactoria para ella, por lo que volví a empotrar mi ano en su boca… 

Sus manos bordearon mis muslos y separaron ambos cachetes, haciéndome saber que quería más…
— ¡Abusadora! -exclamé suspirando de placer por partida doble. Su lengua parecía un torbellino en mi entrepierna y su nariz parecía decidida a penetrarme. 

Mi brazo se movió por si solo al sacar y meter el dildo de bolas chinas de su vagina, al principio muy despacio para luego escalar en velocidad.
— Se supone que esto es un castigo, no deberías estarlo disfrutando…

Su lengua se posó en mi clítoris a lo largo y ancho, presionando y con movimientos oscilantes.
— Ah… -gemí con alaridos cortos y tímidos al principio, pero reforzados y alargados al final-. Ahh…. Ummm…. -sollocé perdiendo fuerza en el brazo mientras sus labios agarraban carrerilla. 

Sentí como se desinteresaba por mi vagina y se centraba totalmente en mi ano, mordiéndolo y lamiéndolo forzándome a venirme, literalmente, por el culo. Mi orgasmo era inminente, en cuestión de pocos segundos. Era imposible evitarlo, y era uno de esos orgasmos que va escalando desde la nada hasta una explosión de placer con sus respectivos calambres. Antes de que esa explosión llegase, y queriendo que mi pareja acabase conmigo, presioné mi culo aún más contra su rostro, con la esperanza de que eso la excitase al máximo… Por el momento había funcionado. Asimismo también sacudí lo más rápidamente posible el dildo dentro de ella, mientras dejaba que los gemidos más perros y eróticos saliesen de mi interior. Sin poder retrasarlo más, me corrí en su boca mientras la veía levantar el culo como si una corriente eléctrica la hubiese sacudido de cabeza a sus pies y quedamos las dos lamentándonos de placer en aquella posición de sesenta y nueve. Temblorosas, débiles y sollozantes permanecimos con espasmos en nuestras vaginas hasta que poco a poco dejaron de suceder, quedándonos muy quietas. 

Me mantuve sobre ella un rato, imaginándomela con hilos transparentes colgando de su cara como telarañas. No se produjeron más palabras, solo un silencio que pareció ser lo justo y lo necesario. No aspiramos a decir nada, pues con nuestros cuerpos ya habíamos dicho todo lo que teníamos que decir.


Capítulo 10 de Lenya: Insomnio


Para las siete de la tarde ya estaba duchada y con el pijama puesto. Sara se mostraba más expuesta que yo, como si quisiese provocarme constantemente a pesar de no dirigirme la palabra. No estaba enfadada, eso estaba claro, pero si estaba molesta por la situación y parecía tener cara de pocos amigos la mayor parte del tiempo. 
   Varias veces me descubrí mirándola, recordando casi sin pretenderlo lo mucho que me gustó que enterrase su culo encima de mi nariz sin ningún tipo de pudor… Me había agradado tanto que no podía esperar a volver a enterrar mi cara entre sus nalgas y volver a pasar la lengua por toda su cautivadora rajita.
— ¿Qué prefieres? -preguntó Sara de repente-. ¿HBO? ¿Netflix? ¿Amazon Prime? 

Ambas nos encontrábamos en extremos opuestos del sofá, y aunque no fuese tan grande, tan siquiera nuestros pies se tocaban. Sara se encontraba en lencería de guerra de color negro, exhibiendo sus voluptuosos senos, un poco más grande que los míos y con las piernas abiertas de par a par. Generalmente se apagaba nuestro lívido tras ducharnos, cuando dejábamos de estar sudorosas y hediondas, pero aquella tarde estaba doblemente encendida por lo que había hecho horas atrás mi novia con mi cara. 
    Era muy poco frecuente que Sara se sentase en mi cara. El motivo era simple: No le gustaba: Ya fuese por vergüenza o incomodidad, ya podía reconocerme disfrutarlo en cierta manera que para hacerlo tenían que ser fechas especiales como mi cumpleaños o el día que recibiese las pagas extras de verano o navidad. No le gustaba, y punto. Por mi parte en cambio, amaba que sentase su chonchita mojada y sudorosa en mi cara, siendo aquel el motivo por el que me excito tanto aquella vez. ‘’Castigándome’’ de esa manera, mostrándose tan excitada y vulnerable… Quería más, no podía dejar de pensar en ello; ese era el motivo por el que incluso después de la ducha seguía muriéndome por repetir.
— Lenya. ¿Qué pongo?
— Pon lo que tu quieras… -Fue mi respuesta.

Me revolví finalmente de mi asiento y me acerqué silenciosamente a ella. Sara estaba enfurruñada debido a que odiaba que le respondiese ‘’lo que tú quieras’’. Mientras el dedo de Sara marcaba como orden Netflix y luego seleccionó Mi aventura con mi madrastra. Quedé callada apoyada contra su hombro, sin que ella apartase la vista del televisior.
— ¿Quién te ha dado la idea de hacer eso? -pregunté con un tono de reproche y desconfianza.
— ¿Darme una idea? ¿De qué? -contestó confundida.
— Lo del culo..
— Ni chucha idea de que hablas -mintió.
— Nunca antes habías hecho lo de antes -Era evidente, pero igualmente lo dije en voz alta.
— ¿Sigo sin saber de que hablas? -Parecía no querer reconocerlo.
— ¿Dónde te inspiraste para decir aquello? ¿Alguien te lo dijo? ¿Lo has leído en alguna parte?
— ¿Lo de sentarme en tu cara? -Tuve la sensación que eso sería lo más cercano a una confesión, por lo que asentí pero solo obtuve silencio como respuesta.
— Venga… ¿Quién te dio la idea? Es imposible que eso se te haya ocurrido a ti sola.
— No seas pesada. ¿Quieres mirar la película?
— No me interesa la película -Ignoré la televisión lo mejor que pude.
— Siempre haces igual -gruñó, rezando por conseguir más paciencia-. Dices que te da igual lo que ponga y luego no miras lo que pongo.
— Lo haré si me dices que…
— El perro -dijo por fin.
— ¿Qué?
— El perro me dio la idea -repitió-. Los perros se huelen el culo, y como eres una sucia perrita traviesa he dejado que me lo comas. 
— No suena tan… como lo he vivido antes.
— ¿Te ha gustado? -preguntó sin sonreir.
— Sí -reconocí-. Solo puedo pensar en eso ahora.
— Pues disfrútalo en tu memoria porque no se va a repetir.

Mi cara se convirtió en una expresión de decepción. 
— Tu también lo disfrutaste, Sara. Pude sentirlo. ¿Por qué te empeñas en prohibirme cosas que nos gustan a las dos?
— Porque me siento incómoda -Acompañó su respuesta con un leve encogimiento de hombros. 

No dijimos nada más, aunque mis manos acariciaron su cuerpo a lo largo de la película. Busqué varias veces en Sara el beso que se me antojada, pero al negármelos permanecimos en silencio durante buena parte de la película. El filme resultó ser bastante bueno, atrapando en el rectángula la atención de Sara que parecía resistirse a mis tocamientos aunque, con mucho temple y entereza, logré que para el final de la película no le prestase atención y sus labios no se separaron de los míos. Mi dedo índice, se sumergía bajo su lencería entra ambas nalgas acariciando su ano al tiempo que presionaba, con una insinuante intención de perforarlo. 
— Que pasada te pones cuando pruebas algo nuevo…
— No es que sea nuevo… Es que me vuelve loca tu ano -me sinceré ante la ausencia de vello y suavidad que había alrededor de aquel orificio trasero.

Sara era realmente extraña respecto al pelo, pues en ciertas partes del cuerpo no le crecía. Entre las nalgas del culo no podía encontrar ni un solo vello aislado, al igual que en sus muslos y de rodilla para abajo. Tenía que depilarse las axilas y el pubis, pero nunca había tenido que preocuparse por sus nalgas y por sus piernas así como en el resto del cuerpo. 
   Ambas manos parecieron compartir las mismas intenciones al untarse casi de forma simultánea en nuestros sexos, que tras quince minutos de besos y tocamientos volvían a estar lubricados y listos para la acción. Era como una manera de comprar que cada una estaba haciendo un buen trabajo con la otra. Cuando mi pareja levantó su mano, separando mi pijama de mi coñito, hilos de flujo simularon una trabajada telaraña húmeda y pringosa, obteniendo el mismo resultado al sentir lo mojado y resbaladizas que estaban sus paredes vaginales para luego comprobarlo visualmente para deleite de mis ojos.
   Le empecé a comer el cuello, usando más mis dientes de lo que podía decir de mis labios y comencé a escalar hasta su orejita todo esto sin retirar la mano de su panochita. La tenía apunto cuando se levantó y me dijo que estaba castigada sin sexo y sin poder tocarme.
   Sus palabras salieron de su boca sin alterar su expresión seria, me lo comunicó con mis dedos todavía húmedos en su salsa y al tiempo que podía ver cierto manchurrón oscuro en su lencería negra. Sabía que había tenido que obligarse a sí misma a parar, lo que hacía evidente que si no me rendía tendría alguna posibilidad de que cayese en mi trampa. 
   Pero las horas fueron pasando y cada vez estaba más cachonda sin que la resistencia de mi mujer pareciese desfallecer. Cada vez quería más que me clavase los dedos, me pellizcase los pezones o me comiese el coño. Me puse a cuatro patas en su despacho sin obtener más respuesta que un Tentador, mi ciela. Pero sigues castigada. 
   De las dos, Sara siempre había sido la más orgullosa. Era mucho más fría que yo en ese aspecto, con diferencia. Mi resistencia estaba hecha de carne y sangre caliente, mientras que la suya era el frio acero: Ya había pasado antes, con mucho insistir había acabado consiguiendo lo que quería, pero eso solo pasaba cuando era ella la que cambiaba de decisión. Cuando ella solía decirme que no de una manera tan tajante y por estúpido que fuese el motivo, así permanecía.

Las horas fueron pasando, cenamos juntas riéndonos mutuamente de bromas y ocurrencias mientras mirábamos vídeos de youtube de fondo. Le había tocado a ella cocinar una deliciosa ensalada de tomates, olivas, maíz y zanahoria, pero por mucho que me hice la tonta, ella pareció pillar al vuelo mis intenciones.
— Por muy disimulada que sea tu manera de tantearme -me advirtió con una sonrisa tímida al tiempo que le llevaba del plato hasta su boca una porción de ensalada-, no voy a caer.
— ¿Hasta cuándo durará el castigo? -pregunté por primera vez.
— Hasta mañana… Si no juegas más con ese perro.
— ¿Qué culpa tengo yo de que el perro quiera cogerme?
— ¿Querer cogerte? Ninguna. Pero si te prestar a ser su juguete…
— También puedo dejarme y no decírtelo -sugerí ruborizándome al pensar en que el perro pudiese usarme de nuevo como almohada masturbadora. 
— Poder, puedes -contestó-. Pero si me entero que ha pasado y no me lo has dicho será mucho peor. Lo mismo pasará si me entero que te has tocado sin mi permiso. Pero no te preocupes, oh dulce Lenya. Esta noche te voy a dejar comer todo lo que se te antoje-apuntó con una sonrisita altiva.

No hará falta que diga que aquella noche me fui a la cama temprano, siendo yo la que siempre solía trasnochar. Me tumbé en la cama y maldije cada minuto que pasaba sin que Sara soltase el móvil en el sofá de la salita y subiese a darme de cenar. Finalmente, entró con una sonrisita divertida, sin sujetador y sin su característico tanga de guerra; los cuales mantenía en su puño apretado y los soltó justo al lado de la puerta.
— Perdona cariño. ¿Te he hecho esperar mucho? Te prometí que podrías comer lo que quisieras -dijo.

Andando muy despacio hacia nuestra cama para desesperarme, finalmente se y estirándose. Apoyando su nuca sobre su almohada, se abrió de piernas para mí musitando con una voz muy atractiva y sugerente.
— Come todo lo que quieras, mi amor.

Me tomé mi tiempo, empezando por abajo le bese la cara interna de los muslos y las rodillas… Pero me sabía a poco. Subí hasta sus pezones esperando me dejaran mejor sabor de boca… Pero me siguió sabiendo a poco. Le besé el vientre, le lamí el pie hasta darle besitos en su bonito y atractivo pie… Pero no era realmente lo que quería. 
— ¿Puedes...? -empecé a preguntar, luego acabé la frase más decidida-. ¿Puedes ponerte a cuatro, Sara?

Su sonrisa se ensanchó.
— ¿Para qué?
— Para comerte mejor.
— Oh, se me olvidaba. También estás castigada de esto… -dijo señalando su culo con su dedo más largo-. ¿Por qué me miras así? No vamos a follar. No vas a tocarte… Solo me voy a correr yo. 
— Entonces no te como nada…

La muy cerda me agarró del pelo y me empotró el rostro contra su vagina, mi boca escarbó su coño sin mostrar oposición. Cada vez que mi lengua o mis labios se mostraban fatigados ahí estaba ella para inclinarse hacia mí y darme un azote sobre mi culo en pompa, acariciándome peligrosamente cerca de mi ano recordándome lo que me perdía, tan solo porque no quería dármelo. 
   Ojala hubiese salido de ella tumbarme boca arriba y sentarse sobre mi boca, pero parecía decidida a no darme aquella satisfacción. Me palpé varias veces y mi coño se estaba haciendo agua. Mis pezones estaban tan duros y sensibles que me dolían, creyendo en esos momentos que los calambres entre mis muslos y en mis senos por la impaciencia de mi cuerpo podría volverse crónica si no la atajaba con mis dedos. La tentación era irresistible, y a medida que dejaban de palpar y comenzaba a buscar ese placer, la urgencia entre mis piernas en lugar de reducirse aumentó. 
   Podría ser que Sara no se hubiese percatado de que había empezado a tocarme, porque no me dijo nada. Lo que sí hizo fue seguir agarrándome del pelo y apartarme de su coñito rasurado.
— Saca la lengua… Así. Vas a hacerme caso… Lo que yo diga. Saca la lengua, aún más… -me ordenó mirándome a los ojos, su mano me guio para que dirigiese mi lengua hasta su ano, y cuando mi lengua toco su asterisco carnal, me pregunto:-. ¿Esto es lo que te gusta? Presiona con la lengua -me ordenó, obedeció mientras al mismo tiempo clavaba tres dedos de mi mano mala en mi mojada panochita y con la otra estimulaba mi inflamado clítoris-. Estoy cerca… Cada vez que me tocas ahí con tu lengua me vuelvo loca -``Yo si voy a enloquecer´´ pensé metiendo la lengua lo más profundo que pude. Tuve la sensación de perforar una goma elástica tras mucho esfuerzo-. Sigue, no pares… Cómemelo todo -ordenó usando ambas manos para empotrarme contra su sexo.

Empecé a mamarle el medio con una cierta predilección por su clítoris, buscando provocarle el mejor orgasmo que hubiese tenido. Nuestros ojos no dejaban de mirarse, incluso cuando con toda la cara roja, pareció necesitar cerrar los ojos para luego ponerlos en blanco. Su boca se abrió, exhibiendo hilos de saliva que me encantaría me escupiese en la boca. Con su mano derecha me dejó comiéndoselo y con la izquierda se sobó el seno izquierdo, mimando su pezón con un pellizco que debería sobreexcitarla hasta llegar al punto de no retorno. Su mano izquierda abandonó su pecho y se apoyo en la cama. Plantó ambos pies en el colchón y levantó el culo, frotándolo de arriba abajo contra mi lengua y, cuando se vino, dejó sus labios vaginales temblando contra mi boca y contra mi nariz, derritiéndose de placer hasta que lentamente se quedó estirada y muy quieta en la cama, temblando.
   Sara no era multiorgásmica como yo, con uno solo tenía suficiente. Podríamos haber continuado y tenido más orgasmos, pero al contrario que yo, no podía encadenarlos uno de tras de otro.
— Dame tus manos… -Fui escéptica a dársela, porque sabía exactamente cual era el motivo para que realizase aquella exigencia.
— No…
— Dame tu mano derecha entonces. ¿O prefieres que me enfade? -A pesar de mi titubeo, acabé dándole mi mano derecha y, para mi sorpresa, chupó mi dedo índice y me preguntó:-. ¿Te crees que soy estúpida? Se te nota a leguas cuando te tocas. ¿Vas a tocarte esta noche mientras duermo? 

Negué activamente con la cabeza, a pesar de que para mis adentros no estaba tan segura. Sara era la fría en ese aspecto, con un autocontrol que daba miedo. Yo, al ser mucho más temperamental, podía prometer lo que fuese que, si se me antojaba, podría cambiar de parecer fácilmente.
— ¿Seguro? Pobre Lenya, aún no sabe porque la estoy castigando. ¿No? -preguntó abierta de piernas con mi carita mirándola entre ellas-. ¿Lo entiendes?
— Porque un perro me ha usad…
— No, tonta. Te estoy jodiendo con eso. Te estoy castigando porque no quiero tonterías en esa casa. ¿Quién vive en esa casa?
— Carlos… 
— ¿Y quién es ese tal Carlos? -preguntó mientras vocalizaba la respuesta.
— ¿Un hombre?
— Los hombres son peores que los perros, y responden a estímulos.
— Yo también.
— Y eso es lo que me preocupa. Y por esto mismo estás castigada. 
— No es muy buena idea que vaya a esa casa antojada… Dicen que los perros huelen a las perras en celo a leguas.

Sara se inclinó hacia a mí y me susurró al oído de la manera más sucia, cruel y morbosa que pudo mientras me sostenía del mentón con suavidad.
— No pareces entender que me importa poco el perro, como si te dejas coger por él. Lo que no soporto es la idea de que nuestro vecino crea que a parte de limpiarle la casa, cocinarle a irle a comprar también estás ahí para vaciar sus bolas.
— Me dijiste que podría vengarme -dije, atontolinada al imaginarme al perro cogiéndome. Definitivamente tenía un problema con eso…
— ¿Qué has querido decir con eso? ¿Te atrae nuestro vecino o algo así?
— No he querido decir eso
— ¿Con quién te fui infiel? -gruñó molesta-. Con otra mujer. Así que si te quieres vengar tienes mi permiso, pero con otra mujer. 
— Con más razón deberías dejarme satisfecha -comencé a decir-. No sería buena que el vecino me vea excitada… Sabes que soy una enferma, necesito sexo o se me nota mucho.
— Buen argumento, pero si te complazco ahora olvidarás la importancia de no fallarme cuando estés en casa del vecino. También te estoy castigando porque odio que tengas el móvil a mano y no me respondas en toda la mañana. ¿Te ha quedado claro?
— Sí…

Aquella fue la última conversación que tuvimos antes dormir y, antes de conciliar el sueño fuimos a orinar, a asearnos y terminar de prepararnos para dormir. Por desgracia para mí, mi antojo de un dedito me hizo imposible dejarme abrazar por Morfeo… Fue una mañana muy larga, y el viernes por la mañana trabajaba…
   Que duro se me hizo no hacerme aquel dedito a espaldas de Sara, y si a lo largo de la noche pensé muchas veces que no se daría cuenta mientras a mi lado suspiraba adormilada sin que nada perturbase sus sueños, acabe por respetar la condición que me impuso. Cuando me quedé dormida, lo hice sabiendo que mañana iría al trabajo con sueño… Y excitada. 



Capítulo 11 de Lenya: En celo

No quedé profundamente dormida hasta las dos de la madrugada, y no volví a despertarme hasta las siete y media de la mañana, cuando tras sonar el despertador Sara se entretuvo diez minutos con el móvil, me cedió un beso de buenos días y salió directa a alisarse, marchando al trabajo sin desayunar. En eso nos parecíamos: No nos gustaba desayunar recién levantadas, siendo yo la única que requería café por la mañana para funcionar.
   Cuando el reloj del despertador señaló las ocho y cuarto, empezó a emitir un desagradable pitido que hizo taparme las orejas con la almohada incluso después de pararlo. A pesar de haber dormido profundamente poco más de cinco horas, me había sentido caliente cada instante que había tenido en aquella cama. A pesar de estar más dormida que despierta recordaba bien los sueños húmedos que había tenido comiéndome el culo de Sara y disfrutando que se sentase en mi cara. Incluso en aquel momento, que estaba muerta de sueño, acariciar mi vagina bajo mi pijamita resulto en unas cosquillas que me hizo estremecerme y desear llegar tarde a mi nuevo trabajo para hacerme un dedito mañanero. Pero era mi segundo día de trabajo, e incluso si no habíamos estipulado un periodo de prueba era demasiado pronto como para tomarme una licencia como aquella tan a corto plazo. Era un trabajo demasiado bueno como para que, por muy amable que fuese Carlos, empezase a verme como dormilona y perezosa: La mejor excusa es aquella que no llega a decirse.
   Me levanté, me cubrí con mi bata veraniega azul y me forcé a levantarme de la cama. Cuando quise darme cuenta ya estaba bajando las escaleras para después estar llenando mi taza de café con leche. Mientras mermaba el contenido de la taza, mi cuerpo empezaba a despertar, con menos alegría que mi entrepierna en la que reinaban unas cosquillas eternas.
   Para las nueve de la mañana ya estaba en la puerta con unos leggins grises y un top negro, al mirarme en el reflejo del espejo que teníamos en la recepción me di cuenta que estaba ruborizada y con aspecto febril. No solo eso, sino que había ciento manchurrón entre mis piernas y mis pezones parecían querer manifestar su existencia a través del top. Por suerte para mí, entre que la tela era negra y mi cabello rubio desbordándose por cada uno de mis hombros era capaz de desviar la atención y ocultar los dos bultitos de mi pecho delatadores de mi condición. 
   Por algún motivo, mientras habría la puerta de nuestra casa que daba a la calle, recordé aquella broma de que los perros olían a leguas a las hembras en celo. Salí al rellano de nuestra vivienda, bordeé la barandilla que separaba ambos felpudos y accedí por la puerta principal. Aggo, avanzando silenciosamente por el interior de la casa, vino a ver quién entraba en la casa y no pude evitar verlo con unos ojos nada inocentes. La bestia cuadrupeda intercambió una larga mirada conmigo, sentí como olfateaba el aire. Era como si Carlos lo hubiese reprendido por ser tan escandaloso y hubiese aprendido en un día a no delatarse con sus ladridos. Me estudió largo y tendido, me pareció que contraía y relajaba los músculos de su hocico palpando el aire del interior de la casa hasta encontrar algo que le llamó la atención. Observé como de repente sacó la lengua y vi como, empezando a mover su cola enérgicamente, su miembro reproductivo empezó a crecer y ponerse tieso entre sus dos patas traseras.
   Definitivamente me costaba verlo solo como un perro, aún así lo traté como a tal. Me arrodillé ante Aggo fingiendo que no había pasado nada, iniciando una ronda de caricias en su lomo, así como también muy cerca de sus orejas. Silenciosamente, se alzó sobre sus dos patas traseras y cargó ambas delanteras sobre sus hombros. Quedé arrodillada frente a él, mientras Aggo me daba alguna lamidita en la cara muy cerca de la boca. Desde aquella posición podía ver su espléndida polla roja, tan inflada que parecía a punto de explotar, y votando un fino y brillante líquido que fluía desde la punta de su miembro hasta el suelo, haciéndome plantearme que sus pelotas animales debían estar a punto de explotar. 

``Estoy enferma´´ me dije para mis adentros mientras sentía al perro empujarme hacia atrás, tentándome a dejarme caer y divertirme un poco a su costa.
— Lenya -escuché decir a Carlos desde las escaleras. Me asusté tanto que me di de bruces contra el suelo quedando el perro entre mis piernas.
— ¡Carlos! -exclamé poniéndome todavía más roja mientras el perro empezaba a frotarse contra mi entrepierna.

Por la presencia de mi jefe, por supuesto intenté quitarme al pastor alemán de encima pero ya estaba en su frenesí en busca de su desahogo matutino. Mientras intentaba apartarlo, alcancé a ver como la inflada verga rojiza presionaba contra el bache rodeado de humedad contra la que se deslizaba y embestía. Empujando al perro lejos de mí no pude evitar poner los ojos en blanco y maldecir porque, incluso si nunca lo reconocería, se sentía demasiado bien. Pero el perro, después de haber vuelto a catarme el medio, se abalanzó sobre mí una segunda vez embistiendo mi bache dejándome el medio cada vez más mojado. La tela que cubría mi ropa interior y mi panochita estaba cada vez más desbordada de mi flujo, y encima, su glande animal no dejaba de botar aquel líquido preseminal perruno. 
   Al no ser capaz de librarme por mí misma, miré a Carlos que observó la escena atónito, casi sin moverse y, cuando reaccionó, fue para bajar las escaleras lentamente, acortar la distancia que nos separaba y apartar al animal de mí. 
— ¿Estás bien? -preguntó finalmente, agarrando a su mascota por el collar. Parecía que Aggo estaba dispuesto a estrangularse a sí mismo antes que dejar de intentar alcanzarme, abriendo mucho los ojos. 
— Sí… Lo siento -me disculpé muy avergonzada, siendo consciente de que mi leggin gris tenía un manchurrón oscuro justo donde se encontraba mi panochita, y dicha mancha estaba extendiéndose hacia mis muslos, muy lentamente.
— No te disculpes, no tienes la culpa de que este animal no sepa controlarse. Debería haberle cortado las bolas… Algo deberíamos hacer -Eso fue lo que dijo, pero pude sentir como sus ojos por primera vez me miraban de una manera un tanto distinta… 

Sentía unos calambres de placer entre mis muslos, la copa de mis pechos altamente sensibles y me sentía muy, muy acalorada.
— Necesitarás ir al baño -sugirió Carlos enfocándose en reprender al perro sin pegarle, únicamente le bastó el dedo y varios ‘’Nos’’ repletos de contundencia. Aggo aplastó sus orejas hacia los lados y puso cara de arrepentido, mientras su miembro reproductor perdía su dureza antes de que el perro fuese conducido de nuevo hasta el jardín. 

Al llegar al baño lo primero que hice fue mirarme al espejo y vi lo que Carlos debería haber visto segundos atrás: Mis pezones no eran bultos, eran dos piezas exageradamente abultadas -teniendo en cuenta que solían pasar desapercibidas- que destacaban en mi pecho. La elección de los leggins, por otra parte, había sido mucho peor de lo que me había imaginado: El contraste de un gris cemento a un gris húmedo hacía demasiado evidente que estaba mojada. Aprovechando la intimidad del baño me unté el dedo índice, con la intención de examinar el pringue que impregnaba la mancha del leggin pero, al analizarlo y olerlo, si algo había de líquido preseminal de Aggo, no se diferenciaba en nada con mi pringue. 
   Toc, Toc, Toc…
— ¿Sí? -pregunté.
— El uniforme del que hablamos ya está pedido -inquirió desde el otro lado de la puerta-, no sé si acerté con las medidas que me diste. ¿Era talla M y talla 38?
— Dije talla L de camisa -le corregí.
— Vaya…
— Me irá un poco más apretada, pero creo que me servirá.
— No, no te preocupes. Pediré otra, así tendrás recambio. 
— Unos días puedo ir apretadita y otros sueltecita -bromeé intentando quitarle hierro.
— Lo importante es que tengas un uniforme porque si sigues viniendo con tu ropa… -no terminó de decir lo que pretendía, lo que me hizo tener por seguro que se había fijado en el estado en el que había quedado visualmente después de los dos ataques consecutivos del perro.
— Sí, definitivamente necesito un uniforme.
— Te dejo que te asees un poco, no tengas prisa. Me haré el desayuno.
— ¡No! -exclamé apoyada contra la puerta-. Iba a hacértelo yo.
— Me gusta como me preparas el desayuno, pero no soy ningún inútil yo. No te preocupes, lo haré yo mismo.
— No es eso -le espeté-. ¿O acaso quieres pagarme menos dinero? -pregunté con una sonrisita que él no vio.
— Si es por dinero podemos encontrar otras maneras. ¿No crees?
— También es verdad.
— Esta bien, esperaré a que me hagas el desayuno pero con una condición.
— ¿Cuál? 
— Me acompañarás en el desayuno -escuché una risita antes de que sus pasos se alejasen del baño.

Volví a examinar mi rostro en el espejo y aceptar que lo máximo a lo que podía aspirar era disimular mis pezones bajo el sujetador y el top negro. Era increíble que se notasen incluso con la tela oscura, pero era lo que había. Agarré cuatro trozos de papel higiénico y los interpuse entre mis pezones y el interior del corpiño procurando reducir el bulto. Después, intenté secar mi panochita como pude aceptando que el manchurrón oscuro quedaría visiblemente entre mis piernas. No, era mucho peor que aquello porque si no continuase mojada eventualmente se acabaría secando… El problema es que seguía lubricando y desbordando las dos telas que se interponían entre mis pringosos labios vaginales y el exterior. 
   Agarré el móvil, y llamé a Sara, la cual tardó cuatro timbres en agarrarme el teléfono.
— ¿Lenya? ¿Por qué me llamas? -preguntó extrañada.
— Me dijiste que te mantuviese al tanto si pasaba algo… -contesté en voz baja-. Y ha pasado algo… Con el perro. 
— ¿Otra vez?
— ¿Recuerdas eso que dijimos que los perros huelen a las hembras en celo? Pues nada más llegar a la casa… Mejor empiezo por el principio. Me he puesto unos leggins grises, y estoy lubricando mucho… Debido al color claro de los pantalones se nota mucho cuando estoy mojada. Y al entrar en la casa, el perro me estaba esperando… y se ha lanzado encima de mí.

Solo obtuve el silencio de Sara, que escuchaba sin interrumpirme.
— … Lo peor es que me he puesto muy cachonda.
—  Lenya, por favor… Que asco. 
— Lo sé… Pero me pone muy caliente.
— ¿Te pone caliente ser la perra de un chucho?
— Sí… -me limité a contestar, sabiendo muy bien que estaba enferma. Pero eso no impedía que me siguiese excitando.
— ¿Te ha visto el vecino?
— No -mentí sin saber muy bien por qué, aunque sí sé que no fue con mala intención-. Me he metido directa al baño y ahora iré a casa a cambiarme el pantalón.
— Tienes que mostrarte más imperativa con el perro, muéstrale quien manda. Si cree que te puede dominar, te dominará. Si te dejas, la cosa va a ir a peor.

Lo que Sara no parecía entender es que, por mal que estuviese, en una parte de mi mente había cierta curiosidad con que podría pasar si… Mientras los hombres generalmente usan sus manos para satisfacerse, es bastante habitual que las mujeres usemos muchas cosas para masturbarnos: Nos podemos frotar con almohadas, cojines, con el borde de la cama o el de una silla. Podemos usar la manguera de la ducha o hasta una sábana doblada… ¿Estaba excediendo al límite al disfrutar el abuso de un perro?
— Entra mi jefa, tengo que colgar. Luego te llamo… Y mantén a ese chucho asqueroso lejos de ese cuerpo. Es mío y solo mío -dijo antes de finalizar la llamada. 

Me miré al espejo y descubrí que el rubor bajo mis ojos estaba comenzando a diluirse, aunque continuaba presente en mis delicados pómulos, observé mis propios ojos hallando en ellos hambre y necesidad. Cuando me sentí lista, salí del baño escuchando a lo lejos los ladridos del perro, suplicando entrar dentro. Me asomé al salón pero no encontré a Carlos, ubicándolo en la cocina unos instantes después. 
   Tuve la tentación de no ir a mi casa y quedarme con esos pantalones elásticos grises, obviando la mancha que tenía justo en el centro pero, a pesar de todo, le indiqué que me volví a casa a cambiarme, regresando en menos de 5 minutos. Carlos asintió y me dedicó una sonrisa amable… Dándome a entender que no tenía ningún problema con esperarme para el desayuno. 


Capítulo 12 de Sara: Una visita necesaria

El restaurante Charlie al que solía ir a comer debido al trato exclusivo que me otorgaba el metre, Héctor, estaba inusualmente lleno aquel día, incluso para ser un restaurante que solo funcionaba con reservas. Gala se encontraba sentada frente a mí en nuestra mesa habitual, ojeando el menú del día mientras que yo, ya habiendo decidido que iba a tomar, mantuve mis dedos entrecruzados mientras apoyaba la barbilla en ellos observando a Gala pensativa.
— ¿Ya han elegido? -La diligencia de Héctor para atendernos era apabullante.
— Tomaré judías negras con chorizo -ordené-, y de segundo pescado emperador con patatas asadas.
— Excelente elección, si me lo permite, señorita Sara -apuntilló con una leve reverencia antes de voltearse silenciosamente hacia mi acompañante.
— De primero quiero sopa de gallets, y de segundo poll…
— Si se me permite una sugerencia, señorita Gala… -la interrumpió nuestro metre servicialmente, a lo que Gala respondió con una sonrisita expectante.
— La ternera en salsa está deliciosa, y según los gustos que muestra cada vez que viene a comer, estoy seguro de que será mucho más de su agrado… Si se me concede el atrevimiento.
— Es bien recibido -contestó sonriendo de oreja a oreja, entregándole la carta-. Espero impaciente a futuras propuestas.

Héctor se puso ligeramente colorado, pero supo mantener la compostura antes de dedicarle una sonrisa a Gala y una leve reverencia a ambas, devolviéndose a la cocina donde entregaría nuestras comandas.
— Un día de estos me lo voy a llevar al baño haciéndome la tonta y se la voy a comer. Que burra me pone…
— ¡Gala! -exclamé lo más bajo que pude, debido a que había mucha gente a nuestro alrededor. Por suerte la conversación parecía pasar desapercibida mientras Gala sonreía pícaramente.
— Eres mi amiga, y al igual que yo, sé que vas a guardarme el secreto. Nunca sería infiel a Koldo, pero una no es de piedra…
— Con ese tipo de comentarios se empieza y terminas sintiéndote mal por haber engañado a tu pareja. 

Un leve encogimiento de hombros fue la única respuesta de Gala.
— ¿Realmente con Héctor…? -pregunté muerta de la curiosidad.
— Nunca haría eso, solo estoy jodiéndote.
— No pareciera -respondí-. ¿Lo harías? 

Tardó unos segundos en contestar para responder al final un unísono y solitario ‘’Sí´´. 
— No te tenía por ese tipo de mujer.
— Te repito que no soy de piedra. Si me gusta un chico… ¿Qué voy a hacer?
— Entiendo entonces que si Koldo se fuese con otra mujer…
— No soy inmune a los celos, Sara. Aunque… me da morbo pensar que Koldo pueda ser tan agresivo con otra mujer…
— Y eso que pensaba que vuestro sexo era equilibrado…
— Lo es… Me folla bien duro mientras me jala del pelo y me escupe en la cara para luego darme un besito dulce de compensación -soltó una risita pícara mientras terminaba de arrugar nerviosamente su servilleta-. Bueno, cuéntame ese secreto tan bien guardado -preguntó mostrando interés por primera vez.
— ¿No te ha dicho nada Lenya?
— Nada de nada.
— Lo vas a disfrutar de lindo cundo te lo cuente.
— ¿Ella? -me entendió bien-. No, me lo vas a contar tú ahora. No me vais a tener en vilo hasta que hable Leñita me lo cuente -chisteó negando con la cabeza mientras jugaba con su tenedor y su cuchillo.
— Conociéndote eres capaz de ir a verla esta misma tarde.
— ¿Ha encontrado trabajo? -aventuró, lo que me hizo pensar: ``Que lista es la estúpida esta´´ pensé.
— Te lo ha dicho, venga no jodas.
— Prometo que no. ¿Dónde? ¿De qué?
— En casa del vecino.
— ¿Qué vecino?
— Se mudó uno a nuestra casa… El lunes creo que fue.
— ¿Está bueno? ¿Tiene mujer que podáis lanzar los perros? ¿Un trio? ¿Un cuarteto tal vez? -quiso saber mientras trataba de adivinar las opciones más morbosas que se le pasaban por la cabeza.
— Unos 55 años, soltero, gordo -le describí a pesar de no haberle visto-. Así me lo describió ayer Lenya -concreté para no dar lugar a que malinterpretase nada.
— ¿Le limpiará la casa?
— Entre otras cosas…
— Uuuhh… -aulló alegre, olfateando la copa de vino que había al lado de la botella compartida-. Entre otras cosas -repitió, en tono sugerente.
— Eso no es nada. Le ha hecho un contrato de trabajo, formal. Y cobrará entre 1.300 y 2.000 dólares al mes.
— Ostras. Eso si que no me lo esperaba… -contestó claramente sorprendida-. Esperaba…
— Que fuese en negro, lo sé. Pues no, tenemos una copia del contrato y fue hecho en presencia de una notaría. He ojeado su carrera profesional y el bufete para el que trabaja parece…
— ¿Todo correcto? 
— Sí. Todo ha sido demasiado bueno como para quedarme tranquila.
— Ve al grano, Sara. ¿Hay algo que no te agrade?

Le sostuve unos segundos la mirada; no había necesidad de callarme con Gala, aquella que siempre había guardo tan bien nuestros secretos, así que simplemente estallé.
— Es un hombre, Gala -dije con desprecio-. Dice que es bueno, que no la ha mirado de manera inapropiada. Que es muy amable y considerado con ella. Hasta le ha dado una lista de extras -dejé que las palabras sobrepasasen mis labios con un desorden que seguramente le resultaría caótico, pero no tenía nadie más con quien hablarlo-. Extras -especifiqué, sabiendo que podía ser algo muy genérico- como ir a comprar, cocinar para él, cambiarle la comida al perro…
— ¿Tiene un perro? Que bien… -musitó ilusionada para intentar quitarle hierro al asunto, debido a la tensión que mostraba al contar todo aquello.
— Y el perro… El jodido perro. 
— ¿Qué le pasa al perro?
— Se la ha montado al menos tres veces.
— ¿Montado? -preguntó confundida.
— ¡Sí! Montado, Gala. Que se le ha colocado entre las piernas y se ha frotado contra ella. Según me explicó ayer, el chucho eyaculó sobre su panochita.
— ¿No estaría desnuda? ¿No? -preguntó en broma, poniéndose sería al ver que no me reía-. Perdón.
— Es asqueroso… Entre el perro y el dueño vivo amargada. Y tan solo hoy es el segundo día.
— ¿Pero el dueño le ha hecho algo?
— Me ha asegurado que no, pero seamos honestas. Lenya… Rubia, ojos azules, pecho no tan grande como el mio pero precioso, delgada… Y para rematar inocente. Eso vuelve locos a los hombres.
— No a todos -me contradijo, volviendo a oler su vino y reducirlo en un sorbo inquisitivo-. Quiero decir, sí. Entiendo lo que quieres decir.
— El vecino no se ha sobrepasado de ninguna manera por el momento… Que yo sepa. Pero es que es cuestión de tiempo.
— Puede que ni le interesen las mujeres debido a la edad. ¿Y si es gay?
— Me quitaría un peso de encima -reconocí.
— Y… ¿Dices que el perro la ha montado tres veces?
— Ayer dos, hoy una -contesté seria, y entonces sonreí ligeramente al recordar-. Puede que deba contarte esto antes de que traiga la comida.
— Si es una de vuestras cochinadas, tengo estómago para ello.
— Ayer… Cuando me contó lo del perro me puse muy celosa -omití decir que me parecía morboso que el perro se montase a mi novia-. Y descargué mi frustración… Sentándome en su cara.
— Es una especie de fetiche suyo. ¿No? Si que es raro, sí. Ni recuerdo cuando fue la última vez que se lo hiciste.
— El día de su cumpleaños… Se vino más de seis veces. Perdí la cuenta.
— Aja... ¿Y qué pasó ayer?
— Como me puse tan celosa con lo del perro -repetí-, en vez de sentar mi entrepierna en su boca le puse mi culo…

Una sonrisa traviesa y divertida asomó en la comisura derecha del labio de Gala. 
— ¿Te he entendido bien? ¿Le hiciste comerte el culo?
— Sí.
— ¿Y le gustó?
— Sí. 
— ¿Y a ti? -No respondí con palabras… Al recordar la sensación de aquellas cosquillas en mi trasero volví a sentirme rara, por lo que asentí ligeramente.
— Vaya… Sara, esta si puedo decir que es una de las cosas que no me esperaba de ti. 
— Siempre habíamos sido muy reservadas con el tema de nuestros culos. 
— Perdona la pregunta, pero… ¿Le olió o le supo mal?
— Me aseguró que no… Soy muy pulcra a la hora de asearme esa zona.
— Ya, pero quieras o no, es una zona… sucia.
— Por eso nos excitó tanto. Como te decía, lo hice porque estaba muy celosa y pensé en que si había tenido esa experiencia con un perro, debería tratarla como una perra.
— Me… gusta… imaginármelo. 
— Ya -respondí 

Sabiendo que le encantaba escuchar nuestras historias. Si Gala tenía un fetiche, al menos que fuese evidente, era que le volvía loca enterarse de todas nuestras experiencias. Las vivía y se las imaginaba con una precisión que a veces me daba miedo. Tenía muchas veces la sensación que casi podría venirse frente a mí solo con oír lo que le contaba. 
— ¿Y lo del perro…?
— ¿Te excita? -Tragué saliva por primera vez y no supe que contestar.
— ¿No vas a decir nada? -preguntó.

Estuve a punto de responderle que sí que me excitaba la idea, mas no que se llevase a cabo cuando nuestro servicial y diligente metre trajo nuestros dos primeros platos junto con una bandeja de pan con tomate y jamón dulce.
— Héctor, gracias -dije impregnando mi voz en un tono dulce y adulador-, pero no…
— Invita la casa, ni se darán cuenta que falta…
— Como te pillen te van a echar -le avisé, sintiendo pena por él.
— Están muy contentos conmigo, no me despedirán por algo así. Si queréis algo para tapear estaré atento.
— Eres un sol -dijo Gala-. Hoy te has ganado una buena propina… ¿Me pregunto que podría darte?

Le di un golpecito por debajo de la mesa sin dejar de sonreír a Héctor. 
— Lo que tenga bien la hermosa señorita Gala para darme, pero más que dinero que es de relativo valor y superfluo en el día a día, la mejor propina es su compañía -contestó con una sutileza que me sorprendió.
— Así que mi compañía es la mejor propina para ti. ¿No? 
— Con su presencia basta para que me sienta recompensado. 
— No seas zalamero, Héctor. No lo estropees -interferí más en serio que en broma, aunque pareció lo contrario.
— ¿Celosa de que un chico tan guapo quiera de mi propina? Héctor. ¿Puedes recordarme dónde está el baño de señoras?
— Por supuesto, señorita Gala… Está tras aquella puerta de allá.
— ¿Podrías hacerme un favor? Soy bastante escrupulosa con los baños -me miró a los ojos y negué, ejerciendo aquella vez como el lado luminoso de su consciencia… Pero me ignoró-. ¿Podrías ir al baño de las señoras y decirme si está sucio o limpio?
— Por supuesto, señorita Gala. Faltaría más -dijo con una reverencia.
— Gala -le espeté-. Se te va a enfriar la sopa.
— Volveré pronto… No te preocupes. Tengo mucha hambre.
— Gala. No hagas ninguna estupidez -pregunté, pero ya se había marchado. 

Mi amiga se metió por la misma puerta que le había indicado Héctor, nuestro metre, y por el que segundos antes había ingresado para hacerle aquel favor a mi acompañante. Debido a que mi tiempo era limitado, empecé el plato principal de judías negras con chorizo y fui reduciendo el contenido del plato hasta que Gala regresó a la mesa con expresión victoriosa y una gota blanquecina desprendiéndose del labio inferior, la cual se limpió con la servilleta que había arrugado rato atrás.
— ¿Has hecho lo que creo que has hecho? 
— ¿Le he comido la polla? Le he comido la polla -reconoció sin más aspavientos-. Le tenía muchas ganas.

Me llevé la mano a la cabeza, aunque simplemente fingía estar indignada porque, por dentro, estaba muy divertida.
— ¿Cómo…? ¿Cómo ha sido?
— Tamaño, aceptable… -Héctor pasó muy cerca de nuestra mesa, estaba totalmente ruborizado y le dedicó a Gala una sonrisa, la cual ella contestó con una expresión impasible mientras sorbía su cuchara de sopa-. Muy tímido… Y eso lo ha hecho mucho más llevadero.
— ¿Se resistió?
— Al principio… Aunque no era tan tímido -aseguró-. Luego, por decencia, dijo que ese no era el lugar… No se resistió a que le bajase la cremallera, entraron un par de mujeres al baño y sospecharon de los ruidos que hacía al chupársela… Al final se corrió en mi boquita.
— Pero Gala… ¿Y si tiene ETS? No lo conoces de nada.
— Por favor… La vida solo es una. No aspiro a ser madre de tres hijos y cuidar la casa mientras Koldo trabaja.
— También es verdad. Ahora dime, sinceramente -pregunté con mi plato ya vacío-. Si Koldo te dijese que quiere hacerlo con otra mujer con tu consentimiento…
— Creo que le diría que sí. Con ciertas condiciones… Claro. No, no voy a decírtelas. Eso quedará solo para mí. Igual que tú te callas algunas cosas, yo me callo otras. Me asalta una duda -dijo de repente-, sé la repulsa que te causan los hombres… Sexualmente, quiero decir. También sé lo mucho que os amáis Lenya y tú, sin que concibáis estar la una con la otra. Por esto es por lo que no me decido… -permanecí callada, esperando que llegase al punto-… Lo que quiero decir es: Si Lenya te fuese infiel con otro hombre… Como ese vecino tuyo. Y cuando digo infiel no me refiero a una pajilla hecha con la mano o una chupadita. No, quiero decir coger como perros… ¿La dejarías?
— Me gustaría poder decir que sí -contesté cerrando los ojos-, pero la realidad es que no lo sé. Mi confianza quedaría rota, porque no habría sido capaz de decirme en todo este tipo que le gustan los hombres… O le siguen atrayendo. Si al menos me dijese que le excita me sentaría como el culo, pero podría llegar a aceptarlo. Castigándola de mil maneras, pero con la confianza intacta.
— Es decir, que el eje de esa cuestión está en que te lo reconozca antes de hacer nada.
— Sí.
— Y si te enterases que lleva años quedando con un hombre…
— No quiero hablar de esto, cambiemos de tema.
— Como quieras -consintió asertivamente, sabiendo que iba a ponerme cabezona y no lograría sacarme absolutamente nada. 
— ¿Cómo te has sentido siendo infiel a Koldo? Por… ¿Primera vez?

Intercambiamos una tensa mirada que, pese a no tener hostilidad alguna entre nosotras su silencio podía evocar a cualquier respuesta.
— ¿Quién sabe? -contestó en tono coqueta, volviendo a actuar como solía hacerlo siempre.

Esa fue su respuesta, y aún así, estuve segura que nunca antes había engañado a Koldo con ningún otro hombre. ¿Por qué lo hizo en ese momento? Podría ser única y exclusivamente porque quiso darse el gustazo conmigo, sabiendo que nunca hablaría de esos con Lenya ni con su novio.




Capítulo 13 de Lenya: Excelente servicio

Los ladridos del perro a modo de protesta resonaron por el interior de la casa de Carlos lejos de donde yo me encontraba. No era una exageración decir que cada vez que Aggo había tenido una oportunidad, se había dedicado a olerme el culo, lamerme o tratar de montarse mi pierna. 
   En aquel momento me encontraba frente al papel pegado a la nevera con imanes que me recordaba que servicios extras podría brindarle a mi jefe, cual era su valor y cuantos llevaba.
— ¡Cállate! ¡No quiero oírte! -escuché bramar a Carlos, que debía estar expulsando a la parcela trasera a su perro-. ¿Por qué te comportas así solo cuando está Lenya? ¡Silencio! Me provocas jaqueca -El perro empezó a ladrar de nuevo para rebatirle, pero Carlos logró callarlo con un único y potente no. El perro se lamentó con unos gimoteos tristones antes de que se escuchase la puerta cerrarse.

Carlos se acercó a la cocina apoyándose en el marco, lo miré con ternura mientras con su gordo cuerpo me sonreía avergonzado y me dedicaba una disculpa.
— Algo voy a tener que hacer con él…
— No seas tonto, Carlos. Es tu única compañía, quiero decir, el único que convive contigo.
— No me refería a deshacerme de él -negó divertido ante mi insinuación-, quería decir algo así como insonorizar una habitación y encerrarlo en momentos concretos. 
— Sí, porque como lo dejes mucho más tiempo en el jardín Sara se enfadará con todas esas cacas.
— Trabajaré en eso -comentó pensativo-, aunque reconozco que será difícil… Cuando aprenden de cachorros no hay drama, pero cuando ya son mayores…
— ¿Cuántos años tiene?
— Cuatro -contestó automáticamente, para luego mirar la hoja de los extras pegada a la nevera-. ¿Qué te parece?
— ¿Uhm? Ah, fue todo un detalle por tu parte incluir lo de camarera: 17 dólares por servir unas cuantas copas.
— Eres demasiado modesta. Tener a una chica tan joven y atractiva como tú es todo un privilegio, vales eso y más.
— ¿Más? ¿Entonces por qué no me pagas más? -pregunté con picardía… Si colaba, colaba.
— No podría, tengo que mirar en mi presupuesto a largo plazo… A este ritmo me vas a dejar seco -tuve la sensación de que lo había dicho con segundas, pero al estar cachonda perdida podía malinterpretar cualquier cosa.
— ¿Qué quieres decir?
— No es lo mismo si cada mes te pago 1.700 dólares a si te pago 3.000. ¿No crees? Mis ahorros de pensionista se mermarían mucho más rápido. 
— A este ritmo, me vas a pagar más cerca de 3.000 dólares que de los 1.300 base que acordamos al principio: Hacerte el desayuno, la comida, fregar los platos…
— Reconozco que me estoy aprovechando un poco de ti. Nunca había tenido a nadie que me cocinase o me… Bueno, eso sería mentira. Hace tiempo sí tuve a un hombre limpiándome en la casa. Por casi cuatro años… Era muy eficiente. 
— ¿Qué pasó?
— Murió. Era un buen hombre. Como sea, por aquel entonces -empezó a explicar-, incluso si cobraba bien no tenía una buena base económica como la que tengo ahora.
— ¿No has pensado en invertir en bolsa? -pregunté curiosa-. O en comprar inmuebles y venderlos.
— ¿Para perder todo mi dinero? Estoy demasiado viejo para eso, cielo. Muy viejo ya -repitió con tristeza-. Prefiero gastarlo en llenar mi casa de vida con tu presencia.
— No sé si eso me tranquiliza -contesté sinceramente-. Siento que te estoy haciendo tirar el dinero.
— No digas tonterías, Lenya. Por favor. Sois una pareja joven, con vuestras ambiciones… Pagarte un salario equivale a que puedas ahorrar. No estoy tirando el dinero. ¿Acaso no me limpias y me haces compañía? 
— Viéndolo de esa manera…
— Lenya… -dijo de repente apartándose del marco de la puerta y entrando en la cocina-. Me da un poco de apuro pedirte esto, y entendería si no quisieses.
— Ah, dios. ¿Qué vas a pedirme Carlos? Me asustas.
— Me harías… ¿Un masaje en los hombros? -Estaba claramente avergonzado, sin que pudiese evitar echarme a reír.
— Claro, Carlos. ¿Cómo no? Solo es un masaje después de todo.
— No quiero que lo veas como que intento aprovecharme de ti, pero es que… -balbuceó.
— Ahora eres tú el que está diciendo tonterías. No digas nada más… ¿Dónde te lo hago?
— En el sofá -contestó.

A los diez minutos ya estábamos ambos en el salón, donde se encontraba aquel sofá heredado de los anteriores dueños. Era de piel de cuero, notándose la calidad en la consistencia y lo esponjoso que era sin perder rigidez. Habría estado dispuesta hacerle el masaje a espalda descubierta prescindiendo de la camisa, pero al no salir de él tampoco quise proponerlo. Permaneció sentado justo en el centro del sofá mientras miraba la televisión a un volumen bajo, como si el único objetivo de que estuviese conectada fuese para crear ambiente.
— Seguro que hice un mal gesto con alguna de esas cajas… -aseguró mientras mis manos empezaban a evaluar su espalda.
— Es muy probable -contesté mientras realizaba unos apretones muy suaves de prueba.
— Siento que un viejo como yo te esté…
— Carlos, para. Deja de preocuparte, si te pones tenso el masaje sirve de bien poco. De nuevo, despreocúpate… Estoy encantada de ayudarte -musité intentando evitar olfatear el olor que desprendía su cabeza.
— Que servicial… -comentó satisfecho-. Lo supe el día que nos conocimos: Ese ímpetu de ayudar a los demás, esa energía…  
— Me halagas -dije con una risita sincera.
— No quiero que me digas sí a todo. Si te propongo algo que te desagrade, como esto…
— Esto no me desagrada.
— Es un ejemplo, algo como esto… Puedes decirme que no directamente.
— Lo tendré en mente, Carlos. Pero deja de preocuparte tanto… -dije apartando una mano de su hombro y llevándomela muy disimuladamente la nariz, contrastando que aquel olor era de todo su cuerpo. Lo peor es que debería darme asco, pero pese a oler mal no me lo daba. No solo era con Carlos, me pasaba igual con Sara o cualquier persona sudada o con un fuerte olor corporal.

Algo tan inocente y generoso como un masaje logré ensuciarlo con el paso de los segundos, pues cuanto más apretaba sus hombros más me daba cuenta de ciertas cosas.
— ¿Podrías apretar un poco más? Me da mucho gustito...
— ¿Cuánto hace que no te hacen un masaje? -me interesé evitando fijarme en el bulto que comenzaba a crecer en su pantalón de pijama. 
— ¿Me han hecho algún masaje alguna vez? Podría ser una vez que fui a un fisioterapeuta, hará más de quince años -contestó completamente tranquilo.

``Eso explicaría por qué está sufriendo una erección´´ lo justifiqué ``Es como cuando Sara se ha ido por trabajo y he estado mucho tiempo sin verla. Me derrito solo con que me toque´´ pensé al final. Aunque no me ayudó pensar que al tocarlo se estaba excitando, y si bien era así, Carlos apenas se inmutó o hizo ningún comentario al respecto. ¿Lo estaría malinterpretando? Intenté distraerme con cosas del salón que tenía al frente de mí: Había hecho un buen trabajo entre ayer y hoy… O al menos, lo poco que había podido hacer hoy en aquel salón pese a las interrupciones constantes del semental. La mesa circular de madera de pino negro ocupaba un lugar privilegiado en el centro del salón, sin interponerse entre la televisión y el sofá. Había logrado quitar todo el polvo, pero necesitaría ayuda de Carlos para mover los grandes muebles de aquel salón. 
— Lenya, para… ¿Puedes venir aquí un momento? -Me lo pidió en tono completamente serio.
— Sí, claro… -contesté descolocada.  

En aquel momento me preocupó haber hecho algo mal, o… ¿Podrías ser que hubiese visto algo en el comedor que no hubiese hecho bien? Eso pensé hasta que rodeé el sofá y me preguntó:
— ¿Por qué pones esa cara? ¿He sido demasiado seco? No pasa nada, tranquilízate cielo. Me ha ayudado mucho el masaje que me has dado en los hombros. ¿Qué hora es? -saqué mi móvil y le contesté que eran las cuatro de la tarde-. ¿Las cuatro ya? Entraste a las nueve. ¿Verdad? -Estaba absorto en sus propios pensamientos-. Llegaste, me hiciste el desayuno, fregaste los platos, limpiaste los baños, hiciste la comida y comiste conmigo…
— Y fregué los platos -recalqué haciéndole reír.
— Sí, eso también. De las nueve a las cuatro hay siete horas… 
— También limpie el comedor, aunque eso es parte del contrato base. 
— ¿Has apuntado ya las cosas en la plantilla? -asentí a su curiosidad-. El domingo, cuando supervisemos juntos que has hecho y que no, recuérdame que pasemos a limpio lo que hemos añadido.
— ¿Añadido?
— Lo de camarera… Y concretaremos los términos. No sería justo que un día trabajases siete horas como camarera, por poner un exceso como ejemplo, y cobrases solo 17 dólares… Ahora que lo pienso es una buena manera de ahorrar. No puedes hacerme la comida, fregar platos ni ir a comprar si estás ocupada de haciendo de camarera.
— Que malo, Carlos -me reí con ganas, antes de preguntarle:-. ¿Cada domingo reimprimiremos las nuevas plantillas?
— No, cielo, no. Solo cuando añadamos nuevos extras, como es el caso de la camarera. Soy un poco escrupuloso con esas cosas… ¿Todo a ordenador y lo de camarera a mano? ¡Queda horrendo!
— Es verdad, también me chirría. 
— No quería hablar de eso… Me ha gustado mucho tu masaje -asentí tratando de mostrar que estaba escuchando sin necesidad de interrumpirle-. Tienes unas manos muy agradables… ¿Te daría asco hacérmelo en los pies? No camino mucho, pero los tengo doloridos. Podría ser por la edad.
— ¿En los pies? -Repetí en voz alta sopesándolo-. No tenemos aceite para masajes. 
— Se me ocurren dos opciones para esta misión, si decides aceptarla.
— La referencia a misión imposible me hizo reír, era una de mis películas de acción favoritas. 
— Vas a comprar aceite para masajes al supermercado más próximo… Pagado de mi bolsillo, por supuesto, y eso contaría como pedido especial. ¿Cuánto eran?
— Alrededor de 15 dólares -contesté al azar, pues tampoco era capaz de recordar.
— 15 dólares y luego… ¿Te pago un extra por…?
— ¿Cuál es la otra opción?
— Usar aceite de oliva para masajearme los pies. 
— Creo que la segunda opción te va a resultar mucho más barata, porque no voy a cobrarte ningún extra por hacerte estos dos masajes -contesté de buena fe.
— ¿Cómo no vas a cobrar? Tu turno de trabajo ya ha terminado…
— Y te hago estos masajes como amiga. No te levantes, voy a la cocina y vuelvo con el aceite 

Me hizo caso al no levantarse del sofá, fui rápida al ir hacia la cocina, sin que pasase apenas tiempo al agarrar una taza que rellené con aceite de oliva, me desvié hacia el baño de la primera planta en busca de toalla grande del baño y regresé al lado de Carlos, donde tras acomodar una silla frente a él le pedí que se quitase las zapatillas y alzase ambos pies para acomodarlos en mis rodillas. 
   Para no manchar los pliegues del pijama que rodeaban sus tobillos tuve que retirarlos hacia sus gemelos, dándome cuenta de lo peludo que era. Además, le olían mucho los pies. Me quedé pasmada unos instantes intentando ignorar los calambres que se producían en mi entrepierna.
— Lo siento… -le escuché disculparse, y al mirarme me di cuenta que debía haber sido muy poco disimulada al olfatear el aire-, sé que mi olor corporal es muy fuerte…

Sin decir nada, porque aún estaba alterada por los calambres placenteros que se producían en torno a mi clítoris, me abstraje derramando directamente desde la taza ambos pies una porción generosa del aceite, creando pequeños riachuelos que surcaron sus pies desde los dedos hasta los talones, siendo absorbidos por la toalla que había justo debajo.
— ¿Huelo muy mal? -pregunté.
— Tienes un olor… Muy fuerte -reconocí, dejando la taza a un lado y masajeándole ambos pies. 
— ¿Te molesta? -indagó con preguntas que no me hacían sentir nada cómoda.
— No -dije tras un largo silencio, y me forcé a mirarlo, así como también me obligué a darle una respuesta ambigua:-.  Soy bastante rarita para los olores… No me molestan. 
— ¿Entonces no te importa que huela mal?
— No considero que sea un mal olor… Aunque sí que es cierto que hueles muy fuerte.
— No me gusta ducharme -contestó absolutamente avergonzado. Aprecié como la piel bajo visible entre su cabello y su barba se ponía rojiza. 
— No soy quien para juzgarte, Carlos. Estás en tu casa. Aunque también es cierto que si no te duchas podrías alejar a las personas con las que te llevas bien.
— Intento disimular mis olores cuando vienen mis amigos.
— Sobre todo de Jack, imagino. Con lo pulcro que parece -comenté apretando tanto sus pies que se estremeció del gusto.
— Sí… Apretame más. Allí donde me tocas siento que se me relaja. 
— Los hombros los tenías muy tensos, y los pies ya ni te cuento -contesté, para luego preguntar:-. ¿Por qué no te gusta ducharme?
— No te rías. Que un hombre de 57 años tenga un motivo tan… estúpido… para no bañarse debe sonar ridículo pero, la verdad es que cuando me ducho me siento extremadamente solo. 
— No me parece ridículo y mucho menos estúpido. Me encanta bañarme con Sara, así que sí… Entiendo lo que quieres decir con sentirte solo. O más bien puedo hacerme una idea.
— No me siento tan solo cuando estoy en casa, leyendo mis comics, viendo películas, leyendo el periódico… No, ducharme me provoca terror. Y claro que lo hago, muy de vez en cuando, pero son duchas cortas y las hago por pura higiene. Pero eso no quiere decir que no me incomode la suciedad, Lenya… Ni oler tan mal.
— Si te sirve de consuelo…  -Estuve a punto de decirle que no me desagradaba, pero eso podría llevar a una conversación que a Sara no le habría gustado nada que mantuviese-. Olvídalo.
— No, dímelo por favor. ¿Qué estabas a punto de decir?
— No tengo tanto olfato como otras personas… Podría ser que no me moleste tanto por eso. ¿Te está gustando el masaje? -pregunté buscando cambiar de tema.
— Eres muy buena… ¿Seguro que no quieres cobrar por esto? Sería un pecado no compensarte bien por ello.
— Te agradezco la buena intención, pero esto no te lo estoy haciendo como tu trabajadora sino como tu amiga… O tu vecina, como prefieras verlo. 
— Eres un sol -dijo al final.

Cuando terminé el masaje, que no duró más de diez minutos desde que evité hablar sobre mi problema con los olores. Pedí me disculpara para ir a llevar la toalla a la ropa sucia y me lavé las manos. Me lo encontré a punto de dormirse en el sofá, lo que me levantó el ánimo porque pese a todo lo que se me había pasado por la cabeza, debía haberle hecho bien aquellos dos masajes.
— Carlos. Carlos -insistí hasta que volvió en sí.
— Son las cinco y media… Me voy para casa. ¿Quieres que te prepare la cena esta noche? Por supuesto me refiero a ello como extra.
— Solo si me acompañas a cenar.
— Muy bien. Me podría pasar a las siete para ir preparando la cena… Si te parece bien.
— Me parece estupendo -se regocijó feliz de no estar solo también para la cena.
— Hasta las siete -me despedí, marchando hacia mi casa.

No hay mucho que decir durante mi permanencia en mi casa, escasamente llegaban a las dos horas y algo que dediqué en ducharme, hacer de vientre y limpiar un poco nuestra habitación, la cocina y el baño. La casa era un desastre, y solo llevaba dos días trabajados. Esperaba que Sara no se molestase por ello aunque, mientras estuviese medianamente recogida la conocía lo suficiente como para saber que estaría satisfecha.
   Sara me daría problemas, pero por otro lado. ¿Debía decirle que iba a cenar con Carlos para darle algo de compañía? Me asomé al patio trasero que compartía la vivienda de Carlos y la nuestra para descubrir que el perro volvía a estar dentro de su casa. Tal vez nuestro vecino, tan amable y atento, decidía que podría ladrar en exceso si me escuchaba en mi casa por lo que aprovechaba para meterlo en casa y disfrutar de su compañía.
   Tras cambiarme de ropa a una que fuese lo menos provocativa posible, escogiendo finalmente un pantalón tejano que hacía las veces de falda y chaqueta tejana sin mangas encima de una camisa blanca. Hacia las siete de la tarde, envié una nota de audio explicándole mi plan de hacer algo de compañía a nuestro vecino y diciéndole que había salido de mí, no fuese a pensar que era una petición indecorosa por parte de Carlos… De todas maneras se iba a molestar igual cuando le dijese que le había masajeado los pies y los hombros, por lo que poco importaba. 
   Agarrando el móvil y las llaves, me presenté en casa del vecino disfrutando de la ilusión que le provocaba mi presencia en la cocina. Aún con la bata y el pijama puestos, dejando su característico olor al pasar de un lado a otro y haciéndome sentir rara al olfatearlo, no dejó de ayudarme pelando patatas y asando a la sartén una dorada que sería a la vez una cena ligera y nutritiva. 
   Durante una buena parte de la cena, reconozco que Carlos me incomodó mirándome más de la cuenta… Pero no era como un hombre miraba a una mujer, o al menos eso pensaba, sino más bien como un perro mira a su dueño con una especie de amor incondicional. Creía que Carlos se sentía muy feliz con mi presencia en la casa, como si fuese la hija que nunca había tenido. Eso me halagaba, pero no dejaba de incomodarme sentirme tan observada.
   Cuando le pregunté, entre las muchas cosas que hablamos, dónde estaba el perro me dijo que lo había encerrado en la planta de arriba, la mar de tranquilo escuchando música clásica de fondo. Lo cierto es que no ladró ni una sola vez, dándome tregua durante aquella cena que, a pesar de las insistentes miradas de Carlos que parecían admirar mi compañía de la única manera que podía, terminó resultando una cena muy tranquila y sin incidentes.
   En tono de broma también bromeamos sobre la inutilidad en la lista de extras la existencia como tareas tipo: Pasear a Aggo o ducharle, si solo con estar cerca de mío ya tenía aquella obsesión por ``montarme´´ no quería ni imaginarme pasearlo sola por la calle o tratar de ducharlo en una cuba de agua, o mejor dicho, sí me lo imaginé pero fingí que era algo inconcebible. 
   Al terminar, Carlos se puso triste por mi marcha y dudé seriamente sobre si debía tener el poco tacto de marcar ‘’Hacer la cena’’ en el listado de extras, pues incluso si le había avisado que lo hacía por eso, a lo largo de esa velada me había quedado claro lo solo que se sentía y lo mucho que necesitaba mi vecino aquella compañía. 
   Al final salió de él añadir dos palitos en sus respectivos extras. Lo hizo justo antes de que me fuese, después de todo, así lo argumentó, había preparado la cena y fregado los platos por lo que era lo justo.

Al llegar a casa a las ocho y media de la noche, me encontré a Sara saliendo de la ducha… Parecía un poco molesta y, a pesar de eso, se limitó a preguntarme, mientras secaba el pelo, cómo me había ido el día.



Capítulo 14 de Sara: Celos & Excitación

Con los pliegues de la toalla busqué eliminar cualquier rastro de humedad en mi cuerpo, a excepción del cabello el cual mantuve encerrado en una toalla pequeña con la intención de que lo dejase lo más seco posible aunque sabía muy bien que sin secador eso era imposible. Lenya permaneció en el baño, desvistiéndose mientras me explicaba que había sucedido en su segundo día de trabajo: Llegó, el perro se abalanzó sobre ella, se fue a cambiar, le hizo el desayuno y desayunaron juntos, fregaron los platos, limpio los dos baños de una manera diligente, le preparó la comida, comieron juntos, fregó los platos, limpio el comedor, el perro se la montó varias veces y no la dejó tranquila, forzando al vecino a encerrarlo fuera.
— Lleva solo cinco días aquí y ya tenemos la parcela trasera llena de… -bufé.
— Está en ello, me prometió que trabajaría en que el perro no se cagase en nuestro jardín. Es lo malo de que sea compartido -me dijo.
— No se cagaría tanto en el jardín si lo sacase más a pasear.
— Te recuerdo que hay una tarea extra que se llama pasear a Aggo.
—  ¿Qué es eso? -pregunte-. ¿Una cita? -Lenya quedó con la boca abierta y se rio sarcásticamente.
— Muy graciosa. 
— ¿Ha pasado algo más?
— Me has interrumpido cuando llegaba a eso… Me pidió que le hiciese un masaje, en los hombros. Fue con ropa, nada indecente, tenía los hombros muy tensos -intentó justificarse, pero daba igual como lo decorase. No me agradó nada saber que las manos de mi novia habían tocado a ese viejo asqueroso-. Y luego le hice otro en los pies…

Eso sí me dejó boquiabierta.
— Le has masajeado… ¿Los pies? -Incrédula, me acerqué al baño de la segunda planta y la estudie de pies a cabeza.
— ¿Qué? Solo ha sido un masaje…
— Dos, concretamente -respondí, irritada.
— Totalmente inocentes. 
— El primer día te folla su perro.
— No seas bestia, solo se frotó.
— El segundo día te folla su perro -insistí, te huele todo el día como a una perra en celo y para rematar le haces un masaje de hombros y de pies. ¿Qué le harás mañana? ¿Masaje con final feliz?
— ¡Sara! Por favor, me decepciona que pienses eso de mí. Ese hombre se siente muy solo -me reprendió-. Es muy bueno…
— Lenya, señorita de compañía de abuelitos abandonados.
— Que venenosa te pones cuando sientes celos. 
— No son celos, Lenya. Ese hombre, conscientemente o no, se está aprovechando de ti.
— No digas tonterías, pero si tanto te molesta la próxima vez le digo que no a los masajes.
— Te habrá pagado bien, al menos -dije, sin poder contenerme al reprenderle diciéndole al final:-. Si alquila tu cuerpo es lo mínimo a esperar, que pague bien.
— Pues mira tú por donde que no le cobre, le hice el favor como vecina.
— Tú lo que eres es una estúpida… Definitivamente se está aprovechando de ti. ¿Qué eres? ¿Una sucia fulana para nuestro vecino de 55 años?

Estábamos frente a frente, ambas desnudas aunque a mí me cubría de la desnudez la toalla que rodeaba mis senos. 
— ¿Eso es lo que te pone? Llamarme puta.
— Es lo que eres… Una puta -la empujé hacia el retrete, donde con la tapa subida y ella sentada me miró sumisamente sin saber que decir.
— ¿Soy una puta? -preguntó con un hilo de voz mientras a mí me daba un vuelco al corazón al ponerme esa carita de niña buena.
— Sí, una sucia puta.
— Me duché a la tarde, ya no estoy sucia.
— Pues habrá que ponerle remedio -dije agarrándola del pelo y ordenándole que sacase la lengua, cuando lo hizo le solté un poderoso escupitajo bajo la nariz-. Ahora ya estás sucia…
— Joder -gimió impactada por mi ataque salivero.
— ¿Te gusta que te escupa? Sabes que sí… Saca la lengua, sucia puta -Sacó la lengua y escupí justo en el centro de la misma otro proyectil de saliva que unió un hilo largo y elástico nuestras bocas.
— No te gusta insultarme… Dices que es muy vulgar -dijo Lenya

Y era verdad. Generalmente no me gustaban los insultos durante el sexo, era ella la fetichista de sentirse humillada mediante vulgaridades y desprecios pero, cuando me encontraba celosa, tóxica… Venenosa, como ella me llamaba, me encantaba liberar esa tensión de una manera más violenta. 
   La agarré del pelo y la empotré contra las frías baldosas de la pared. En posición sumisa: Con el rostro, las manos y sus pezones erectos contra la pared, recibió un azote tras otro que hizo retumbar sus nalgas de una manera provocativa. Eso me hizo observar que alrededor de su ano estaban creciendo pelos de nuevo.
— Mañana o pasado mañana te voy a depilar el culo con cera de nuevo.
— Eso no… Por favor -A Lenya le daba mucha pereza depilarse, y si lo hacía, era por mí.
— ¿Voy a tener que pagar por quitarte ese asqueroso vello de su culo? -La azoté-. No, haré lo que quiera -otro azote que dejaba cada vez más roja su nalga derecha. 
— Ay… No me pegues más -dijo dolorida, y solo por reprenderla, le di un último azote que la hizo sollozar de placer antes de que me arrodillase frente a su culo enrojecido y se lo compensase con caricias, antes de separarle ambas nalgas y comer lo que había dentro.

Se me pasó por la cabeza comerle el culo. ¿Me gustaría? ¿Cómo reaccionaría ella? Con el rostro dolorido y el coñito empapado por el trato recibido, sus vagina pareció dilatarse y abrirse como una rosa deshace su capullo en primavera, lista para ser comida. 
   Lenya tenía todavía el dolor impreso en su rostro, a pesar de que cada roce a sus labios vaginales con mi nariz la hacían estremecerse. Fui mala y me acerqué peligrosamente a su ano, sabiendo que se estaba quedando tan expuesta porque quería experimentar ella también como se sentiría. Pero a pesar de sus ganas y mi interés, decidí dejarla con las ganas, al menos analmente hablando, y centrarme en su coñito. 
   Me paré a su lado y tanteé con tres dedos la dilatada entrada a su útero, sin llegar a penetrarla.
— ¿Quieres más azotes?
— No… Me duele. Me has dejado muy sensible -suplicó.
— No seas mentirosa -dije a su lado, con tres dedos de mi mano buena amenazándola con penetrarle su dilatado orificio. Con mi otra mano, palpé sus pezones descubriendo lo duros que estaban. Los apreté, ni muy fuerte ni muy flojo con la intención que se retorciese de la sensibilidad y, cuando lo hizo, gimiendo eróticamente así como lo hacía siempre ella, la recompensé con tres dedos que se clavaron y no pararon quietos, entrando y saliendo de ella a un ritmo de crucero. 

Aturdida, Lenya puso cara de estúpida bajo la hipnosis que marcaban mis dedos en su panochita. Con los mismos dedos que había pellizcado sus pezones, palpé sus labios y estos me devolvieron el gesto chupándome los dedos, lo querer perderme en esos labios.
— Levanta la pierna, la izquierda -ordené, y Lenya obedeció sin preguntar. 

Al levantarla, sin necesitar sacar los dedos de su interior pasó la pierna por encima de mi brazo y pude enfrentarla, clavándole los dedos en gancho en una zona que sabía era muy placentera para ella mientras le comía la boca y con mi otro brazo la atraía hacia mí como si estuviésemos bailando una apasionado tango.
— ¿Te gusta como te follo? -pregunté con mi boquita repleta de sus babas.
— Siempre me ha vuelto loca como me follas… Sabes donde tocarme a cada momento.
— ¿Y el viejo? -pregunté, ella parecía más concentrada en lo que le hacía con mis dedos en su coñito que en lo que le estaba diciendo-. ¿Te crees que no tendrá ganas de hacerte lo mismo que te hago yo?
— Es senil… Seguro ya ni se le para -contestó, pero mi mente ya divagaba.
— Ah…. -comenzó a gemir cuando aumenté la intensidad de mis dedos en gancho contra sus almohadillas internas, tan blanditas y vibrantes que me señalaban el ritmo que tenía que seguir-. Ahhh… -gimió de un modo tan femenino que me volvía loca. 

Sin pretenderlo, me imaginé al vecino pidiéndole un masaje a cuerpo completo, así como también sufriendo una tremenda erección y ella procediendo a chupársela… No, peor, el sufriendo una terrible erección y ella asustada, tentada y sabiendo que debería parar. Entonces el viejo le propone hacerle otro tipo de masaje por un dinero extra… Y le hace el masaje con la boca. No, peor, usa su vagina para masajear su miembro y se deja montar, penetrándola al final.
   Hice sentar a Lenya en el váter, completamente ida por lo que me acababa de imaginar. La hice abrirse de piernas y con urgencia empotré mi vagina contra la suya y froté. Me imaginé a mi novia entregándose por dinero al vecino, follándosela con desprecio como solo un hombre puede cogérsela. Usándola como su misma mascota, como un objeto sexual para venirse en ella. 
— ¡Ahhhh! Joder. ¡Saraahhh! ¿Qué…? ¿Qué…? Ahh… ¿Qué tienes? ¿Sarahh!? Hacía tiempo que no me frotabas así… Oh, no pares Sara. Que intensidad… ¿Te vas a venir contra mi panochita? ¿Te vas a venir contra mí, Sara? No pares mi amor… -le escuchaba decir con mis oídos, mientras en mi imaginación Lenya le decía:-. ¿Vas a acabar dentro? No… No puedes. ¿Qué? ¿Qué me pagarás por acabar dentro también? Entonces dame… Dame duro. Úsame para acabar.
— Ayyyyy -gemí descontroladamente, disfrutando de uno de esos orgasmos que te hace perder el control de todo el cuerpo. Sentí como me meaba viva, abrazándome a Lenya en tijeras mientras nuestras vaginas se frotaban impulsivamente mientras le eyaculaba, y por mi reacción, ella también se vino en cadena. 
— ¿Sara? Qué… ¿Qué te ha pasado? -preguntó Lenya ajena a todo lo que había pasado por mi mente.
— Me he… Me he puesto muy caliente -balbuceé, sin querer decirle cual era el único detonante de mi eyaculación femenina. 
— Ya lo he sentido… Ya.
— Necesito estar sola -dije apartándome de ella, dando varios tras pies hasta que, agarrando con prisas la toalla del suelo, bajé al baño de la planta baja y me encerré, donde me puse a llorar como una magdalena al sentirme extremadamente sucia por haber imaginado aquello, por haberlo disfrutado y por haberme venido pensando en que mi novia me era infiel con el repugnante vecino. 

Fue un orgasmo delicioso, como pocos había tenido a lo largo de mi vida. El resto de orgasmos de gran calidad me los había otorgado Lenya y solo ella. Pero por primera vez en mucho tiempo, me frustró sentir que aquel orgasmo tan puro y satisfactoria la había provocado, incluso si era de manera indirecta, un hombre. 
   Por supuesto, su abrupto escape del baño de arriba hizo a Lenya perseguirla hasta encontrarla en el baño de la planta baja.
— Amor mío. ¿Qué te pasa? -se interesó claramente preocupada, pues no solía llorar.

Lenya, con su característica bondad y su actitud tan cariñosa y maternal, me acurrucó entre sus pechos dándome besos en la mejilla y en la frente. Pude sentir que mis lágrimas dulces mojaron sus labios sin que esto le importase. Por mucho que me insistió en que le dijese cual era el motivo de mi sufrimiento, me limité a negar con la cabeza y no responder.

Dos horas después, tras haber visto una película de HBO en nuestro ordenador portátil y encontrándome infinitamente más relajada me sinceré, en parte, explicándole que estaba muy preocupada porque ese hombre no fuese realmente el buen hombre que fingía ser y que no quería que se aprovechara de ella. 
— Pero eso es imposible, mi amor. Sé lo ingenua que soy. Sé cuál es mi condición al respecto, pero creeme, ese hombre es muy bueno. Y estoy completamente segura de que es senil y no le intereso en ese aspecto. En verdad creo que se siente tan solo que me ve como a su hija… O a su nieta más bien. 

Las palabras de Lenya no hacían sino más que preocuparme. Vi en mi novia una vulnerable mujer con la guardia baja, y solo bastaba que se equivocase una sola vez para que aquel hombre se aprovechase de ella… A pesar de eso, fuese por lo que fuese, aquella noche dormí como un bebe.  



Capítulo 15 de Lenya: Perversa juventud, inocente vejez

Me levanté a las ocho y media a dos minutos de que sonase el despertador, desactivándolo antes de dirigirme al baño para lavarme los dientes. Aquella mañana el café era prescindible pues tanto Sara como yo habíamos dormido mucho, y de dormir tanto habíamos estado sumamente inquietas a medida que se acercaba la hora de ir a trabajar. 
   Conocía muy cuerpo muy bien, y me comencé a sentir rara de repente mientras me cepillaba los dientes. Un dolor de barriga empezó a asomar de manera sutil, acentuándose con el paso de los minutos. Como si fuese una adivina levanté la tapa del inodoro, me baje los pantalones del pijama y me senté aguardando que del dolor de barriga surgiese la primera sangre de la mañana. No siempre tenía la suerte de estar cerca del baño cuando sucedía, y a veces ni siquiera estaba despierta. Era extremadamente desagradable que, sin poder predecirlo, no dispusiese de una compresa manchando así las sábanas y todo lo que hubiese por el medio.
   Coagulos de sangre se escurrieron entre mis labios vaginales dejando atrás la sensación de cólicos, pero el problema del sangrado mensual estaba muy lejos de acabar. No era la mujer que más dolorosos tenía los periodos de menstruación ni la que más sangraba al desprenderse mi endometrio. Estaba resignadamente acostumbrada, y debido a que mis dolores eran soportablemente sutiles, no acostumbraba a maldecir haber nacido mujer en esos periodos del mes. 
   Por otro lado, sí era una de esas mujeres que aumentaba su apetito sexual durante la menstruación, y si normalmente ya era caliente en mi día a día, podía llegar a odiarme a mí misma por los niveles de fogosidad que alcanzaba en esa etapa del mes. 
   Por eso, mientras el endometrio en forma semisólida brotaba de mi vagina, me forcé a recordar la conversación que tuve ayer con Sara. ¿Y si tenía razón? ¿Y si, por bueno que fuese aquel hombre, era un hombre después de todo? Me costaba imaginar que un hombre de 57 años siguiese con semejante apetito sexual pero, en realidad, no era él quien me preocupaba. Estaba completamente segura, o mejor dicho, casi completamente segura, que Carlos era tal como aparentaba ser, convirtiéndome a mí en el principal problema. Si ayer, sin estar en mi periodo ya estaba tan excitada como para tener malos pensamientos mientras le masajeaba los pies o los hombros. ¿Qué sucedería si le pedía otras cosas? ¿Y si perdía la cabeza? Por eso me tomé mi tiempo sentada en el retrete a que se redujese mi sangrado, recordando que iba a esa casa a trabajar y debía asegurarme de mantener las distancias.

Con un tampón absorbiendo la sangre que se acumulaba en mi conducto vaginal y una compresa para atrapar las posibles pérdidas que apareciesen, me terminé de asear y me vestí con ropa negra: Unos pantalones de chándal que no se me ciñesen a las piernas y un top oscuro que, por otra porta, si se amoldaba a mi pecho. Tras servirme un café con leche casi obligatorio, me marché de casa y accedí a mi trabajo por la puerta principal. 
   El perro fue el primero en venir a saludarme, erizando su lomo y olfateando el ambiente. Me preguntaba si podría oler que estaba menstruando… ``Seguramente sí´´ pensé para mis adentros. 
   Era un perro muy listo, cada día parecía aprender de lo sucedido el día anterior. Se acercó con la lengua fuera y me saludó, dándome la patita.
— Que educado, Aggo -dije frotándole el pelaje entre las orejas-. Parece que no has roto un plato. ¿Intentas disimular algo? ¿Tus ganas de jugar conmigo? -pregunté, y este me contestó dándome una limidita en la cara que me hizo reír. 

Enseguida dirigió su hocico a mi entrepierna, que al encontrarme acuclillada frente al perrito delante de la puerta principal se encontraba expuesta al tener las piernas abiertas. Su nariz olió y olió, entrando en contacto con mi sexo a pesar de que entremedio había una compresa, unas bragas y el pantalón del chándal, lo que me provocó unas instantáneas cosquillas irresistibles.
— No has tardado mucho, si ya dicen que la cabra tira al monte… -musité sintiendo la tentación de no apartarlo.
— Tan puntual como siempre -escuché a Carlos bajando las escaleras, haciéndome levantar al instante-. Que extraño me parece que Aggo no se te haya abalanzado.
— Creo que me acabas de salvar -dije sinceramente, pues el perro había gruñido de resignación al oír a su dueño y se apartó de mí-. Ya me dirás como le enseñas de una manera tan rápida.
— Tengo mucho tiempo libre -explicó-, aún así creo que no debo atribuirme el mérito. Es desconcertantemente inteligente en ciertas ocasiones… Como esta. -observó al ver que Aggo mantenía una distancia prudencial pero sin quitarme los ojos de encima.

Para mi sorpresa, Carlos siguió descendiendo las escaleras dirigiéndose hacia a mí y me acorraló entre sus brazos con un gran abrazo que me aprisionó dentro. 
— Ahhh… -gimoteé de sorpresa.

Su olor era el típico de una persona encerrada durante semanas sin apenas haberse duchado, de hecho, dudaba que usase jabón tan siquiera. 
— Que… cariñoso -musité mientras sentía mi entrepierna a punto de explotar en un cosquilleo equivalente a cincuenta hormigas paseándose por mi cocoyita.
— Te he echado de menos -reconoció.

Me chocó lo preocupado que estuvo ayer por su olor y que hoy se limitase a darme un abrazo tan extenso por primera vez desde que nos conocimos… Me entraron ganas de orinar de repente. Y sin previo aviso me soltó.
— Disculpa el abrazo, sé que ha estado fuera de lugar pero…

Sí le decía que había estado fuera de lugar, podría reprimirlo a que en un futuro no me abrazase si lo necesitase. Y si no le decía nada, podría tomar la costumbre de abrazarme siempre que quisiese. En un solo instante recordé las palabras de Sara diciendo: El primer día paso esto, el segundo esto otro. ¿Qué pasaría mañana? Respondí que era un buen hombre, y lo seguía pensando, pero no pude evitar pensar que irónicamente parecía estarme contrariando sin saberlo.
— No… Los abrazos son buenos -opiné finalmente, algo sonrojada con su olor todavía impregnando mi nariz-. ¿Nos preparo el desayuno?
— Nos… Me gusta mucho como suena, pero antes necesito que me acompañes al baño: Tengo algo para ti. 
— ¿Para mí?
— El uniforme -contestó indiferentemente sin dejar lugar al misterio, iniciando su marcha.
— Adiós a continuar manchando ropa… -bromeé siguiéndole.
— He escogido una de color negro, como la que llevas -explicó llegando el primero al lavabo de la planta baja, entregándome en mano tres bolsas transparentes individuales apiladas una sobre la otra que contenían una chaquetita, los pantalones y las zapatillas-. Las manchas no se verán tanto y el color tarda menos en perder su intensidad de su tono.
— Muy buena elección -contesté siguiéndolo hasta el comedor, entonces me sentí frustrada al ojear cada uno de ellos: Unos pantalones leggins con una chaqueta de tirantes con una cremallera central-. Lo retiro… Me va a ir pequeño. No es de mi talla. Lo único que me va a servir son las zapatillas… Parecen cómodas.
— No me digas eso… -replicó claramente decepcionado.
— Lo siento, y eso que me lo dijiste dos veces. Como nunca me he tenido que preocupar de comprarle ropa a nadie… Dame, lo cambiaré.
— No, me lo probaré… Puedo haberme equivocado y que en realidad me sirva. Dependiendo del fabricante -mentí con la intención de animarle, incluso si sabía que iba a quedarme ajustado con toda seguridad.

Carlos me lanzó una mirada complacida y me revolvió el pelo de una manera que se me antojó paternal, entonces se apresuró a cerrar la puerta, no sin antes recordarme que no me sintiese comprometida a aceptar el uniforme pues, después de todo, la equivocación podría haber sido suya. 
   Gozando de la intimidad del baño, me quité los pantalones tipo chandal así como el top negro y una vez había quedado en ropa interior me tomé la licencia de echarle un ojo a mi compresa. No fue las dos gotas de sangre que habían sido atrapadas por la compresa lo que me llamó la atención, sino el exceso de flujo que estaba liberando el interior de mi vagina, desbordando el tampón y quedando enganchado a la compresa con una textura similar al queso derretido, pero siendo totalmente transparente.
— Madre mía… -susurré impresionada, sintiendo aún el cosquilleo que había empezado justo al ser abrazada por aquel hombre. 

Me infló de alegría, alimentando mi ego, que unos pantalones que consideraba de dos tallas inferiores a lo que debería valerme me entró apretujado, pero me valía. Me levantó mucho el culo y sentía que de lo apretado que me quedaba el pantaloncito elástico marcaba cada poro de piel. Al mirarme al espejo descubrí que a pesar de las bragas reforzadas por la compresa, me quedaba tan ceñida que se dibujaba su contorno. Me calcé seguidamente las dos zapatillas y por último, con únicamente el sujetador blanco debajo, intenté cerrar la cremallera de la chaqueta negra desde mi vientre hasta mi pecho. No los tenía tan grandes como Sara, separándonos dos tallas de diferencia, pero eran lo suficientemente grandes como para nunca haber envidiado a otra mujer. En esa ocasión, deseé tenerlos ambos senos un poco más pequeños debido a que por mucho que intentaba subir la cremallera quedaba atascada entre ambos. Finalmente, con perseverancia, logré alcanzar con la cremallera la base de mi cuello. 
   ``Definitivamente me queda apretado´´ pensé ``Ahora debo desvestirme de nuevo y ponerme la ropa´´ me forcé a pensar a pesar de la pereza y la reanudación de mis discretos cólicos. Me miré al espejo y vi el culito que me dibujaban aquellos leggins, más apretados y con unas curvas mucho más obvias que las que habría podido conseguir con cualquiera de mis otros pantalones. 
   Sentí la tentación de poner a prueba las palabras de Sara: No creía que fuese a acometer contra mí como hacía su mascota y así podría salir de dudas si me veía de esa manera…
   ``¿No me estaré pasando? ¿Y si piensa que estoy tratando de seducirlo? Está claro que esto no es de mi talla. ¿Por qué me lo pongo en primer lugar? ´´ batallé conmigo misma, mordiéndome un labio sin dejar de mirarme el culo y el cuerpo que me dibujaba aquella chaqueta negra de tirantes, las cuales dejaba mis brazos al aire así como mis axilas si alzaba mucho los brazos.

Finalmente salí del lavabo con el ajustado uniforme puesto y con la ropa con la que había ido a trabajar entre mis dos manos. Carlos me esperaba a fuera…
— Que figurita… Qué delicia la juventud -No pareció decirlo con segundas.
— No digas tonterías… -mascullé ruborizada-. Me queda muy apretado. 
— No se te nota, parece que es justo de tu talla -evaluó con una mirada respetuosa.
— Eso es porque no entiendes de tallas, claramente -contesté con una risita ocurrente.
— Te doy la razón -concedió con amabilidad. De reojo vi al perro observándome fijamente sin quitarme sus dos ojos de depredador de encima-. ¿Pido entonces una talla más para la chaqueta y otra para el pantalón?
— Te lo agradecería mucho.
— Si estás incómoda, puedes…
— ¿Tienes que devolverlo? -Negó con la cabeza-. Entonces lo usaré por hoy. ¿Puedo dejar mi ropa y mis zapatillas en la entrada? 
— Claro. ¿Hacemos el desayuno?
— De hecho, quería hacer tu habitación. ¿Te parece bien si te hago el desayuno y me meto en tu habitación a limpiar?
— ¡No! -exclamó, claramente alterado-. Mejor que hoy no entres en mi habitación.
— Carlos. ¿Cuánto hace que no la limpias? 
— No hará tanto… Ayer la limpie -tartamudeó.
— Carlos… ¿Me estás mintiendo? No sabes mentir -No me mostré juiciosa, sino más bien comprensiva-. ¿Cuánto hace que no limpias el cuarto?
— No sé.. -farfulló inseguro-. Puede que un poco más… Desde el jueves. ¡El miércoles! -se inventó cual niño en busca de la respuesta de la respuesta correcta, al final, entendió que no iba a poder engañarme y reculó, diciendo:-. Lo siento por haberte mentido, Lenya -se disculpó con un pesado suspiro-. Es superior a mí. No… No… No la he limpiado desde que llegue.
— Pues eso no está nada bien -le regañé amistosamente-. ¿Sabes qué? Ahora mismo no soy tu vecina, ahora mismo soy la que limpia. Y es un extra para mí, así que vamos a ir a la cocina, nos voy a hacer un desayuno que nos quite el hipo, y mientras friegas los platos, limpiaré tu habitación. ¿Te parece bien?
— Prefiero que no lo hagas… Está muy sucia -repuso incómodo, empecé a pensar que había algo que no viese. 
— Carlos, insisto. Si no tienes el hábito de limpiar, no lo harás bien… Y una habitación, que es donde se duerme, tiene que estar limpia. Me encargaré yo -sentencié autoritaria, tratando de imitar a Sara cuando se enfadaba.
— Sigo diciendo que prefiero hacerlo yo -bufó. 

Traté de analizar su comportamiento, conociendo mi lugar como trabajadora. Si él, como dueño de la casa, no quería que entrase en su habitación no debía empecinarme porque  de hacerlo podría provocar un malentendido y hasta un enojo si no iba con cuidado. No obstante, la actitud de Carlos se mantuvo sin llegar al punto de la exaltación, y sus reacciones se decantaban más por la preocupación y la vergüenza.
—… No es que no quiera que entres en el cuarto -continuó en su réplica-. No solo está sucio, hay cosas que solo debería limpiar solo yo…
— ¿Por qué lo dices? ¿Por la ropa sucia? -me eché a reír quitándole hierro, pero no supe ver que se estaba ruborizando más de lo normal. Metió tanto el mentón al mirarse los pies que se le acentuó la barbuda papada-. Al contratarme confiaste en mí para encargarme de tu casa, déjame limpiarla.

Al terminar de hablar, y para dejarle claro que no daba lugar a la contradicción marché a la cocina con paso decidido seguido de Carlos, de refilón divisé al perro parándose sobre sus cuatro patas, como si hubiese avistado una presa. Su vara animal, dura y voluptuosa entre sus patas traseras, atrajo mi atención. Permaneció muy quieto y callado, como si no quisiese alertarme de su presencia, empezando a andar sigilosamente tras nosotros y, en cuanto nos metimos en la cocina, aguardó sobre sus dos patas traseras prácticamente sin moverse. No dejó de observarme: Lo hizo cuando saqué los ingredientes del frigorífico y me estudió preparando los ingredientes, haciéndome sentir sus ojos perrunos sobre mi apretujado culo dentro de aquellos leggins. 
   Intenté apartar esos pensamientos de mi cabeza mientras con mi mano izquierda sostenía la sartén por el mango y, con la derecha, despegaba cuatro huevos a la plancha para depositarlos en un plato. Suspiré disimuladamente y me volví fugazmente para vigilar que Carlos estuviese sentado en una silla junto a la mesita de la cocina donde solíamos desayunar todas las mañanas y al comprobar que ojeaba el periódico centré mi atención en las arepas, sintiéndome más caliente por dentro que el contenido de la sartén. 
   Era una excitación que no parecía tener ningún fundamente, no se debía que el perro me mirase o a nada que hubiese dicho o hecho por Carlos. Estaba parada con mi nuevo uniforme y un viejo delantal manteniendo a raya mis pensamientos… Pero no mi cuerpo. 
— Carlos, necesito ir al baño… ¿Me vigilas las áreas?
— Cuenta con ello -contestó con naturalidad, cerrando el periódico antes de levantarse. Aún parecía cohibido por mi intención de limpiar la habitación luego. 
— Vuelvo en seguida -dije sintiendo serios calambres alrededor de mi panochita, tan agradables y tentadores que casi me hacían olvidarme de los dolores menstruales que se producían en mi útero.  

Llegando al lavabo me percaté de que el perro me había venido siguiendo, acercándose peligrosamente a trasero aprovechando la ausencia de su dueño pero, para su decepción, le cerré la puerta en el hocico. Sintiéndolo llorar tras la puerta y protestándola con la almohadilla de su pata, solo obtuvo silencio por mi parte. Me bajé los pantalones elásticas y descubrí la compresa completamente pringada de unos flujos exageradamente elásticos y temblorosos, transparentes como el cristal más limpio. Casi sin pretenderlo, mi dedo rozó los alrededores y me temblaron las piernas automáticamente del estremecimiento que me entró. 
   Me habría resultado tan fácil tocarme en aquel baño. ¿Qué me lo impedía? Incluso sentí la tentación de llamar a Sara, pero cuando quise darme cuenta ya tenía el móvil en la mano y sonaba el tercer timbre.
— Lenya, que raro que te acuerdes de mí.
— Te voy a hacer una videollamada. ¿Puedes agarrarlo?
— ¿Es importante?
— No te arrepentirás -musité cachonda perdida, mientras escuchaba el perro arañar la puerta mientras continuaba lloriqueando.
— Ya te llamo… -Pareció entender por donde se encaminaba la videollamada que pretendía mantener.

Tardó dos minutos, dándome tiempo a volver a ponerme los pantalones y esperar a una llamada que me estaba desesperando por lo mucho que se retrasaba. Después de todo, estaba muy caliente y lo único que quería era tocarme. Cuando la llamada de mi pareja llegó a mi móvil, la acepté al instante viendo primero de todo la cámara frontal del móvil de Sara enfocar su rostro plagado de interés y, detrás de ella, su solitario despacho.
— ¿Qué pasa? -la escuché decir.
— Tengo la regla…
— Creo que ya sé que vas a decirme -dijo con un hilo de voz, seguramente odiando que nos separasen más de 20 kilómetros de distancia. 
— ¿Sí? ¿Qué voy a decirte? -pregunté bajito para que no se me oyese, aunque el comportamiento de Aggo me hizo pensar que Carlos todavía estaba lejos-. ¿No prefieres verlo?

Sin darle a tiempo de responder, ya estaba enfocando mi cámara trasera hacia la delantera de mi pantaloncito negro y con una sola mano comencé a bajarlo de nuevo dejando al aire mi brillante y chorreante vagina, unida a mis pantis por decenas de hilos flexibles y transparentes.
— Joder…
— Lo siento por la sangre en la compresa.
— Ni me había fijado, y viendo lo que veo, no me importa.
— ¿Qué harías si me tuvieses delante?
— Los dedos… Usaría los dedos.
— ¿Cuántos?
— No quieras saberlo. 

Me eché a reír y acerqué con malicia la cámara a la puerta del baño, enfocando la parte baja de la misma.
— ¿Qué es eso?
— ¿Lo escuchas? -pregunté reprimiendo una sonrisa-. Aggo…

El perro se alteró al reconocer su nombre, reafirmando su intención de abrirle la puerta.
— Quiere entrar -bromeé, acariciándome la vagina sentándome en el retrete. El pantalón, dando de si su elasticidad, permanecía entre mis rodillas-. Y no solo quiere entrar en el baño. ¿Le abro la puerta?
— Si le abres la puerta, te la va a clavar… -Sara no podía disimular la excitación ni soltar el móvil.
— ¿Me estás dando permiso? -pregunté con una sonrisa traviesa acariciando mis labios inferiores. Me dolían los pezones dentro del sujetador.
— Nunca te daré permiso para ese sin sentido… Pero si tú lo haces.. ya es decisión tuya.
— Si no me lo prohíbes… Creo que voy a abrir la puerta. ¿Cuánta como infidelidad? -musité pensativa… Mis dedos  estaban resultando ser tentadores, pero no complacientes.
— No es una persona… Cuenta como un dildo -me provocó.
— Con lo que me gustan los juguetes… Creo que abriré la puerta -dejé de enfocar mi inundada entrepierna para mostrarle el picaporte, y mi mano acercándose peligrosamente-. Voy a dejarle entrar y que me folle en esta postura -le dije, sabiendo que nada me lo iba a impedir-. Dejare que me haga su perra.
— Sí lo haces, te castigaré por ello…  
— ¿Y qué harás? -mis dedos, sentada desde el retrete, ya alcanzaban el picaporte-.  ¿Cómo me vas a por hacer esta locura?
— Me sentaré en tu cara… Y te ahogaré con mi coñito-me provocó.
— Vamos… Que quieres que abra la puerta.
— No serás capaz.

Mis dedos estrangularon el frio e interte picaporte y jalé la puerta para mí. Sara alcanzó a ver a través de la videollamada el pastor alemán sacando la lengua y volviéndose loco de alegría al verme en aquella postura, preparándose para entrar a medida que se iba abriendo la puerta para él… Se iba a abalanzar sobre mí cuando la puerta estuviese suficientemente abierta, de par en par…
— ¿Lenya? -escuché a Carlos decir, lo que me hizo cerrar la puerta decepcionando por segunda vez al perro-. ¿Estás bien? -preguntó.
— Puto viejo de los… -maldijo mi novia justo cuando cerraba la puerta con el pie, desconectando mi móvil de la videollamada con cierto frénesi.
— ¿Estás bien? -repitió Carlos-. Parece que Aggo te está haciendo compañía -repuso tras la puerta.
— Ni en el baño me deja… Casi, casi termino -dije con el corazón acelerado y con un subidón de adrenalina que me había quitado la excitación de golpe. 
— No quiero interrumpirte, tarda lo que tengas que tardar. Las arepas ya están en un plato con papel absorbente, como me dijiste.
— Cinco minutos y estoy contigo.
— ¿Les voy poniendo el relleno como me enseñaste?
— Sí, por favor…

Lo escuché alejarse, y por escuchar, no oí nada más. El perro pareció haberse marchado junto a su amo. ¿Se lo habría llevado Carlos a un rincón de la casa donde no pudiese acecharme? Observé la pantalla de bloqueo de mi móvil, donde fueron apareciendo los mensajes de Sara levemente malhumorada por la interrupción. Cuando me preguntó si habría sido capaz me limité a contestarle con respuestas vagas y abstractas mediante emoticonos. Tras colocarme bien los pantalones, y con un sabroso calambre de advertencia entre mis piernas recordando que mi clímax no se había ido para siempre sino que seguía acechándome, salí al pasillo, me reuní con Carlos en la cocina y le ayudé a terminar de rellenar las arepas con diferentes contenidos con quesos más fuertes y más suaves, diferentes tipos de proteína y de salsas, entre ellas la mantequilla. 
   Le tanteé su intención de catalogar mi actuación en aquel extra, bromeando en que prácticamente había cocinado solo pero Carlos sin mediar palabra se levantó, agarró un boli y añadió una nueva muesca al apartado de ‘’Preparar el desayuno’’, para luego recordarme que mañana por la mañana cuadraríamos cuentas sobre la cantidad de extras que habíamos realizado hasta el momento.

Cuando terminamos de desayunar, Carlos me preguntó si prefería quedarme fregando los cacharros mientras limpiaba la habitación a su manera, aceptando mi negativa cuando aquella vez fui yo la que agarré el bolígrafo usado anteriormente por él y en la hoja pegada a las nevera con el listado de extras añadí la primera muesca al apartado de ‘’Limpiar la habitación de Carlos’’. 
   Al final, dejé al dueño de la casa y a mi vecino avergonzado frente a la pica fregando toscamente los platos sin atreverse a mirarme la cara. Al llegar a ese punto, la curiosidad me había empezado a hacer mella y me moría por saber que escondía en aquella habitación que no quería mostrarme. 
   ``¿Serán las revistas eróticas del primer día? ¿Algún tipo de juguetes eróticos que pudiesen dañar el ego de su masculinidad?´´ pensaba con pensamientos de naturaleza obscena motivada por mi propia excitación. En cualquier otro momento, con la mente y los cuerpos más fríos, habría sido impensable que creyese aquel adorable hombre tan cercano a la tercera edad seguía manteniendo un apetito voraz, ya fuese por juguetes o por la consumición de porno.
   Escuché al perro llorando en la habitación que utilizaba aquel hombre como despacho y tuve la tentación de abrirle la puerta a costa de ser abordada por él, pero sus gemidos lastimeros no lograron terminar de convencerme a pesar de lo que había estado a punto de hacer en el baño.
   ``Cuando estoy tan cachonda no pienso lo que hago´´ me dije antes de apartarme de la puerta y acercarme a la habitación de Carlos. Tuve la sensación de que, fuera lo que fuera, lo que hallase no me dejaría indiferente, cuestionándome por unos segundos si realmente debía entrar e invadir su intimidad sin que realmente me hubiese dado su permiso. Sí, podría haber conseguido un permiso ambiguo por su parte debido a una incapacidad para darme una negativa clara. ¿Debería regresar y decirle que había cambiado de opinión? 
   Negué con la cabeza inconscientemente antes de decidirme a entrar, llegando a la conclusión de que no haría mi trabajo bien si no me imponía en aquel tipo de cuestiones. Una cosa era su intimidad y otra muy distinta era consentir que la casa tuviese reservas enteras de suciedad. Si me había contratado no solo había sido por hacerme un favor, sino para que lo ayudase en la dura viva de la persona que vive sola. Si empezaba a consentirle acumular suciedad y no limpiar… ¿Qué tipo de precedente sentaría en un futuro tal vez no tan lejano?
   Inspiré hondo y accioné el mecanismo del picaporte haciendo a un lado la puerta para adentrarme en una habitación carente de cualquier tipo de luz, con las persianas totalmente cerradas y con la ventana que daba a la parcela trasera con el pestillo echado. Me encontré impactada por la mezcla de olores a cerrado, a la respiración condensada de Carlos, a su fuerte olor corporal fruto de no asearse y, por último y el que más me llamó la atención por encima de todo… A semen. No sería una exageración decir que me sentí encerrada como si estuviese en una especie de caja de madera, el aire abrasaba de lo caliente que estaba y el olor solo hacía que aumentar la sensación térmica. Olvidé como se respiraba por la nariz y me sentí agobiada al respirar por mi boca, saboreando aún así un olor a semen que era todo lo contrario a sutil.
   Tras toquetear la pared sin encontrar lo que buscaba, se hizo la luz al hallar el interruptor a una altura y distancia de la puerta, permitiéndome me ver un desorden que no me llamó la atención ni por las sábanas revueltas hasta dejar visibles partes del colchón; así como tampoco por la ropa amontonada en el suelo ni el desorden sobre un escritorio con un caos de papeles y objetos personales de Carlos que no me dijeron nada en el primer vistazo que le eché. No, lo que sí me llamó la atención hasta el punto de la obsesión fue decenas de papeles blancos, reducidos a pelotas arrugadas repartidas por toda la habitación. Cuanto más me paseaba, más aturdida me sentía, sin saber si era por la mezcla de olores acumulados dentro o directamente por el desbarajuste que había en general dentro de aquella habitación. 
   Estaba en estado de Shock y, como si recién estuviese empezando a reaccionar, me arrodillé frente a la cama acerqué cuidadosamente mi nariz a una de esas bolitas y confirmé una sospecha evidente desde el principio. Era papel que Carlos había usado para… Desahogarse y limpiarse: Era un olor que echaba mucho de menos. ¿Cuánto había pasado desde que había olido y saboreado el semen? ¿Cinco años? Además… Era irónico, porque antes no me gustaba, o sería más correcto decir que afirmaba no tolerarlo a mis anteriores exparejas. 
   Empecé a poder procesar lo que veía y olía en aquel cuarto: Había, sin exagerar, más de cincuenta pelotitas blancas arrugadas tanto sobre la cama, como tiradas por la habitación así como también entre las patas de la cama y bajo ella. 
   Las piernas amenazaron con fallarme del impacto que me había provocado aquella atmosfera, tanto por el hecho de los sensible que era para los olores como por el desengaño de saber que ese hombre, al que había considerado un viejo senil y andropáusico, tenía tanta hambruna sexual como para llenar su cuarto de semejante cantidad de los restos de sus… juergas, por llamarlo de alguna manera. 
   No sabía ni por donde empezar, por lo que sentada en aquella cama deshecha me concedí unos segundos preguntándome si, al igual que con aquel perro, mi presencia en aquella casa había despertado algo inusual en aquel buen hombre. ¿Era yo la culpable? ¿Ya era así antes de que conocernos?
   Me imaginé a ese anciano masturbándose desesperadamente sobre la cama, una y otra vez pensando en mí. No, eso era imposible. Nunca me había mirado así, estaba segura, al menos hasta el viernes… Mi primer día en la casa fue el jueves, y había más de cincuenta papelitos por toda la habitación, por lo que tocaban a más de diez por día desde que me había conocido… Era imposible.

Me sentí extremadamente cachonda, dispuesta a que la primera persona o cosa que entrase por aquella puerta me cogiese. Era un pensamiento absurdo, porque no iba a pasar, pero estaba tan caliente que me habría gustado que sucediese. Me seguía costando respirar, me toqué la frente con la mano en busca de una fiebre que me pareció encontrar… Decir que estaba ardiendo era poco. Mi cuerpo se sentía extrañamente pesado y raro, sabiendo que debía recoger todo aquel desorden cuando no me apetecía nada… 
   Escuché a Aggo ladrar histérico en la habitación de al lado hasta el extremo de arañar la puerta, lo que atrajo a Carlos hasta la segunda planta, dirigiéndose primero al despacho donde tenía encerrado a su perro y, tras hacerle callar con gesto autoritario, se acercó a la habitación y se dispuso a entrar, pero yo bloqueé la puerta con un pie. Si me veía, estaba segura que mi cara me delataría… Dicen que los ojos son el espejo del alma, pues llegué a la conclusión de que si cruzábamos miradas sabría exactamente que estaba pensando.
— ¿Lenya? -preguntó manteniendo la presión hacia la puerta, pero sin llegar a abrirla. Yo permanecí impidiendo que la abriese.
— ¿Sí? -puse mi mejor voz de poker. Completamente insensible… Aunque creo que no funcionó.
— ¿Va todo bien ahí dentro?
— Es una habitación… -contesté casi por impulso-. No hay nada aquí peligroso para mí… ¿O sí?
— Te lo preguntaba más bien por los ladridos del perro, temía que te hubiese pasado algo.
— En absoluto, estoy bien…
— ¿Seguro? Necesitas… -Me dio la impresión de que la pregunta se le atragantaba en la garganta a Carlos-… ¿Necesitas ayuda?
— No. Puedo sola.
— ¿Seguro? No la he limpiado desde el lunes… Es mucha cosa. No tienes por qué hacerlo.
— No hay en este cuarto con lo que no pueda lidiar -dije olisqueando el aire con mi nariz… Al hacerlo mi cuerpo se volvió todavía más pesado y volví a sentirme débil y mareada.
— No tienes por qué hacerlo -insistió-. Es mi habitación, mi desorden, mí… -No acabó la frase.
— Estoy bien -Contesté sintiéndome embriagada por la mezcla de olores que llenaban el ambiente viciado de aquella habitación… Quería apartar el pie de la puerta y dejar que Carlos viese esa parte de mí… En aquel momento me conformaba con bien poco. 
— Estoy muy avergonzado, Lenya. Procuraré a partir de ahora no ser tan… desordenado. No quería que vieses eso.
— Es tu casa… -dije sintiendo la cara interna de los muslos chorreante como si me estuviese meando encima-, puedes hacer lo que quieras con ella. Yo solo limpio y te sirvo -Mi mente estaba lejos de allí en ese momento, me escuchaba a mí misma con una extraña sensación de irrealidad.
— Bajaré abajo a… seguir fregando los platos -me indicó apartándose de la puerta.

La sensación de sentirme encerrada pudo ser lo que, impulsivamente, me hizo salir de la habitación y llamar a Carlos antes de que alcanzase con su pie izquierdo la escalera hacia la planta baja.
— Carlos…
— ¿Sí? -preguntó volteándose, poniendo sus ojos sobre mí con una cara de poker.

Incluso si no podía saber lo que pensaba Carlo en ese momento, sí podía saber lo que estaba viendo: Cada cosa que sucedía en mi cuerpo dejaba un huella visible de la que había debido percatarse sin ningún tipo de duda: Mareada, empapada en mi propio sudor, húmeda, excitada… Carlos se mostró extremadamente correcto, impactado por lo que veía pero no enseñó sus cartas reaccionando de ninguna forma. 
— ¿Podrías traerme una bolsa de basura? -pregunté de la manera más amena que pude-. Tengo mucho trabajo aquí -solté una risita juguetona que pareció destensar la situación.

Cuando parecía disponerse a bajar  finalmente las escaleras, se volteó a mirarme de nuevo y me sorprendió con una macabra ocurrencia:
— Pareces estar disfrutando.
— ¿Qué? -repliqué confundida frunciendo el ceño.
— Que… -masculló, eligiendo bien sus palabras-… pareces estar en tu salsa.
— Si estoy hecha un despojo… Estoy empapada.
— Lo que quería decir es que estás completamente dedicada con mi habitación… Te he insistido muchas veces para que lo dejes, pero te has mantenido erre que erre hasta que has terminado haciéndola. Cualquier otra persona habría tirado la toalla.
— No soy cualquier otra persona, me tomo muy en serio mi trabajo.
— Eso es lo que me gusta de ti… -dije excitada sin saber como sentirme-. ¿Te gusta que me divierta limpiando tu habitación?
— ¿Te divierte limpiármela? -preguntó alzando una ceja, pareciendo complacido por el rumbo que llevaba la conversación.
— Es entretenido, sí… Me das mucho trabajo.
— No… ¿Te da asco?
— No -sentí que me ponía más colorada.
— Ya vuelvo -dijo, encaminándose a buscar a bolsa de basura. 

Regresé al interior de la habitación y empecé por lo más evidente, cosa que no había hecho al entrar por primera vez en la habitación: Abrí la persiana hasta que el tope dijo basta, así como también la ventana. Arranqué las sábanas cruzadas las cuales desprendían un olor muy intenso al que le había olido el día anterior durante los dos masajes. Hice una bola con todas las sábanas, incluyendo las fundas de la almohada y los cojines lanzándolo todo hacia la puerta de la habitación. Con inercia, fui recogiendo toda la ropa hasta que me di cuenta que algunas camisas estaban secas y arrugadas, mientras que otras estaban húmedas y olían a semen.
— Aquí está… -entró Carlos con la bolsa de basura sin estrenar-. Qué rápida eres… -me halagó clavando sus ojos grises en la ropa que retenía entre mis manos.
— A los lentos se los come el tiempo – musité, aceptándole la bolsa-. Y en esta habitación hay mucho trabajo.
— Me alivia ver que no te desagrada lo que has encontrado dentro… -dijo, y sentí la tentación de decir que me había gustado, aunque fuese de manera sarcástica.
— Tienes suerte de que no sea escrupulosa -Agarré una de las camisas del suelo y se la mostré-. No voy a decirte esto porque te esté juzgando, pero… Sé lo que es esto. Y no voy a decirte lo que puedes o no puedes hacer con tus cosas pero… ¿No podrías usar mejor papel para estas cosas? -musité con mi corazón latiendo fuerte en el pecho.
— Es… -intentó justificarse.
— No quiero saberlo -y le sonreí-, es tu casa, tu habitación y son tus camisas. Si quieres seguir haciéndolo, no hay ningún tipo de problema. Seguiré entrando aquí y limpiando lo que haya.
— Entonces… ¿No es un problema? -preguntó sonriendo tímidamente por primera vez.
— Nunca he convivido con hombres… ¿Es algo normal? Si siempre lo has hecho…

Daba igual que no me sintiese mareada y débil, seguía estando excitada y la idea de que mi jefe, que era a la vez el dueño de la casa, estuviera dándome explicaciones sobre por qué acababa en las camisas.
— El tacto de las camisas es más agradable, y son reciclables.
— ¿Vas a seguir haciéndolo entonces?
— Sí… Es una mala costumbre que tengo.
— Tendré que consentírtelo entonces -dije, justo antes de abrir de par en par la bolsa de basura y empezar a meter los papelitos con la mano desnuda.
— Quieres que… te traiga unos guantes.
— Ya he tocado las camisas, las cuales pensaba que estarían solo sucias. Mejor me lavo luego las manos.
— Como prefieras… Tengo que ir al baño -masculló de repente.
— Continuaré limpiando. 

Por accidente vislumbré mi reflejo en un espejo que había empotrado en un armario de la habitación. Observé que mi rostro reflejaba a la perfección como me sentía por dentro: Ojos entre cerrados, tendencia a poner los labios inconscientemente en posición de morritos… Eso ignorando otros síntomas provocados por mi propia excitación, los cuales rezaba porque Carlos no se hubiese percatado de ellos. 
   En un momento tuve toda la ropa apilada en un rincón, entre las cuales se encontraban no solo camisas sino también calcetines, calzoncillos y alguna servilleta de tacto suave. Todos los papeles, convertidas en bolitas de semen seco, acabaron dentro de la basura así como también algunos plásticos y envases de comida. En tres viajes vacié la habitación de las sábanas, de la ropa y de la basura, ignorando todas aquellos efectos personales de Carlos que preferí no tocar. Al cuarto viaje, mientras hacía la cama en aquel relativo silencio, no podía evitar imaginarme a Carlos estirado en la cama masturbándose, usando las camisas con cierto desprecio por ellas hasta culminar con un orgasmo que le hacía arrugar la camisa en torno a su miembro flácido y satisfecho, lanzándolo a un rincón de la habitación.
   En cierta manera, me excitaba la idea de ser la que recogiese sus deshechos y tuviese que limpiarlo, también la actitud de estar dispuesto a seguir haciéndolo incluso si sería yo la que tuviese que recoger todo aquello. 
   Barrí, fregué, limpie los cristales y terminé de hacer la cama. El resto de rincones donde pudiese acumularse polvo o suciedad lo dejaría para la mañana del día siguiente, el domingo. Salí del cuarto y me puse a limpiar el salón, así como la cocina, la cual limpie muy superficialmente para que estuviese lista para el momento de hacer la comida. Antes de empezar con el baño de la planta baja, debido a que el de la planta superior lo estaba usando su dueño, empecé a ojear la despensa y los armarios con productos culinarios empezando a echar en falta ciertos ingredientes, anotándolos en una lista de la compra que dejé sujeta a la nevera mediante un imán. 
   Coloqué dos ollas: Una para hervir arroz y otra para las legumbres; mientras se calentaban las dos aguas, preparé una tabla de madera blanca repleta de un surtido de quesos y de embutido. Coloqué olivas, patatas fritas y salsas para mojar, entre ellas vinagre con pimenton dulce y ajo para las olivas. Tras colocar la mesa, subí a la segunda planta y golpeé suavemente la puerta del baño.
— ¿Carlos? ¿Sigues ahí? -pregunté con curiosidad.
— Salgo en un momento.
— Carlos, llevas más de una hora encerrado. ¿Qué haces? -pregunté con una sonrisita traviesa que me salió sola.
— Tengo dolor de barriga.
— La comida está casi lista.
— Salgo en un momento.
— Tranquilo, baja cuando estés. Dejaré el plato principal listo y me pondré a limpiar el baño.
— Ya casi estoy -contestó con un deje de urgencia en su voz-. Ya bajo…

Sentí la tentación de hurgar y curiosear, debido a que mente, sucia en aquel momento, no podía evitar malpensar lo que podría esconderse tras la excusa del dolor de barriga. Sin embargo, volví a la cocina, terminé de preparar la comida y la serví en dos platos separados a cada extremo de la mesa, en el centro, las tapas para acompañar.
   Carlos no tardó ni diez minutos de bajar y sentarse en la silla donde solía comer. Ambos empezamos a comer tanto de nuestros platos como de las tapas que complementaban nuestro menú. 
— ¿Qué tal el vientre?
— Mejor -me contestó, tapándose la boca para masticar a pesar de que no se le veía el interior debido a la barba. 
— He realizado el inventario de la despensa y deberé ir a comprar hoy sin falta. ¿Me acompañarás?
— Debería. ¿Verdad? -preguntó con una sonrisa descarada.
— No te apetece salir. ¿No? -Empezaba a conocerlo, y si había salido el jueves 2 días antes seguramente había sido para no dejarme sola en mi primer día.
— Lo siento, Lenya… Soy muy sedentario.
— Sería bueno que me acompañases, aunque sea solo para que te de un poco el sol.
— Si necesitas que te acompañe, lo haré. 
— Necesitaré que me acompañes -decidí sonriendo de oreja a oreja.
— Entonces te acompañaré, pero que pereza.
— Si quieres que te vaya a comprar sola, tendrás que conseguirme un carro de la compra. 
— Podrías comprarlo tú y te lo pagaré como si fuese un artículo especial.
— Me haré rica contigo, no dejo de hacer extras. Bueno, eso sin contar los de Aggo que no creo que pueda ducharle o sacarle a pasear nunca, ponerle la comida todavía.
— Es una mala época para él, está en celo.
— ¿Solo el perro está en celo? -pregunté medio en broma, medio en serio llenando la cuchara de arroz y legumbres para llevarlas a mi boca. 
— ¿Lo dices por algo en concreto? -Carlos sonrió.
— No esperaba que… -me interrumpí al pensar lo mal que podía sentarle decirlo de aquella manera-. Quiero decir, a tu edad pensaba que esa necesidad de… masturbarte… se reduciría.
— Eres muy amable, Lenya -contestó enterneciendo su expresión-. Vamos, que no debería poder hacerlo.
— No, eso no. Pero había muchos papeles… y camisas.
— Porque soy muy fogoso -se justificó mermando aún más su plato.
— Demasiado fogoso, según he podido comprobar -hice una pausa-. Puedo preguntar… ¿Cuántas veces lo haces al día?
— No las cuento -aseguró con una sinceridad de la que no pude desconfiar-, cuando se me antoja lo hago.
— ¿Si estuvieses en el trabajo…? -empecé a decir-. Aunque ya no estés trabajando -dije a modo de inciso-. ¿Podrías aguantarte?
— En 57 años me ha pasado muchas veces, algunas sí… Algunas no. Como ya he dicho, soy muy fogoso.
— Vaya… -Me había quedado sin palabras. Siempre había creído que los hombres tenían tendencia al menos que al más, y cuanto más corto mejor. Lo que me suscitó otras preguntas-. Carlos… ¿Siempre has estado solo? Lo pregunto por tu… fogosidad.
— Hace muchos años tuve algunas parejas sexuales, si es lo que preguntas.
— Sí, a eso me refería.
— Nunca he sido atractivo, ni he tenido un cuerpo que interesase a otras mujeres… Pero encontré a unas pocas mujeres que les gustó revolcarse conmigo -contestó riendo sin entrar en muchos detalles-, pero parejas largas… No, en absoluto. Y las parejas que te digo fueron muy pocas, más por mi propia incapacidad de cuidar esas relaciones que por cualquier problema mutuo.
— ¿Y ya estás bien con eso? 
— ¿Perdón? -contestó sin comprender.
— Quiero decir, que con lo fogoso que eres estar solo…
— Realmente me es indiferente. No me siento mal por estar solo, solo tengo muchas ganas de… desfogarme. 
— Entiendo -contesté riendo. 

La comida había ido mermando hasta que finalmente no quedaba nada y, al menos yo, me sentía llena. Le propuse fregar los platos mientras se vestía, tardó tanto en elegir la ropa con la que iba a salir que me dio tiempo de ir a mi casa donde pude lavarme los dientes y asearme un poco. Tan siquiera me cambié para ir a realizar la compra, terminando cada uno con seis bolsas haciéndonos llegar a la casa con los dedos doloridos y los brazos agotados, así como también ambas espaldas sobrecargadas. Las nuevas aportaciones llenaron sobradamente las estanterías de la despensa y los cajones que se habían ido vaciando en aquellos dos días. 
   Tuve la ocurrencia, con el beneplácito de Carlos, de comprar provisiones de Whisky, Ron y Aguardiente. El perro, que había sido liberado de su confinamiento por toda la casa, volvió a acecharme sin cometer el error de molestarme pues sabía que, si lo intentaba, volvería a ser encerrado en el exterior o en el despacho de la segunda planta. 
   Me puse a limpiar más a fondo el comedor, buscando eliminar acumulaciones de polvo tanto dentro como bajo el sofá, así como debajo del gran mueble sobre el que se apoyaba la televisión. Después me puse con el cuarto de baño de la segunda planta así como el despacho… Se acercó la hora de irme a las siete cuatro de la tarde, acercándome a Carlos para despedirme. 
— Mañana cuadraremos cuentas con los extras hechos hasta el momento. ¿Has añadido lo de hoy? 
— Sí. Mañana podríamos dejar lo del recuento de extras para la noche. Porque estoy segura de que añadiremos desayuno, comida, hacer tu habitación…
— No seas ridícula, Lenya, por favor… Ya la has hecho hoy -contestó sonriendo.
— Oh, se me olvidaba. Hasta el año que viene no puedo volver a limpiarla, supongo -ironicé antes de sonreírle-. Al ritmo que vas volverás a llenarla de papelitos y de ropa sucia -le espeté amistosamente.
— Tampoco quiero que me veas como un pajero -se echó a reír, colorado. 
— Eso tampoco, pero no es normal la cantidad que me encontré. Menos mal no llegaste a tener una pareja estable porque creo que la habrías matado de la insistencia.
— No digas tonterías… Lo que realmente necesito son abrazos, y la presencia de alguien amable como tú que me ayude a soportar esta soledad. 
— Que adorable… Me alegra poder ayudarte en eso.
— ¿Puedo abrazarte siempre que quiera entonces?

Me pensé bien la respuesta, más con mi problema con los olores. Aquel día, había estado muy excitada atada a mi estado menstrual, que siempre me ponía cachonda perdida. Lo que había sucedido en el cuarto de baño, o en la habitación de Carlos, me lo había hecho pasar muy mal. No era agradable sentirse de esa manera sin poder calmar esa ‘’urgencia’’ de ninguna manera. Estar tan cachonda era sumamente desagradable, y además, no me dejaba pensar con claridad. 
   Por eso, no quería que se convirtiese en un hábito para el abrazarme. Aún así, me daba pena. Me daba mucha pena que se sintiese tan solo y que yo, de alguna manera, pudiese enmendar eso dejándome abrazar.

Asentí levemente con una sonrisa consentidora y se acercó para despedirme con un gran abrazo que me apretujó todos los huesos, sin darse cuenta que su hombro me tapó la respiración… Por suerte la ropa de la calle estaba limpia y no era su pijama sudado, aún así… Me sobrecargó la nariz con su característico olor a sudado y a falta de higiene. 
   Me marché a casa tras dejarme dar el abrazo de despedida y al llegar a casa me fui directa a mi habitación donde, tras cerrar las persianas y todas las luces, encendí un par de velas, saqué mi dildo vibratorio favorito de su envoltorio y, tras desnudarme, me lo introduje con una urgencia pocas veces vista, activándolo para que me demoliese por dentro a máxima potencia mientras mis dos manos me acariciaban y me pellizcaban los pezones, dejando que los orgasmos que llevaban pendientes desde altas horas de la mañana llegasen solos sin que tuviese que hacer nada.
   Por mi cabeza visualicé ciertas cosas que fueron un disfrute travieso que no debería compartir con nadie: Un gordo seboso entre mis piernas empujando con la impaciencia de un virgen, un perro desesperado bombeando su instinto animal entre mis piernas… Y me vine varias veces hasta que mi dildo acabó pringoso y abandonado entre sabrosas vibraciones sobre la toalla blanca que se encontraba manchado de mis propios fluidos y de restos de sangre seca.

Con su ropa de trabajo en un rincón del suelo de la habitación, se quedó dormida en la cama, agotada tras un largo día de trabajo. 


Capítulo 16 de Sara: Sinceridad & Castigo

A las ocho de la tarde aparqué a dos cuadras de nuestra casa, era una tarde donde encontrar aparcamiento había sido extremadamente difícil. Lo había sido, irónicamente, porque justo ese día volvía a estar preocupada porque desde lo sucedido con la videollamada en el baño Lenya no le había contestado al teléfono ni se había puesto en contacto con ella de ninguna manera. ``Su última conexión´´ rezaba que hacía más de 6 horas que no iniciaba sesión con el móvil, lo que la mantenía con la creencia de que, tal vez, pudiese seguir en la casa del vecino.
   Sin embargo, encontré unas zapatillas negras en la salita de recepción, y al subir a la segunda planta me la encontré dormidita en la cama, completamente desnuda y con una toalla desordenada que debía haber desplazado en sueños con los pies, enterrado entre los pliegues de la toalla, había un consolador. 
   Me senté en mi lado de la cama y le acaricié la carita, procediendo a esconderle su rubio flequillo tras la oreja; entonces me desvestí, marché a la ducha y me senté en el plató bajo el agua a relajarme durante unos cuantos minutos donde, bajo una agradable corriente de agua caliente, pude desconectar de aquel día tan largo. 

Cuando salí de la ducha enroscada en mi toalla tras lavarme los dientes, me la encontré despierta aún acurrucada entre las sábanas. Soltó un exagerado bostezo antes de sonreírme y preguntarme:
— ¿Qué hacemos esta noche? ¿Vemos una peli?
— Te noto cansada. ¿Has trabajado mucho hoy?
— Sí… No he parado casi.
— ¿Ha pasado algo que me quieras contar? -pregunté con un tono de voz que animaba al diálogo.
— ¿Algo como qué? -repuso pícara y traviesa.
— ¿Te ha hecho algo fuera de tono Carlos? ¿Hiciste algo con el perro al final?

Al mencionarle lo sucedido con el perro, se ruborizó y se recostó contra la pared, sonriendo avergonzada.
— Ah, sí… Lo del perro. Perdí los estribos.
— ¿Por el perro? -Alcé una ceja.
— Creo que fue la regla.
— Crees… ¿Algo más?
— No, Carlos no ha hecho nada inapropiado… Espera, estoy teniendo un dèjá vu. ¿Vamos a hablar esto cada noche cuando vuelvas de trabajar?
— Solo cuando crea que no hay riesgo de que abuse de ti.
— No va a abusar de mí.
— La única manera de que estaré segura de que no va a pasar es que sea gay o le hayan cortado las bolas. Un hombre es un hombre, después de todo -dije aquello viendo como Lenya gesticulaba una expresión de hartazgo-. ¿Ha pasado algo?
— No, pero su olor es muy fuerte… Me excito. 
— ¿Te excita él? -pregunté aunque estaba segura de haberla entendido.
— No, el olor… Huele mal y, ya sabes… 
— Masoquista -reí apretándole los mofletes-. ¿Por qué huele mal?
— No le gusta bañarse. 
— ¿Por qué? -Pareció pensárselo antes de responderme.
— No lo mencionó, solo no le gusta.
— ¿Has sentido alguna tentación?
— No, Sara, ninguna. Voy a trabajar, no a coquetear con el vecino.
— Pareciera, Lenya, pareciera. 

Me estiré en la cama y estuvimos unos instantes calladas, finalmente me agobió la toalla y la abrí de par en par dejando al aire mi vaginita depilada y mis grandes pechos completamente aseados. Incluso si ambas eramos una fetichistas de los malos olores, era difícil que nos resistiésemos al cuerpo aseado de nuestra pareja. Los malos olores eran algo más morboso, más humillante y más delicioso. Algo que no nos gustaba pero no podíamos evitar que nos excitase. Cuando a alguna de nuestras amigas les habíamos comentado que nos encendíamos cuando olfateábamos ese tipo de olores en alguien que nos atraía, no podían entender como nos encendíamos. ¿Cómo era posible? 
   La respuesta variaba dependiendo de a quien le preguntases: Para Lenya algo fallaba en nuestras cabezas, mientras que para mí éramos solamente dos masoquistas con afinidad por la humillación. Por supuesto, de las dos yo siempre había sido la más dominante… No disfrutaba tanto que Lenya me dominase o me humillase, y al revés sucedía igual. 
   Sin embargo, siempre que se lo habíamos contado a alguien había surgido la misma pregunta: ¿Y si os excitan los malos olores como hacéis cuando tenéis que ir en un tren con un aroma repulsivo? O cuando nos veíamos obligadas a entrar en un baño público con deficiente desinfección y excitarnos en vez de vomitar… ¿Nos podíamos excitar con un gordo que, sin ningún tipo de atracción por él nos abrazase y al oler extremadamente mal nos excitásemos? 
   Mi opinión era definitiva al respecto: Eso era imposible. Era necesaria una atracción para excitarnos, sino era simple mal olor. Si no había una estimulación positiva de alguna manera, nos limitábamos a arrugar la nariz o sentir nauseas.
   Por ello desconfiaba tanto de Lenya, ya que si de alguna manera le excitaba el olor de nuestro vecino, el único motivo posible sería porque de alguna manera le excitaba, y si me lo negaba, es porque de manera inconsciente o no, estaba mintiendo. 
— ¿Por qué estás tan celosa? -me preguntó finalmente-. No te he dado motivos para desconfiar de mí. ¿O sí?
— ¿Qué quieres que te responda a eso? -le cuestioné-. Sí, Lenya. Estoy celosa. Pasas más tiempo con ese hombre que conmigo. Dices que se siente solo, y que te abraza. ¿Qué hacemos si me siento yo sola?
— No seas exagerada, por dios -Lenya puso los ojos en blanco-, estamos probando que tal sale esto. Que me salga un contrato así es una lotería… Imagina la cantidad de dinero que conseguiremos ahorrar en cuatro o cinco meses si cobro alrededor de dos mil.
— No todo es el dinero, Lenya -le recordé.
— ¿Estás celosa de un hombre de 57 años? -se mostró incrédula.
— ¿Puedes asegurarme que no tiene ningún interés sexual en ti? Si solo te viese como su nieta, o incluso como su hija, me quedaría mucho más tranquila.
— No estoy dentro de su cabeza -Mi novia se estaba andando por las ramas, o esa es la impresión que me dio.
— Tienes que darme una respuesta, sí o no -le espeté sin recular.
— No me ve de esa manera -aseguró, me pareció mentira-. Creo que me ve como su hija.

La conversación me agotaba lentamente, y mi paciencia estaba llegando a su límite, agarré el móvil y me puse a navegar por redes sociales, volvió a hacerse el silencio hasta que esta vez fue Lenya la que me buscó. Primero con caricias, luego con besos hasta quedarnos acurrucadas mirando a la nada. Apoyé la parte frontal de mi rostro contra las raíces de su cabello, disfrutando la fragancia que liberaba, y así, en esa postura de imperturbable tranquilidad, permanecimos silentes hasta que finalmente ella preguntó.
— ¿Qué haces para cenar?
— Esa es otra de las cosas que me molesta… Tú siempre te encargabas de la casa.
— La casa es de los dos -gruñó.
— Que sí, no quise decir que lo tengas que hacer todo. Pero estaba acostumbrada a llegar de trabajar y que la cena estuviese hecha. Maldita sea, hasta la casa estaba mil veces más limpia.
— ¿Le digo a Carlos que voy a dejar de trabajar para poder dedicarme a las tareas del hogar?
— No he dicho eso -Por dentro sentí que esa sería el único camino aceptable, pero nunca lo reconocería.
— No hace falta… Estas celosa de todo, hasta en que no te hago la cena y…
— Te recuerdo que trabajo más horas que tú -me irrité.
— No son tantas horas más: Te levantas antes porque trabajas más lejos, y tienes dos horas de descanso de la una hasta las tres.
— ¿Y tú no? -le pregunté.
— Desde que entro hasta que salgo no paro, y el viernes creo que fue hice horas extras. Así que si quieres cenar, hoy te toca.
— ¿Quieres cenar? -pregunté, sacando todo mi carácter impregnando mi enfado en esa pregunta de dos palabras.

Lenya se sorprendió y se apartó de nuestro abrazo, tomando distancia y evaluándome sin saber que esperarse pero ya era tarde. La agarré del pelo y la forcé a bajar al pilón, incrusté su boca en mis genitales sin tener la más mínima intención de tener sexo. El cuello de mi novia opuso resistencia intentando retroceder, pero desde mi agarre capilar no la permití echarse atrás. 
   No estaba cachonda, ni siquiera tenía ganas pero que los labios de Lenya empezasen a comer, aunque fuese de manera forzada liberó una chispa que empezó a subirme la temperatura.
— Ah… -suspiré mientras la boca de Lenya se resignaba a comerme.

La empujé, dejándose tumbar boca arriba. Ambas desnudas de pies a cabeza, y mientras ella me miraba sumisa con sus labios todavía secos, avancé cuidadosamente con ambas rodillas y postré mi coñito sobre su boca mientras dejaba caer mi torso sobre su vientre haciendo retumbar mis enormes senos contra su piel… Y mi boca encontró su vagina, la cual ya empezaba a humedecerse de manera tímida. Comimos en silencio con el aleteo de nuestras lenguas, con ambas respiraciones aceleradas hasta que sentí que se acercaba al orgasmo. 
   No era nada para tirar cohetes, no es que estuviésemos sobradamente excitadas y aquella sensación de climax tan pobre fue la consecuencia de que nuestros cuerpos se provocasen mutuamente pero, cuando se me hizo inminente que Lenya llegase al punto sin retorno dejé de chupar sintiendo como exclamaba de decepción, exigiéndome que continuara.
— Si te excitas con olores ajenos estás castigada -le reprendí aplastando mi coñito ya húmedo contra su nariz y su boquita.

Quiso decir algo, pero el peso de mi cuerpo no la dejó. 
— Seguirás yendo a esa casa y seguirás dejándote abrazar por nuestro vecino, tendré que aceptarlo. Pero si no le paras los pies -le espeté moviendo en círculos mi culo sobre su cara- correrás el riesgo de que te castigue sin poder tocarte. 

Me levanté, divisando divertida los labios de mamadora que tenía Lenya impregnados con mi flujo precoz y abrí un cajón para extraer la bata azul de Lenya que tanto le excitaba verme puesta. Era una realidad que a ella le quedaba bien pero a mí mejor, debido a que la suave tela era tan fina que apenas podía contener nuestros pechos y, los míos, al ser más grandes, se asomaban si no amarraba bien la bata alrededor de mi cintura.
— No te preocupes, mi amor. Te prepararé la cena… Y si no bajas en tres minutos, consideraré que te has tocado y el castigo será mucho peor -le amenacé.
— ¿Por qué me haces esto? Quieres que vaya a esa casa pero me dejas bien caliente. 
— ¿Por qué? -repetí-. Porque el problema no es nuestro vecino. El problema eres tú, Lenya. Tú eres la que lo consientes. La próxima vez que quiera abrazarte le dices que huele mal, o que me pongo celosa y no quiero que te toque. ¿Me has entendido? 
— Si no me dejas aliviar mi tensión sexual no sé como quieres…
— ¿Entonces reconoces que lo ves de esa manera? -pregunté, volviéndome hacia ella antes de salir de la habitación-. ¿Tengo razón cuando digo que sientes atracción por él?
— No me excita… Es un señor de 57 años, por favor -contestó avergonzada, buscando algo con lo que taparse su desnudez. 
— Eres una fetichista y te excitan los malos olores porque te gusta el sexo bien sucio. Te excita increíblemente que un hombre como Carlos abuse de ti…
— Eso no es verdad -me reprochó.
— Lenya, te conozco mejor que tú misma.
— Sí, es cierto lo de los olores. Pero deberías ser tú más que nadie quien supiese que lo que me excita es que me domines… Tú, no el vecino. Tú.
— Si lo que dices es cierto, entonces por muy tensa que estés sexualmente no deberías caer ante un vecino gordo, feo y maloliente. ¿Verdad?
— Pues así es.
— ¿Te he entendido bien? -pregunté con tono amenazante-. Repite con tus propias palabras, por si no te he entendido.
— Digo que por muy cachonda que esté no caeré ante nuestro vecino…
— Eso quería oír -dije satisfecha.
— … pero lo pasaré muy mal en su casa. Sabes que hasta que no me doy el gusto mi mente se mantiene muy sucia.
— Puede que ahora sea yo la que quiere tenerte cachonda perdida todo el día, y cuando me avises de que el vecino te mira con otros ojos o empiezas a tener tentaciones, paramos… Pero no puedes tocarte. Estás castigada… Y esta noche me vas a comer a mí de postre.

Estaba siendo extremadamente cruel, pero me gustaba castigarla de esa manera. Lenya, con un carácter casi inexistente, me miró con ojitos de un corderito que suplica por su vida al matador. Solo me quedó ignorarla, bajando a la comida y preparándonos la cena. Después surgió ver una película en la que Lenya permaneció extremadamente melosa, hicimos una videollamada con dos amigas que viven juntas y no son pareja antes de dar por finalizado nuestro día, el cual encontró su final en nuestra cama tras asearnos. No hubo sexo, no hubo comida de coño… Nos limitamos a hablar un rato sobre cosas que nada tuvieron que ver, como si Lenya supiese que no había discusión posible que le pudiese evitar el castigo y ya lo hubiese aceptado… Y nos quedamos dormidas, abrazadas, desconectando hasta dentro de ocho horas donde yo tendría fiesta y Lenya iría a trabajar.



 Capítulo 17 de Lenya: Los nuevos extras


Cuando el domingo desperté lo hice, en parte, ilusionada por el hecho de que fuese a ajustar cuentas con Carlos sobre la cantidad de extras que había llevado a cabo desde mi primer día en su casa, que había sido el jueves, hasta ese mismo día. El entusiasmo de ver cuanto podría acumular en tan solo media semana ahuyentó cualquier rastro de sueño en mí, dejando mi rutinaria taza de café con leche hasta prácticamente haber terminado de asearme en el baño. 
   Continuaba sangrando, aunque por suerte mis dolores menstruales eran más dolorosas que sangrantes, y por doler mes tras mes se me hacía bastante soportable. Por ello, tras cambiarme la compresa nocturna y lavarme bien me animé a hacerme dos tostadas con aceite de oliva y ajo para bajar bien mi café con leche antes de vestirme con mi nuevo uniforme de trabajo y despedir a Sara en la cama, la cual permaneció tan sumida en su sueño que ni se percató de que le besaba en los labios antes de salir. 
   Cuando salí al porche por la puerta principal lo hice con los mismos pantalones negros y el calzado que me había proporcionado Carlos el día anterior, pero el chaleco me había quedado demasiado ajustado para mi gusto por lo que llegué a la conclusión de que sería mil veces mejor que utilizase cualquier otra camisa incluso si corría el riesgo de desgastarla o mancharla.
    Cuando entré por la puerta principal, no es que pudiese decirse que estuviese siquiera levemente excitada pero tanto el dueño como su perro parecieron olerme nada más entrar y dejar las llaves colgadas de los ganchos de la pared. 
   Aggo mantuvo la distancia, exactamente igual que el día anterior. No obstante, Carlos, vestido con su sudoroso pijama y su bata pareció haber necesitado solo 2 días para mal acostumbrarse en invadir mi espacio vital con un abrazo que casi me derriba y un par de besos en las mejillas que me dejaron pasmada, su aliento era… mañanero.
— Te he echado en falta… -ronroneó sin finalizar su abrazo hasta que le di, en estado de shock, dos palmaditas en la espalda.
— No seas dramático… -musité riendo-, no llevo ni doce horas fuera.
— Esta casa se siente muy solitaria sin ti. Con Aggo pensando en ti, melancólico -bromeó con aire teatral.
— No estoy segura de que sea el perro el que suspira pensando en mí.
— Oh, nunca he dicho que no te eche de menos. ¿No lo reconozco abiertamente al abrazarte?
— Con mucha intensidad, sí -dije solemne, reprimiendo mi sonrisa. 
— Tendremos que renegociar el contrato para que te quedes a dormir aquí -tanteó.
— No estoy muy segura de que a Sara le vaya a hacer gracia ni siquiera que se lo plantee.
— ¿Tiene algún problema con tu nuevo trabajo? -preguntó como si hubiese acabado de pinchar en la nube sobre la que flotaba.
— Esta celosa -me limité a decir.
— ¿De este pobre viejo?
— De nuestro vecino en común, sí -asentí, negándome a llamarlo de esa manera tan despectiva.
— Es normal que proteja lo que es suyo -afirmó comprensivo-. ¿Supone un problema que trabajes aquí? ¿Os he hecho discutir? Podríamos…
— Sí, pero ha sido una discusión necesaria. No hay nada malo en este trabajo -mentí reprimiendo una sonrisita traviesa, sabiendo muy bien como discreparía Sara si le hubiese contado lo de la habitación llena de pañuelos de semen y ciertos tocamientos inocentes de cuello para arriba que me había hecho-. Carlos, me gustaría no hablar sobre eso. Es un tema que me cansa de sobremanera. ¿Qué hago hoy para desayunar?
— Oh, sí… Hoy es el día de los extras.
— ¡Oye! -le espeté riendo-. La que debe estar ilusionada soy yo, me va cobrar en ello.
— No tiene por qué, es una de las cosas más entretenidas que hago últimamente, y eso que apenas sumará en total un par de minutos al día. He estado pensando que otros extras puedo inventar.
— ¿Otros? -inquirí recelosa-. ¿Cómo qué?
— Nada malo -se propuso a aclarar alzando las manos-, jugar al parchís o al ajedrez conmigo… Cosas para hacer compañía a este viejo.
— Carlos, no me seas… -Me pensé dos veces terminar la frase con la grosería que me nació decir-. Para eso no es necesario que me pagues…
— Si estás en tu horario de trabajo. ¿Por qué no iba a contar como extra? 
— Porque me la pasaría jugando al parchís contigo y no haciéndote el desayuno -mi observación le hizo reir.
— Entonces basta con que ofrezca el doble o el triple por hacer lo que me interesa que haga y dejarlo a un precio mínimo este tipo de juegos de ocio.
— En ocasiones me asusta lo rápido que llegas a este tipo de razonamientos -bromeé riendo mientras me acariciaba la nuca-. ¿Te hago el desayuno entonces? 

Recibiendo como respuesta un asentimiento, me preparé para dejar mi móvil y mis llaves en mueble de la diminuta recepción antes de reunirme con él en la cocina donde, mientras yo preparaba los instrumentos gastronómicos y las herramientas necesarias para un buen desayuno, Carlos se limitó a sentarse en la apartada mesa de la cocina tras agarrar de la nevera el inventario de extras enganchado con imanes, así con un bolígrafo y una calculadora que parecía tener preparado de antemano. 
— Cuatro desayunos, dos comidas, una cena, cinco platos, dos compras, un artículo especial… y una excepción de camarera en tres días, ya estoy contando el desayuno de ahora. Lo que asciende a una suma, al menos hasta ahora de… 68 dólares.
— No lo veo muy lucrativo -confesé sacando la sartén y un par de ingredientes más de la nevera.
— Esta primera semana iba a ser orientativa -comentó con toda la tranquilidad del mundo mientras, pensativo, mordisqueaba su bolígrafo sin apartar la vista de la hoja.
— Hice horas extra un día, quedándome un poco más. ¿Dónde apuntamos esas horas extras o horas de menos que surgen de manera imprevista? -aporté de manera constructiva sin volverme a mirarlo.
— Es verdad… Al ser un horario tan flexible deberíamos apuntarlo en algún lado -repuso abstraído-, tal vez en esta misma hoja podríamos añadir un recuadro para las horas básicas desde que vienes hasta que te vas. 
— Me parece bien -contesté mientras le veía hacer con su letra tosca la modificación de manera improvisada.
— Dijimos que estos recuadros podrías hacerlos tú con el ordenador. ¿Me equivoco?
— Así fue. 
— Entonces, cuando hoy vuelvas a casa… ¿Podrás crear uno nuevo con todos los apuntes? Si puedes evitar poner las rayitas, eso prefiero que sea a mano. Quedaría feo si unos están a ordenador y otros añadidos a…
— Claro, no habrá problema. No quedaría bien. 
— Volviendo al tema de que te parece poco, Lenya… Ciertamente, ya me lo pareció cuando ojeé el listado entre ayer y hoy, por eso estaba pensando en añadir cosas que puedan hacerte variar el día a día que estés aquí y aportarte más salario a final de mes. Después de todo, alguna mañana me puedo preparar el desayuno y si tu juegas conmigo al parchís, por poner un ejemplo, puedes cobrar una suculenta cuantía. 
— Anteponiendo al ocio a su alimentación, Carlos. No parece muy responsable por su parte.
— Tutéame, Lenya -me recordó, diligente.
— ¿Qué?
— Tutéame -repitió divertido.
— Ni me he dado cuenta, lo siento -saqué la lengua para disculpar mi despiste y luego me centré en lo que estaba cocinando: Huevos con bacon a la plancha y aguacate recién cortado. 
— Que me hayas tratado de usted me ha hecho recordar que estoy viejo, muy viejo… Me ha estado doliendo mucho la espalda. Antes de ponerte con lo que consideres en la casa, quería pedirte si podrías hacerme un masaje de esos fuertes.
— ¿Hacerte un masaje… fuerte? -pregunté desconfiada-. No soy fisioterapeuta.
— Ni falta que hace -replicó.
— ¿Qué tipo de dolor es?
— El tipo de dolor que me incordia estando de pie, sentado o estirado; por eso me vendría tan bien que me apretases la espalda con tu peso. 
— No sé si será buena idea hacerte un masaje de esos recién terminado de desayunar. 
— ¿Eso significa que me lo harás? -preguntó con voz triunfante. Sus ojos parecían haberse iluminado en su apagado rostro.
— Soy una asistente que te ayuda en casa, el resumen de mi contrato bien podría resumirse en ello, así que… Sí. ¿Por qué te extraña tanto que te lo haga? -me extrañé, entornando los ojos-. ¿Prefieres que me niegue y me ponga a hacer lo mío limpiando la casa?
— No, no… -reparó alzando ambas manos, apaciguador-. No tengo a nadie para que me haga masajes y pensé que podría no gustarte.
— Te di un masaje en los pies y otro en los hombros. ¿Qué te hace pensar que no podría dártelo en la espalda? Sea como sea -añadí-, sigo diciendo que no sería buena idea hacerte el masaje al terminar de desayunar. ¿Y si lo dejamos para el mediodía antes de la comida?
— No, quiero que sea ahora… Por favor -añadió con una súplica que le hizo aparentar más años de los que en realidad tenía. Me había parecido, durante unos instantes, un viejo vulnerable con miedo de ser rechazado, además. Me dio la impresión de que su insistencia tenía otros motivos como… ¿Impaciencia? 
— Primero el desayuno, que si no se enfría.
— Es el dolor el que habla -se justificó sonriendo tristemente-. ¿No puedes hacerme el masaje ahora y luego desayunamos? 
—El desayuno frio pierde parte de sus propiedades… Y no sabe tan bien como cuando está caliente. 

Tan pronto el vapor que emanaba la sartén fue sugiriendo la progresión sobre los fogones, Carlos me ayudó a colocar los cubiertos y los vasos justo antes de sentarnos a desayunar. Era el cuarto día que desayunaba con él, y sin embargo, nunca antes lo había visto comer tan rápido, tanto que me atragantó mi propio desayuno. 
   Con la impulsividad de un ilusionado infante el día de navidad, reunió todo lo necesario mientras acordábamos que yo me quedaba fregando los platos y, permaneciendo sola en la cocina bajo la atenta mirada del perro, siendo cada vez más consciente de lo que conllevaba un masaje de espalda, puesto que ni siquiera me había parado a pensar que sería sin camisa; por lo que a medida que iba enjabonando las vajillas y las iba aclarando con agua me di cuenta en el jardín que me había metido. 
   Titubeante, saqué el móvil con las manos húmedas y ojeé la hora: Eran las diez de la mañana, era muy probable de que Sara ya se hubiese levantado. Se me pasaron decenas de motivos por los que debería rechazar el masaje en aquel momento con alguna excusa educada mientras sopesaba las consecuencias de aceptarlo.
    Al final, ganó el argumento del ‘’No hay que sexualizar los masajes’’ y por lo tanto acabé parada frente a él, desnudo casi por completo a excepción de los calcetines: Era la primera vez que lo veía sin camisa. Su torso estaba cubierto de bello, y no tardaría mucho en descubrir que su espalda también. Al contrario que su cabello, que mayoritariamente era gris blanquecino, en el pecho los pelos oscuros permanecían en un número superior, lo que no dejó de resultarme curioso. Carlos estaba más gordo de lo que aparentaba con su pijama y con la ropa que solía haberlo visto, dejando cualquier parte de su cuerpo alejado del significado delgado: Su abdomen y sus pectorales eran los de una persona gorda, con un vientre tan inflado que se le contagiaba a las caderas con unas piernas más gordas que las mías. Aún así, no era un obeso mórbido, y eso es importante recalcarlo. No sentí absolutamente nada al ver su cuerpo, pero el que fuera tan peludo si sacudió mi interior de alguna manera, pues estaba acostumbrado al depilado cuerpo de Sara, la cual era una fanática de la depilación. A mí me gustaba que estuviésemos exentas de cabello, pero era menos perseverante al respecto. Por ello, me afectaba de alguna manera ver tanto vello en una persona, como si fuese una especie de animal o bestia salvaje. Por último estaba el olor… Sin ropa, irradió a su alrededor un pestazo a sudor y dejadez que me aturdió por unos segundos, y me hizo estremecerme pensar que iba a tener que masajear aquel cuerpo con mis manos desnudas…
— Deberías darte una ducha -dije de modo teatral.
— ¿Tan mal huelo? -se olfateó repetidamente por encima de los hombros y se puso rojo.
— ¿No te has lavado? -pregunté-. ¿Ni ayer ni hoy? -Esa conversación la tuvimos el viernes, y para entonces ya llevaba desde el lunes sin haberse duchado… como mínimo.
— No… Lo siento. Debe darte mucho asco. 
— No me da asco -contesté tragando saliva-. ¿Pero me vas a hacer que te haga un masaje sin haberte duchado?
— Si no te da asco no debería haber problema…

Volví a preguntarme que andaba mal en mi cabeza para sonreírle tímidamente y negar con la cabeza, quedándome sin palabras y tragando saliva por segunda vez. Le insté silenciosamente a tumbarse boca a bajo únicamente con sus calzoncillos tapando su desnudez, le coloqué una toalla sobre los mismos y, tras cuestionarme la posibilidad de hacer el mismo masaje desde distintas posiciones, acabé optando por la más cómoda para mí. Me subí sobre su trasero, sentándome sobre él, y orienté boca abajo el bote de aceite corporal que empañó todo el vello, dejando tanto su piel como el pelo negro brillante y resbaladizo, haciendo que mis dedos se enredasen en ese cuerpo peludo.
— Oh… -gimió Carlos con la boca abierta y su barbuda mejilla aplastada contra el sofá-, solo con sentir tus manos en mi espalda ya me siento más aliviado.
— ¡Ala! -musité sonriente-. Al final va a resultar que tengo unas manos milagrosas. Ni la homeopatía -bromeé.
— Que no, que no -masculló solemnemente desde su posición de confort-. Que te digo que es verdad, me noto más tenso. 

Como si mi mente acabase de sufrir un reinicio, sentada entre las rodillas y el trasero de mi jefe empecé a reflexionar sobre lo grave que era la situación. Había accedido a hacerle el masaje porque no veía nada malo en ello, pero mientras las palmas de mis manos acariciaban su velluda espalda cada vez más fuerza e intensidad, comencé a asimilar de verdad que aquello no tenía nada de inocente.
— Calla y disfruta -susurré de pronto, y hasta eso me sonó mal. 

Me mordí el labio pensativa sin dejar de describir círculos y líneas rectas sobre su espalda, intentando destensar los músculos que se encontraban invisibles bajo su piel. Los dos compartíamos un tamaño aproximadamente similar, pero nuestros pesos eran totalmente diferentes. Mientras que yo sobrepasaba por poco los 60 kilos, él debía superar los 90 fácilmente, por lo que por mucho que le apretase con mis bracitos, su corpulencia lo hacía inmune a mis esfuerzos. 
   Cuanto más ímpetu le puse a restregar mis manos sobre la parte posterior de su cuerpo, más perversa encontraba aquella situación. Cada segundo que pasaba era más consciente que de inocente no había nada, percibiendo unos calambres alrededor de mis muslos centralizados en mi entrepierna, la cual presionaba contra su calzoncillo casi sin pretenderlo. El roce de mi cocoyita contra su trasero acentuó mi sensación de indecencia, haciéndome recordar que Sara estaba en la vivienda de al lado o que el hombre que había debajo de mí se sentía extremadamente solo. 
— ¿Puedes apretar más? Me alivia mucho cuando presionas con tu peso y muy poco cuando me acaricias. 
— Estoy usando toda mi fuerza… -protesté entre jadeos.
— Que lástima. Ojala pudieses apretarme más, se siente tan bien…

Intentando complacer la petición de mi patrón, añadí ímpetu a mis pulsaciones dejando cada vez más doloridos mis brazos. No estaba acostumbrada a hacer ejercicio, y ese era uno de los motivos por los que quería ir al gimnasio, necesitaba tonificarme todo lo que pudiese y fortalecerme debido a que me sentía físicamente muy inservible, me cansaba con poca cosa y en ese tipo de situaciones lo notaba. 
— ¿Y si caminas sobre mi espalda? -preguntó, dubitativo. 
— No voy a hacerlo, puedo partirte la espalda. 
— ¿Te firmo un consentimiento informado?
— No voy a caminar sobre tu espalda, Carlos -sentencié sin dejar lugar a la discusión.
— Pues siéntate sobre mi espalda…
— Carlos… -mascullé, pensativa, observando su aceitosa espalda-… Voy a manchar mis pantalones.
— Siempre puedes cambiarte… Vamos, me alivia mucho tu peso. 

Enrojeciendo por completo y sintiendo mi rostro ardiendo, me apoyé delicadamente sobre sus hombres, levanté mi trasero de sobre sus muslos y me senté sobre sus lumbares. Lo primero que experimenté fue el roce de mi panochita sobre su piel, a pesar del pantalón elástico, de mi ropa interior y de la compresa que llevaba dentro. El mero hecho de rozar mi entrepierna por la fricción del movimiento que hice al sentarme logró encenderme del todo, haciéndome reprimir los gemidos que acudieron a mis labios, haciéndome apretar los dientes y cerrando los ojos, quedándome paralizada por el cosquilleo durante unos segundos mientras Carlos me alababa por haberme atrevido. 
— Vaya cambio… Ni punto de comparación. Voy a pedirte muchos más masajes como este, es justo lo que necesito…

Hice un gran esfuerzo por no menear mis caderas sobre su gruesa y fornida espalda, tan grande que me hizo sentirme como si estuviese montando un caballo de gran envergadura. 
— ¿Me vas a pedir muchos más? Creía que era una petición… especial -musité sintiéndome ruborizada a más no poder mientras pensaba que no debía moverme, simplemente dejar caer mi peso sobre su espalda.
— Sé que estoy abusando de ti -``Mala elección de palabras´´ suspiré para mis adentros al recordar que Sara había dicho que nuestro vecino podía querer aprovecharse de mí-. Pero eso tiene fácil solución, podemos convertirlo en un extra.
— ¿Ahora quieres pagarme por darte masajes? -pregunté con voz aguda, teniendo la sensación de que no podía ocultar me excitación por mi entonación.
— ¿Ahora? -preguntó sin entender-. Ya te dije que estaba pensando otros extras para darte. 

``Me quiere pagar por montarme encima de su espalda´´ pensé siendo incapaz de no oscilar mis caderas en disimulados círculos. ``Esto no puedo decírselo a Sara… O sí. No, no puedo… No si quiero mantener el trabajo. Podría callármelo´´ sopesé en pleno conflicto interno mientras hacía a Carlos suspirar por el placer que le proporcionaba mi peso, pensé que moviendo en círculos mi panochita sobre él no se notaría si lo hacía muy despacio y muy suave…
— ¿Puedes moverte así, como lo estás haciendo?
— ¿Qué? -pregunté paralizada. ¿Lo había estado notando?
— Me alivia que desplaces el peso así…
— ¿Cómo? ¿Así? -pregunté moviendo mi culo en círculos en el sentido de las agujas del reloj, tentada a hacerlo esta vez más duro y más rápido, haciendo que el calambre de mi entrepierna se intensificase… Tuve ciertas ganas de orinar.
— Sí… Justo así. Lenya, lo siento por lo de tu ropa.
— Está muy mojada, por el aceite -mentí. Sí que se estaba impregnando en aceite, pero sentí como no era lo único que se mojaba, a pesar de mi compresa conteniendo mis flujos.
— No, lo decía por el olor. 
— Deja de repetirlo -Otra mala elección de palabras que empeoraba mi situación sobre su espalda-. No se puede hacer nada ya…
— ¿Qué quieres que te diga? ¿Qué me gusta como hueles? -pregunté con la tentación de decirle que en cierta manera así era. No, no me gustaba… Me excitaba. Me hacía pensar que era muy sucio, y eso me volvía loca. Los círculos que describí con mi entrepierna alcanzaron una velocidad inalterable, presionando cada parte de sus lumbares y el centro de su espalda con mis alrededor de 60 kilos de peso. 
— ¿Te gusta? 
— Como me va a gustar que no te duches, idiota -le espeté sin contener esa palabra tan vulgar, totalmente concentrada en el roce de mis genitales contra sus lumbares. Recuperando el control de mis pensamientos, no podía decirle que me agradaba el olor.
— No parece que te desagrade. No quiero que me malinterpretes, sé que es asqueroso pero… No me lo parece -repitió.
— Ya te dije que para los olores soy especial… -mi ambigua respuesta pareció complacerle.
— Apriétame más -exigió.

Apoyé todo el peso sobre mi entrepierna, separando más ambas rodillas sobre mi montura y dejé de apoyar una parte del peso sobre mis manos, que solo sirvieron para mantener el equilibrio. Sin previo aviso, sentí la necesidad de realizar pequeños saltitos que hicieron soltar a Carlos soplos de aire al verse aplastado reiteradamente por mi culo.
— ¡Hmm! ¡Hmm! ¡Hmm! ¡Hmm! -exhalaba involuntariamente el aire de sus pulmones, ajeno a mis ganas de orinar en aumento y el irresistible cosquilleo que provocaba aquel temblor en mis piernas hasta que paré. Y paré porque sentía que podría haberme venido encima de él.
— Ya está…
— ¿Ya? Que corto… Quiero más.
— Estoy muy cansada, y me quedan más de cinco horas hasta que acabe mi jornada.
— Te eximo de hacerlas sí…

Con él aún acostado boca abajo y yo sentada sobre él, me apresuré a ponerle mi dedo índice en entre sus labios, algo que hice impulsivamente y me pareció muy inapropiado porque ni teníamos ni deberíamos tener ese nivel de cercanía. Retiré mi dedo de sus labios y dije:
— No sería en absoluto responsable si continuase haciendo esto y abandonase el resto de la casa.
— Pero yo soy el que…
— No, Carlos. Me has pedido un masaje y te lo he hecho como un favor.
— Te he dicho que te pagaré por ellos. Por los tres que me has hecho hasta el momento y por los que vengan…
— Está bien -acepté, ignorando las exigencias de mi cuerpo de continuar restregándome contra él-. Pero por hoy es suficiente… Tengo que hacer tu habitación, tengo que hacerte de comer y…

Abrí mucho los ojos al ver de reojo a Aggo observándome desde una esquina. El pastor alemán movía la cola con un frenesí impaciente con una mirada aparentemente tranquila e inofensiva. Su lengua colgaba de entre sus fauces como si estuviese acalorado, y entre sus piernas aprecié una erección que me hizo pensar que, si no estuviese su dueño en ese mismo instante, me violaría atravesando las tres capas que había entre mi cocoyita y el exterior. Si aquel perro podía oler lo excitada que estaba, se podía palpar visiblemente entre lo inflada y dura que tenía aquella erección entre sus piernas. 
   Me imaginé a mi misma a cuatro patas, bajándome maliciosamente las mallas y...
— ¿Y? -preguntó Carlos, sacándome de mis pensamientos.
— Me he quedado en blanco -balbuceé completamente perdida, dejando de mirar al perro, intimidada. 
— Me enumerabas la lista de obligaciones -comenzó a decir mientras me apartaba de él, tapando con mis manos el bulto que formaba mi panochita. Tal vez no hubiese visto nada, pero preferí no arriesgarme-. Pero soy el dueño de la casa, y si digo que no hace fal…
— Lo haré de todas formas. Me has confiado la limpieza y el orden de esta casa y pienso cumplirlo. 

Cuando detecté de refilón que Carlos pretendía incorporarse, me volteé para darle intimidad y me largué hacia la cocina, seguida por un perro insistente que comenzaba a asustarme de lo disimulado y sagaz que podía llegar a ser. No llevaba cuatro días en esa casa, y Aggo había pasado de abalanzarse sobre mí a rondarme como un buitre, esperando el momento adecuado para montarme. 
   Ya en la cocina, extraje de un armario inferior una bolsa de basura, paños y otros instrumentos de limpieza que apilé en una especie de cesta gris sin orificios. La perspicaz mascota de la casa aprovechó que había tenido que arrodillarme para darme un toque con su patita sobre mi culo, mirándome sin alterar el silencio de la cocina como diciéndome: ``Mira, te estoy haciendo compañía´´
— Que perro más bueno que quiere ayudarme en todo lo que hago -dije en broma, rascándole debajo de la oreja haciendo que sacase aún más la lengua complacido con las caricias. 

Cargué todo lo necesario y marché hacia la habitación, encontrándome con Carlos en la segunda planta, el cual justo en ese momento estaba accediendo a su despacho.
— Cuando acabe con tu habitación me voy a meter en ese despacho -le advertí socarrona.
— ¿No vas a dejar ni un solo rincón de la casa sin limpiar? -bromeó.
— No, ni uno solo -aseguré con expresión solemne, y seguido accedí a su habitación, estando a punto de atrapar al perro con la puerta que logró pasar en el último momento cuando la estaba cerrando.
— Que listo eres… -le reproché pensando en mis posibilidades de éxito para echarlo de la habitación-. Te dejaré que te quedes si no me molestas…

Pero Aggo, que no tenía un pelo de tonto, supo que ir de apresurado podría brindarle una larga temporada encerrado en una habitación o en el jardín trasero, por lo que se limitó a quedarse muy cerca de mí, olfateándome el culo y lamiéndome el pantalón haciendo que me estremeciese de lo insistente que era. 
   Aquel día no estaba tan excitada como el día anterior, pero nada más entrar en la habitación había experimentado esa sensación de mareo y exposición debido al olor. Sin necesidad de tocarlo, encontré otros papelitos tirados por el suelo y alguna camisa arrugada y pegajosa. Logré encontrar hasta la friolera cifra de diez depósitos de semen de papel y tela esparcidos irresponsablemente por toda la habitación.
   ``Entre lo de decirle que no me desagrada su olor y que no me moleste como tiene la habitación se va a acabar pensando que me gusta y todo´´ pensé conmovida por los escalofríos de haber llegado a esa conclusión. ``¿Cada día se va a masturbar de manera tan descarada sin importarle que luego voy a tener que recoger sus restos?´´ me dije, agitada.
   `` Es imposible que se haya masturbado diez veces en una noche… ¿O no?´´ repuse mientras agarraba papel por papel y lo iba lanzando al interior de la bolsa de basura a cuatro patas.

El hocico del perro, atraído por un aparente olor irresistible para él, se clavó entre mis cachetes entre mi ano y mi vagina, llegando a sentir como empezaba a lamerme.
— No… Perro malo -le bufé a pesar de cada vez olisqueaba más descaradamente mi sexo.

Parecía que lo que olía le gustaba, y por mi parte, olía el semen y el pestazo a cerrado de aquella habitación. Ambos excitados, no pude evitar que se me montase sobre mi culo en pompa y empezase a frotar su dura erección contra mi pantalón, parecía darle igual que no estuviese desnuda mientras pudiese frotarse. 
   Follada por un perro, suspiré para mis adentros, demasiado cachonda como para resistirme. Por algún motivo fingí oposición, intentando sacudírmelo de encima pero eso pareció despertar más su espíritu dominante y aseguró su agarre en torno a mi cadera con sus dos patas delanteras mientras sacudía contra mí y, con su peso, me hizo caer hacia adelante aplastando mi pecho y mi cara contra el suelo de la habitación. Saber que a mi alrededor había pocos pañuelos llenos de semen solo me hizo más que excitarme, como si fuese para el perro un objeto más para sacudir su vergota animal y correrse en mí. Era como un pañuelo para ese perro, y la vibración que provocaban sus alocadas embestidas me hicieron gemir muy bajito, cerrando los ojos y prometiéndome que lo pararía en unos instante, no sin antes haber disfrutado de ese temblor que sacudía mis extremidades inferiores.
   TacaTacaTacaTacaTaca. Los movimientos que hacía con sus patas traseras Aggo producían aquel chapoteo tan característico, mientras este con la lengua fuera parecía disfrutar el momento antes de soltar un ladrido dominante. Otro ladrido.
— Shhh -le insté a callarse-. ¿Quieres que te escuchen? -Pero en su lugar ladró tres veces más y aceleró.

Escuché el ruido de una puerta… Carlos había salido del despacho. Me apresuré a intentar quitarme el perro de encima justo cuando la puerta de la habitación se abría y el perro, empujándome contra el suelo, lograba acurrucarse entre mis piernas y seguir usándome como su juguete sexual.
— Pero Lenya… Jajaja -replicó entre risas, parado en bajo el marco de la puerta-. ¿Cómo lo has dejado entrar?

La verga del perro, tan dura que parecía a punto de explotar, se frotaba con un desenfreno casi desesperado.
— Ayúdame… No lo vi entrar -Sentí que el perro estaba llegando a la cumbre de su excitación. Carlos se acercó muy lentamente al perro.
— Parece que está disfrutando mucho…
— A mi costa -repliqué con voz aguda mientras lo veía tomarse su tiempo para agarrar al perro del collar, no me pareció que hiciese excesiva fuerza para sacármelo de encima.
— Vamos, semental -bromeó Carlos mientras el perro, con ojos de loco intentando no dejar de mirarme, se resistió al tirón de su dueño y sacudió sus caderas con una pasión que dio como resultado la parálisis de ambos, que precedió a unos disparos de semen caliente sobre mi entrepierna, justo encima de la compresa oculta bajo el pantalón…
— Lo siento mucho, Lenya -contestó, avergonzado. Mantuvo a su mascota con un férreo agarre por el collar.
— Que manía tenéis tu perro y tú de correros sobre la ropa.
— Oye… Que yo no hago eso.
— ¿Qué no?
— Hay más de siete papelitos otra vez… Solo ha pasado un día. 
— Lo siento, soy muy pasional a veces -se volvió a disculpar. Me pareció que no pudo resistirte y desvió su mirada al semen acumulado entre mis piernas.
— ¿No podrías usar una basura?
— Lo intentaré…
— No tienes remedio. Que cochino eres -le espeté con una sonrisa indulgente…

Mi cuerpo aún se estremecía, excitado, por lo que acababa de suceder. 
— ¿Puedes sacar al perro? Así podré terminar…
— ¿No vas a lavarte…?
— Ya estoy sucia. Mejor acabo aquí y luego voy a lavarme.

Volvió a darme la impresión de que le agradó mi respuesta, de alguna manera, por retorcida que fuese. Salió de la habitación y me quedé sola, tan caliente que me recosté contra la misma puerta que había entrado Carlos, me abrí de piernas y palpé lo que había bajo mi ropa interior. 
   Estaba completamente pringada, y la compresa, húmeda a más no poder. Había gotitas de sangre que el tampón que había escondida dentro de mi vagina parecía no poder contener, por lo que no tardaría mucho en cambiármelo.
   Sentí la tentación de tocarme ahí mismo, de buscar mis propios orgasmos lo cual estaba seguro que no me llevaría más de cinco minutos. Con el olor de la habitación, con la viva sensación del perro aún bombeando entre mis piernas, con la estampa de los papelitos y las camisas tiradas por el suelo…
   Me toqué el inflamado clítoris y supe que decir que tardaría un minuto sería una exageración. Podía venirme en ese mismo momento, y mientras me acariciaba maliciosamente, supe que el día siguiente me encontraría el cuarto lleno de papelitos y de ropa usada con el mismo fin. Porque empezaba a tener claro que a Carlos le estaba gustando mi falta de escrúpulos para aquellos tipos de limpieza, y aunque no iba a decírselo a Sara, sabía que eso no estaba bien… Y eso me excitaba demasiado.

Iba a ser un día largo, lo supe al terminar de estirarle las sábanas, recogerle los excesos de papeles y ropa bajando a la planta baja para poner una lavadora. Con la habitación ya aireada, pedí permiso para limpiarle también el despacho. 
   Una vez dentro, no me sorprendió encontrar papelitos arrugados dentro de la basura pero, como tras lo sucedido en la habitación, lo que me sorprendía es que no los hubiese dejado tirados en el suelo. 
   No tenía pruebas, pero tampoco aguardaba dudas de que algunos de esos papelitos habían sido añadidos recientemente.
   Limpie el cuarto ignorando la papelera y fue entonces cuando me percaté de la ausencia de ladridos del perro. Cuando bajé a la planta baja lo encontré tomando el sol, tranquilo y contento mientras, al verme asomar la cabeza por la puerta trasera de la casa, levantó la cola y me pareció que me sonreía amistosamente. 
   Tuve que marcharme a mi casa para cambiarme, descubriendo una nota de Sara donde me explicaba que había salido a tomar algo con Sandra y Flora. Poniendo a lavar el pantalón de mi uniforme, regresé al trabajo para hacerle la comida y acompañarle en el menú; fue él quien fregó los platos mientras me adelantaba a lavar baños y el comedor, omitiendo las tareas de limpiar el trastero en el tercer piso y la lavandería, a la cual solo había accedido aquellos primeros días para tender la ropa y poner lavadoras o secadoras. 
   Cuando se acercaron las cuatro de la tarde, le pedí permiso para acabar mi jornada y él me lo concedió, recordándome que antes teníamos que revisar el listado de extras, hacer las modificaciones convenientes y acordar que días de la semana venidera tendría fiesta, con un máximo de tres.
   Nos reunimos en la diminuta mesa de la cocina con la hoja de los extras y otra en blanco para apuntar cualquier cosa que necesitásemos. Carlos no se separó en ningún momento de su calculadora de botones grandes, dando por iniciada la negociación.
— Antes de hacer un recuento de los extras, hay que añadir ciertas cosas…
— ¿Cómo qué? -pregunté con curiosidad.
— Añadiré lo de los juegos, así como también lo de los masajes. ¿Se te ocurre también otra cosa que podamos añadir como extra?
— Me da reparo decir nada, Carlos… -contesté observando como añadía al papel las novedades del último momento.
— Ya se, ver una película juntos también. Es una buena manera de hacerme compañía…
— No me parece justo hacer estas cosas en mi horario de trabajo… ¿Me estás diciendo que estas cosas las cobraré de manera adicional desperdiciando el tiempo que me pagas por limpiar la casa? 
— No me importa -empezó a decir.
— Pero a mí sí. Puede que no le des importancia ahora, pero mi salario base es por limpiarte la casa y asistirte cuando lo necesites. Así que haré mi trabajo… Lo de los juegos, la película y los masajes quiero que lo dejemos para cuando la jornada ya esté terminada.
— Lo de los masajes no, Lenya. ¿Si me duele mucho la espalda como hoy voy a tener que esperar horas hasta que puedas hacérmelo?
— Eso sería una excepción -repuse controlando el cosquilleo que volví a experimentar entre mis muslos.
— Bueno, entonces queda así: De momento has hecho 19 extras, contando con los dos últimos masajes y el valor diferencia de cada uno… 131 dólares. De los 68 que contamos esta mañana, no está mal, casi lo doblamos.
— Lo que hacen tres masajes y una comida -ironicé encogiéndome de hombros.
— ¿Se te ocurre algo más que pueda añadir como extras? -Se mostró pensativo, no me pareció que fuese una pregunta que esperase respuestas indecentes o atrevidas.
— No, y si así fuera ya lo hablaremos la semana que viene. Esto… Es que me gustaría irme a casa -repliqué debido a que mi vientre parecía haberse vuelto loco y sentía que me había bajado todo de golpe. No solía dolerme, pero estaba teniendo unos retorcijones dolorosos justo en ese momento.
— Te estoy entreteniendo. Perdona… Toma el papel de los extras. ¿Lo pasarás tú a ordenador con todo actualizado? 
— Sí, haré una tabla de Excel y lo dejaré impecable.
— ¿Qué nos queda por hablar? 
— Los días festivos, a no ser que vayas a vetarme algún día.
— No lo creo, te has ganado hasta el último de los tres días de fiesta para esta semana. ¿Qué días quieres?
— El miércoles, jueves y viernes -contesté decidida.
— Pues miércoles, jueves y viernes entonces. Descansa… -dijo sin levantarse de la silla, cediéndome con un ademán el papel borrador de los extras.

Me extrañó que no me abrazase, pero decidí no darle más vueltas y marcharme. Nada más llegar a casa, descubriendo que Sara aún no había regresado de la reunión con nuestras dos amigas, fui directa al baño de la segunda planta, donde para las cinco y media de la tarde tras mis largas 7 horas de jornada laboral, me rendí a los retorcijones provocados por mi menstruación. Sentada en el bidet y con el móvil en mano, repasé el cúmulo de conversaciones y noticias que se me habían ido acumulando a lo largo de las últimas 7 horas, entre ellos mensajes de Sara y de Gala... Había estado tan metida en hacer mi trabajo que no había tocado el móvil ni una sola vez.
   Una vez estuve aseada y satisfactoriamente duchada, me coloqué un tampón y una compresa nuevas y me di el necesario capricho de un tazón lleno de chocolate caliente derretido en el cual mojé churros fritos en nuestra propia sartén mientras vi una película. Cuando terminó a las siete de la tarde, me puse a limpiar la cocina, el baño y la habitación antes de abrir el ordenador y crear un Excel nuevo donde traspasar todos los extras que me había ganado en los anteriores cuatro días.
   Aquello me llevó un poco más tiempo del necesario, más por mi propio exigencia que por propia dificultad de lo que llevaba entre manos. 

Sara llegó a casa para las ocho y tres cuartos de la noche, nos saludamos con un beso y nos quedamos abrazadas un rato, un tanto empalagosas evidenciando que ambas queríamos follarnos mutuamente, pero en lugar de hacer nada se marchó a la ducha a asearse, y para cuando terminó, ya eran cerca de las nueve de la noche.

Capítulo 18 de Sara: Una ingenua primeriza en el gimnasio

Dos vasos de leche y dos enormes tazones de cereales nos acompañaron frente al sofá para la hora de la cena. Tras acercar mesa a nuestro sofá, prescindiendo de las sillas, tuvimos un cómodo asiento frente al televisor, logrando disfrutar de nuestra comida al tiempo que teníamos una vista privilegiada de la nueva temporada de la casa de papel, y con ambas espaldas rectas y erguidas devoramos el contenido de los cuencos repitiendo hasta en dos ocasiones cada una.
   Incluso si la serie nos mantenía en vilo en determinadas partes de la trama, íbamos rompiendo el silencio entre ambas para explicarnos mutuamente como habían transcurrido nuestros días:
   Sandra y Flora, unas amigas con las que no solíamos quedar debido a la lejanía, estaban perfectamente y recuperamos todos los sucesos que desconocíamos las unas de las otras debido al trecho que nos separaba. Y sentadas durante horas en la terraza de un bar desconocido reímos y celebramos coincidir una vez más. Habíamos ido llenando y vaciando nuestra mesa, compartida con multitud de bebidas y de tapas de picoteo, hasta que nuestras dos amigas marcharon no sin antes asegurarse de haberme invitado a pagar la cuenta.
   No pude evitar percibir a mi novia bastante distraída a pesar de escuchar cada cosa que le explicaba sobre nuestras dos amigas, llegando a reprenderla por ello y preguntándole por qué la sentía tan desconectada de todo. Me mordí la lengua para no preguntarle por el vecino y el perro, limitándome a preguntarle si le había ido bien en su trabajo y cuales eran las novedades del domingo de negociación. 
   Tuve constantemente la sensación de que Lenya se callaba cosas, o evitaba ponerme al tanto de cosas que le habría gustado contarme. Se limitó a ir a por unas hojas que había hecho ella misma en el Excel y había imprimido. En resumidas cuentas, Lenya me explicó que había llegado a superar los 120$ en dólares en cuatro días: No se me pasó desapercibido que se habían añadido a aquella lista varios extras que me parecieron fuera de lugar, como los masajes o ver una película con el viejo vecino. Los juegos de mesa me parecían inofensivos, las películas, hasta cierto punto, también. Los masajes, en cambio, me inflaban de celos y desconfianza; emociones que logré reprimir en pos de respetar la confianza que tenía en ella. Sin embargo, no me lo estaba poniendo fácil. No me tragaba que nuestro vecino no tuviese interés en mi novia, y si en un principio podía no haberlo tenido, estaba segura de que con el paso de los días había podido despertar intereses dormidos en aquel hombre. Por otra parte, y en contra a lo que me pedía el cuerpo, sabía que podía ser contraproducente ponerme a la defensiva cada noche tras volver del trabajo. No quería resultarle cansina y mucho menos incitarla a callarse cosas. Por ello, esperaba estar tomando la decisión correcta cediéndole espacio y esperando que, si llegaba a suceder algo relevante, saliese de ella decírmelo. 

Por desgracia para mi curiosidad, Lenya no me relató nada que no pudiese resumirse con las palabras bien, cansada, perro intenso, desayuno, comida y limpiar. 
   Su pasividad no duró mucho tiempo, pues al acabar el segundo capítulo de la serie pareció recordar entusiasmada que al estar trabajando, podría tener dinero para pagarse mensualmente un gimnasio que había a quince minutos de nuestra casa. 
   Volví a reprimir mis ganas de reprocharle ser tan positiva, ya que una parte de mí, inevitablemente prudente, quería mantenerla a salvo de no cobrar su salario a final de mes por el motivo que fuere. 
   Al no tener dinero propio ni ahorros, no tardó en pedirme que le pagase la primera mensualidad para poder ir juntas al gimnasio.
— Lenya, no voy al gimnasio desde que empecé en el nuevo despacho -recordándole que llevaba sin ejercitarme dos años a pesar de mantener mi cuerpo lo más fitness que me era posible.
— Encontraremos un horario que nos vaya bien -protestó, esperanzada. Me transmitió desilusión al percibir que no iba a cambiar de opinión.
— Lenya, no -la atajé.
— Quiero ir al gimnasio.
— Tendrás que ir tú sola, mi horario no me lo permite.
— Podríamos ir en tu descanso al mediodía.
— ¿Hablas de mis dos horas para comer y desconectar? Ni hablar.
— Sara… 
— Ni aunque quiera, Lenya. ¿A cuánto está mi trabajo de aquí en metro y bus? No digas tonterías. ¿Quieres ir? Ve -gruñí enfadada por no poder acompañarle… Era inevitable, estaba siendo realista-. Que te acompañe Gala… Vivimos relativamente cerca.
— Me hace ilusión ir contigo -volvió a protestar.
— Que terca, Lenya. De verdad. No es posible, no insistas porque no voy a cambiar de idea.
— Pues iré sola -bufó sin ser capaz de enfadarse, como siempre.
— Te pagaré la primera mensualidad… No te enfades -repliqué sonriéndole cayéndole encima para abrazarla.
— No me enfado -contestó enfurruñada. Su carácter era demasiado afable como para hacerlo-. Quien sabe, puede que al ir sola me bucee y me tiren los perros mujeres y hombres.

Me estremecí de celos, canalizando esa silenciosa rabia mordiéndole el labio, entrelazándonos entre sus extremidades y las mías, dando por finalizada aquella conversación con el calor y la humedad de nuestros labios…



Capítulo 19 de Lenya: Gala de amistad.

Había sido una noche movidita: 
   En primer lugar, en mitad de la noche Sara, sonámbula, me había metido mano y me mordisqueó ardientemente hasta lograr despertarme. Entonces, cuando la excitación sobrepasó el sueño que me predominaba, la empecé a corresponder hasta que estuve lo suficientemente mojada como para querer acabar a todas costa. Por otra parte, continuaba dormida, por lo que permanecimos metiéndonos mano y besándonos hasta que, inconscientemente, nuestras dos entrepiernas completamente vibrantes se engancharon como dos ventosas y acabaron frotándose sin que ninguna de las dos dijese una sola palabra. Nuestras bocas se besaron, intercambiando una saliva espesa y estancada tan habitual en los sueños profundos de madrugada. Nos buscamos mutuamente unos orgasmos que no parecían llegar, haciéndonos sentir frustradas de maneras diferentes. Ella más dormida que despierta, y yo más despierta que dormida pero sin que ninguna de las dos fuese capaz de alcanzar el orgasmo, por lo que al final el sueño me pudo y empecé a enfriarme hasta que finalmente, mi novia inconsciente, acabó perdiendo el interés y acabamos durmiéndonos abrazadas. 
   En segundo lugar, me levanté a las ocho y cuarto para beber antes que nada mi café con leche en ayunas, así luego poder asearme y cambiarme el tampón y la compresa en mi tercer día de menstruación.
   En el tercer lugar, había ido a despedirme -una vez ya arreglada con mi ceñido uniforme de trabajo-, de mi bella durmiente aprovechando que ese lunes tampoco trabajaba. Sin embargo, me encontré a Sara prácticamente vestida y con una cara de pocos amigos cuando agarraba el móvil y las llaves de la cama. Había previsto darle una sorpresa a la hora de la comida, preparando antes la comida a Carlos y presentándome sin avisar ante Sara para comer juntas aprovechando que no trabajaba, pero una inspección sorpresa por parte de la junta directiva había hecho sonar todas las alarmas y, las supervisoras de Sara, la llamaron de urgencia para que acudiese a su puesto de trabajo. Era mucho más complicado que eso, por supuesto, pero era mejor resumirlo en que Sara, como ingeniera, debía estar presente con actitud productiva y no durmiendo en su cama.
   Eso me chafó todos los planes, llegando al cuarto y último lugar: Tenía el vientre revuelto a causa de la menstruación y no terminaba de encontrarme bien aunque, para mi desgracia, no me dejaba expuesta al dolor sino más bien susceptible de una manera más… libidinosa. No sabía si era por lo que me había hecho Sara de madrugada o era producto de la regla, pero estaba ligeramente cachonda y tan siquiera había salido de casa. 

Tras despedirme de Sara, me presenté en casa de Carlos en un abrir y cerrar de ojos, siendo el perro el primero en recibirme. Lo hizo de una manera bastante prudente y respetuosa, acercándose sigilosamente, tocándome con su patita en la rodilla y sentándose sobre sus dos patas traseras. 
   Bastará con decir que empezaba a estar tan cachonda que me imaginaba a mí misma como un cojín sexual para Aggo, y eso me turbaba profundamente. Debería darme asco saber que el perro no me veía como una amiga de su dueño ni como una trabajadora, sino como un lugar donde frotar su miembro viril y darse el gusto del día. ¿Asco? Más bien lograba provocarme calores, haciéndome sentir que quitarme la camisa era la mejor idea del mundo, cosa que habría hecho de no ser porque estaba en la casa de mi vecino y en cualquier momento me habría visto en sujetador paseándome por su casa. 
   Perseguida por el perro, lo primero que hice fue dirigirme a la segunda planta y comprobar que Carlos no estuviese en el despacho, encontrándomelo en su propia habitación con la puerta cerrada y las persianas bajadas. Le piqué a la puerta con golpes muy suaves, como aquellos que se aplican cuando no terminas de querer que los escuchen.
— Lenya. ¿Eres tú? -inquirió con voz ronca desde el otro lado de la puerta. Incluso sin abrirla me perturbaba el olor que salía de las ranuras que formaba el marco de la puerta-. He dormido muy mal esta noche. ¿Te importa ir haciendo el desayuno? Estaré abajo… en un rato.
— Por supuesto. Descansa -contesté cordialmente sin querer perturbarlo.

Era la primera vez que se le pegaban las sábanas, y no tenía ninguna intención de perturbarlo en su sueño, al cual esperaba que regresase lo más pronto posible. 
   Bajé a la cocina, sopesé que podía servirnos para desayunar y acabé preparando huevos pasados por agua con pavo y queso amarillo, así como también zumo de naranja que dejé en una jarra hermética dentro de la nevera. El perro me seguía a cada paso que daba, pero no terminaba de lanzarse a pesar de que cada vez parecía más decidido a frotarse contra mí de nuevo.
   Asegurándome que el perro no atravesaba la puerta principal y se quedaba dentro, sacaba la basura a los cuarenta minutos de haber llegado a la casa cuando, una voz familiar frente a la casa, interrumpió mi débil y torpe lanzamiento de residuos hacia sus respectivos contenedores:
— ¿Ya te ha visto Sara con ese uniforme? -me sorprendió la chillona y característica voz de Gala. 

Mi amiga había aparcado a cinco metros de los contenedores, y permanecía apoyada contra la puerta inferior trasera. Iba vestida de manera bastante extravagante, siendo raro en ella porque solía vestir bastante más femenina. En aquel momento, aún con la única bolsa de basura en mi mano a punto de ser lanzada al interior del contenedor, observé a una chica más bajita que yo, con camisa, corbata y chaleco, todo eso debajo de una gabardina de solapas altas, semejantes a las de un detective de novela negra.
— ¿Qué haces aquí? -pregunté, deshaciéndome de la bolsa de basura-. ¿Y qué haces vestida de esa manera? ¿Te ha salido trabajo en un hotel de lujo?
— Se me a antojado este Outfit -contestó con una sonrisa de oreja a oreja, separándose del coche y acercándose-. Así que esta es la casa donde trabajas.
— Sí… 

Ambas miramos hacia nuestro bloque, concretamente hacia el tramo de escaleras que finalizaba ante los felpudos de Carlos y el nuestro. 
— ¿Qué haces aquí?
— He venido a verte. ¿Estás ocupada? -quiso saber con un tono descarado, como si la respuesta fuese indiferente.
— Estoy trabajando -reparé.

Justo cuando estaba a punto de decirle que tenía el miércoles, el jueves y el viernes de fiesta aquella misma semana, los ladridos de Aggo nos sorprendieron haciéndonos voltear desde el borde de la acera hacia las escaleras donde, al final de todos los escalones, Carlos nos dedicó una tímida pero cálida mueca que pareció pretender ser una especie de saludo. Bajó meneando todo el cuerpo, quejándose cada escalón que descendía, con el pijama oculto bajo la bata, la cual había tenido la decencia de abrocharse antes de salir al exterior. 
   Al ser tan femeninas, tanto Gala como yo debimos ver a Carlos como lo que era: Un hombre cercano a la vejez de apariencia muy descuidada y de higiene deficiente. Sin embargo, ya me había acostumbrado y en mi amiga no me pareció detectar sorpresa ante la apariencia de mi jefe.
— Buenos días… Salía a buscar el periódico y... -repuso algo ruborizado. Aggo lo había seguido desde la puerta hasta nuestro lado, e inteligentemente se separó de su dueño para olfatearnos a ambas… Me acabó eligiendo a mí. Su hocico acabó invadiendo mis nalgas, una vez más. Y como consecuencia de presenciarlo, observé de refilón como mi amiga se regocijaba de verlo. 
— Carlos, esta es mi amiga, Gala. Gala, este es mi vecino y mi jefe, Carlos. 
— Encantada -dijo Gala sorprendiéndome inclinándose hacia mi jefe para darle un beso en ambas mejillas, Carlos también pareció sorprendido de que una mujer fuese tan cercana con él con aquella facilidad… Debía estar acostumbrado a que lo rechazasen por su apariencia o su condición física. 

Lo que más me había sorprendido había sido la osadía de mi conocida. Siempre había sido muy juguetona, no. Más bien era coqueta por naturaleza: Lo hacía con hombres y con mujeres, pero siempre debía haber un límite, por lo que me costaba creer que Gala no hubiese sentido asco de que alguien como Carlos estuviese lo suficientemente cerca como para oler su perfume. 
— El placer es mío. ¿Vives por aquí cerca? -Fue una pregunta que me sorprendió.
— En la otra punta de la ciudad, cerca de la estación provincial -explicó Gala con naturalidad.
— Eso está lejos. ¿Venías a ver a Lenya?
— Sí, es una lástima que esté trabajando. Esperaba que todavía no hubiese entrado a trabajar.
— Lenya y yo -me interrumpió al ver que iba a decir algo- tenemos una relación de trabajo especial. Me atrevería incluso a decirte que más que mi empleada es una vecina amable que me ayuda desinteresadamente…

Me sonrojé inevitablemente ante su descripción de mí, al tiempo que veía a Gala sonreír perversamente como si estuviese a punto de hacer una de las suyas.
— Lo sé bien, Lenya es muy buena. ¿Está casado?
— No, nunca lo he estado -se sinceró Carlos algo descolocado.
— Lo pregunto porque vivir solo y de repente tener a una mujerona como Lenya caminando por la casa… -Carlos se echó a reír, avergonzado.
— ¡Gala! -le espeté, incluso la empujé ligeramente.
— ¿No es guapa mi amiga? Que buenas vistas -se mofó Gala ensanchando su sonrisa.
— No es por eso por lo que la contraté -contestó seguro de si mismo, para luego añadir, concediéndole:-. Aunque es cierto que es una jovencita muy bella que me alegra la vista. Lenya -me nombro de repente, volteándose hacia mí-. ¿Por qué no vas con tu amiga a tomar algo? Desayunaré y fregaré los platos… No te perderás mucho -se refería al dinero.
— Me sabe mal…
— Es la ventaja de vivir puerta con puerta, si un día tienes visita aprovechas y ya está…
— ¿Seguro? -pregunté. Me podían las ganas de dedicarme al chisme con mi amiga perdida.
— Soy tu jefe -contestó con una mirada cordial y una mueca sonriente. 
— Si tu jefe te está dando permiso para que te tomes algo conmigo… Venga, te invito. Se de un sitio por aquí cerca al que seguro no has ido -me espetó jalándome de la mano hacia su coche dándole igual como iba vestida. 

Tras nueve minutos en coche y dos minutos buscando aparcamiento, acabó guiándome hasta el interior de un bar donde por suerte para mí no había prácticamente nadie a excepción de unos viejos apiñados en la barra, un cliente intelectual leyendo el periódico en un rincón y nosotras dos, pegadas en una mesa anclada a la pared, la una frente a la otra.
   Me imaginé que, de haber estado lleno o con otro tipo de clientela, no habría faltado el listo que nos hubiese abordado creyendo estar solas y necesitadas de compañía. Lo creía porque, con la ropa que llevaba -unos pantalones negros elásticos ceñidos y el chaleco negro que tan apretado me iba-, sería difícil que no se fijasen en mí, por muy desapercibida que intentase pasar. 
— Tan impulsiva como siempre -le reproché a Gala, que entrecruzaba los dedos maliciosamente sin dejar de sonreír. Sonrisa que, al final, me acabó contagiando.

Pedimos un par de bebidas, ninguna de las dos alcohólicas, y nos pusimos al día. No sirvió que le recriminase estar al tanto de todo lo de mi trabajo gracias a Sara, la cual me imaginaba que le habría puesto al corriente. Pero Gala, que era una obsesa de conocer todos los puntos de vista, insistía en que se lo contase yo misma… Así que lo hice:
   Le expliqué como conocí a Carlos, como utilizó los servicios de una gestora para hacerme el contrato, como fueron mis cuatro primeros días en esa casa incluyendo los encontronazos con el perro, con los recientes masajes que me había pedido Carlos y su habitación.
— Seguro que Sara te lo había contado… -mascullé mientras nos servían las bebidas.

No quise insistir, a pesar de que me moría de ganas de saber que le habría dicho Sara. La mayor virtud de nuestra amiga en común era al mismo tiempo su mayor defecto: Sabía escuchar muy bien, y también era la que mejor guardaba secretos. Era el tipo de persona que lo sabe todo y no te comparte nada, lo cual resulta muy frustrante. 
   Daba igual como intentase engañarla o que estratagema idease para lograr sonsacarle información, en lo referente a los secretos que le confesábamos era totalmente hermética y, lo peor de todo, es que al confiar en ella había una necesidad imperiosa de contárselo todo.
— Olvida lo que crees que me ha contado Sara. Puede que te repitas o puede que todo lo que me digas sea nuevo. ¿Algo más?
— Sí…  No es solo lo del perro o lo de la habitación -reconocí. Era un secreto que me ardía en el pecho y la garganta por no confesarlo:-. Estoy cachonda perdida, todos los días. No es solo por la regla, sabes que me enciendo mucho cuando estoy en estos días… Pero creo que es toda la situación.
— ¿Qué situación? -preguntó confundida.
— El olor de Carlos, su habitación… Ni me había parado a pensarlo -reflexioné-, pero creo que es el mismo trabajo en sí: Servirle -murmuré en voz alta, antes de tomar un trago-. Me hace sentir mal, es como si estuviese montándole cachos a Sara.
— No haces nada malo… Siempre hay ese tipo de pensamientos.
— No me des alas… No me des alas -repetí, conociéndola. A Gala le encantaba ver el mundo arder, porque amaba las historias: Amaba escucharlas y amaba proponer cosas indecentes. 
— ¿Qué? ¡No! -negó riendo-. No te estoy animando… ¿Qué es lo que has entendido? Puede que entiendas lo que tú quieras interpretar. Ya me entiendes.
— No quiero ser infiel a Sara.
— ¿No quieres? -me contestó con otra pregunta.
— No he insinuado lo contrario.
— Solo te he preguntado como es tu situación en tu trabajo… Y me has dicho que estás cachonda perdida. Y que te pone tu jefe -añadió en última instancia.
— ¡No he dicho que me ponga Carlos! -alcé ligeramente la voz y Gala, satisfecha de mi reacción, me animó a bajar el tono de nuevo.
— Pero te pone su olor… También su habitación. ¿Qué hombre se masturba más de diez veces en un día? Y con cincuenta años.
— Cincuenta y siete -le corregí.
— Sara debe estar muy celosa… Con el asco que le dan los hombres en ese aspecto.
— Está que se sube por las paredes. Me… -empecé a decir, interrumpiéndome muy sonrojada-. Me castigó sentándose en mi cara.
— Vaya… Eso no lo ha hecho casi nunca.
— No… Le incomoda -reconocí cada vez más roja y acalorada. 
— No fue solo eso -Por su manera de reaccionar, a pesar de lo atenta e estaba, supe que no le pillaba de sorpresa-. Me hizo comerle el culo.
— ¿Qué? -se sobresaltó-. ¿Y te dio asco?
— Me volvió loca… Me excitó muchísimo.
— Te he preguntado si te dio asco -insistió.
— Lo tenía sudado pero limpio cuando lo hizo. Le… Le… -Quise decir, sin poder evitar tartamudear-. Le… Le metí la lengua en el ano. Se lo atravesé con mi puntita. Me supo bien…
— ¿Cómo puede saber bien lamer un culo? -preguntó incrédula-. Eres una fetichista de los olores, y bastante masoquista, pero es demasiado incluso para ti.
— He querido repetirlo cada noche desde que lo hizo… Pero no ha surgido -reconocí.

Pude reconocer un ligero rubor bajo el maquillaje bajo el que se ocultaba el rostro de Gala, acicalada en parte para ocultar aquellas reacciones del inconsciente. Bebimos un par de sorbos más refrescando nuestros paladares hasta que finalmente Gala dejó claro que era lo que quería saber. 
— Está bien de eso… Luego continuaremos hablando. Ahora quiero que me hables del viejo.
— ¿De Carlos?
— Sí, de Carlos. De tu jefe. Estoy de acuerdo con Sara. ¿Sabes? Es imposible que ese hombre no se haya fijado en ti…

El ardor en mi cara, que había empezado a reducirse ante el enfriamiento de la conversación, regresó a mi rostro cuando la tensión del diálogo volvía dispararse. 
   Estaba hablando con Gala, después de todo; sabía que mi respuesta no acabaría siendo repetido a oídos ajenos por lo que, sin ser capaz de mantenerle la mirada, reconocí recorriendo los iris de mi ojo por el techo del local:
— Sí, y me siento mal por ello.
— ¿Estás reconociendo que sabes que ese viejo se masturba pensando en ti? -dijo en referencia a la gran cantidad de papeles impregnados en semen seco que había encontrado en la habitación de Carlos.
— No, no he querido decir eso -murmuré ruborizada, dándome cuenta de que no sabía que quería decir en realidad.
— ¿Entonces? -replicó impaciente.
— Carlos ha estado solo durante décadas, entonces me conoció y su casa dejó de estar vacía. Es una reacción normal.
— ¿Qué me estás contando? -preguntó Gala, incrédula-. Es un hombre al que se le para su pija arrugada y se hace gayolas pensando en ti. Lo he resumido en pocas pa…
— No creo que sea eso.
— Lenya. ¿Eres consciente que incluso los hombres más jóvenes tienen problemas para masturbarse esa cantidad de veces al día? 
— Tiene cincu…
— Olvida su edad -me reprendió, seria-. Será raro, pero tiene la necesidad de un crio de 14 años. ¿De verdad no te ha mirado raro ni una sola vez? 
— No -contesté, sin pensar demasiado en si había mentido o había dicho la verdad.
— ¿No? ¿Y lo de los masajes?
— En los pies y en la espalda… 
— Nada, cállate. Lenya, calla un momento y escucha. Le estás dando demasiadas vueltas. ¿Quieres que te diga lo que pasa? Te lo voy a decir, así que escucha: Sara ha tenido muy malas experiencias con los hombres, y sexualmente siente asco de ellos… Pero tú no. A la mona le gustan los plátanos, y llevas mucho sin probar uno. Que por cierto -dijo a modo de inciso-, lo mismo va para Carlos, lleva mucho sin probar la fruta prohibida. 
— No puede ser porque Sara no me deja tranquila, es raro el día que no hacemos el amor.
— No se trata de que te deje satisfecha. Se trata de que te gustan los duraznos y los plátanos, y llevas demasiado repitiendo durazno. Te has visto encerrada en una casa con un hombre que el durazno que habrá tenido más cerca en los último treinta años habrá sido en sueños, entonces claro… Le enciendes. Y al revés igual, eres consciente de lo solo que se siente, y ese hambre te vuelve loca.
— No… -dije muy poco convencida.
— ¿No? -preguntó con una sonrisa.
— Como sea… Solo soy una oyente de lo que me tengas que contar, pero te animo a que si quieres probar algo… Lo pruebes. A Sara no le tembló el pulso de engañarte con la zorra…
— Eres mala -le reprendí, antes de repetir-. Muy mala. 
— Soy la diablita que te asesora lo que en realidad quieres hacer.
— ¿Quiero follarme a Carlos? -repliqué incrédula, a lo que ella negó con la cabeza.
— Lo que quieras hacer en el fondo solo lo sabes tú, pero en base a lo que me cuentas. ¿Sabes lo que creo que quieres en realidad? Quieres consentirle. Los dos estáis hambrientos, y os basta estar tan cerca el uno del otro que sois una tentación mutua. Coincido con Sara, las peticiones que te hará irán escalando. Eso de los masajes se descontrolará pronto. Lo único que te pido es que, pase lo que pase, me lo cuentes.

Mi única respuesta fue un sorbo discreto y muy femenino, derramando el contenido de mi vaso entre mis labios, mientras sopesaba las grandes verdades y los tentadores embustes de mi amiga Gala: Inmejorable confidente, cuestionable influencia. 
   

Capítulo 20 de Lenya: Dama de compañía

Gala me acercó en coche al frente de mi casa y se marchó tras plantarme dos besos en la mejilla. Con un tono pícaro me insistió en lo que me había dicho de tentar al viejo, asegurándome que no había nada malo en hacerse desear un poco y hasta podría resultarme divertido. 
   Una vez mi amiga había arrancado el carro y se alejó a treinta kilómetros por hora sobre el asfalto, me dirigí hacia la casa de Carlos con unos turbulentos pensamientos dando vueltas en mi cabeza, haciéndome sentir saturada. Las palabras de Gala no habrían tenido efecto alguno a mí si, en el fondo, no fuese una tentación dejarme influenciar por ella. Fuera como fuese, había una cosa en la que no estaba de acuerdo con ella y es que, incluso si no pasaba de miraditas indebidas y vestimenta provocativa, yo sí que lo consideraba una falta de respeto y una infidelidad para Sara.
  Accedí a la casa siendo saludada por el perro, siendo escoltado por él hasta la cocina donde me encontré a Carlos sentado en la mesa leyendo un periódico con aire despreocupado.
— Has regresado pronto -observó-. Podrías haberte quedado más rato.
— No quería abusar.
— Ni siquiera me ha dado tiempo a hacer la digestión ni a fregar los platos -advirtió afectuoso, doblando el periódico para alzarse y llevar en dos viajes la cubertería hacia el fregadero, donde procedió a enjabonar los platos y el resto de cubiertos. 
— Había pensado -comencé a decir-. ¿Qué te parece si ordeno a fondo el despacho? -Mi pregunta le hizo ponerse a la defensiva otra vez, haciéndome sospechar que escondía algo. 
— Del despacho ya me encargo yo… Lo tengo muy guarro -dijo poniéndose rojo.
— Es parte de mi trabajo limpiar lo que ensucias… -objeté con una sonrisa que intentaba inspirarle confianza.
— Ya lo sé, pero…
— ¿Qué es lo peor que me puedo encontrar? ¿Papelitos por el suelo? ¿Ropa arrugada? -inquirí con dulzura-. Lo limpiaré con gusto -sentí que la respuesta le agradaba, una vez más.
— No termino de acostumbrarme -le escuché decir. ``Yo tampoco´´ pensé sintiendo unos calambres tentadores alrededor de mi vagina.

El perro trató de olfatearme de nuevo, pudiendo haber detectado una nueva fragancia que despedía mi entrepierna y que para nosotros era insensible. La nariz del perro invadiendo el espacio entre mis nalgas y clavando su hocico en la raja de mi culo solo empeoró, ligeramente los calambres. 
   Mientras Carlos fregaba los platos, me armé de los productos de limpieza necesarios incluyendo la escoba y el coleto, subiéndolo todo en un par de viajes. El despacho olía a semen y a cerrado, por lo que abrí la ventana para ventilarlo. En el centro del despacho, frente a la ventana, permanecía un escritorio de madera oscura. Entre varios comics y periódicos encontré una mancha alargada en forma de salpicadura con algo que ya estaba seco, limpie todas las superficies que me parecieron estar sucias, metí en la papelera dos o tres papelitos arrugados que me dieron la falsa sensación de aún estar calientes. 
   Los calambres me fueron a peor, incluso si no había nada alrededor para estimularme, mi mente pensaba cosas y llegaba erróneamente a conclusiones sin ningún tipo de fundamento. En mi cabeza, se mezclaban esporádicamente ideas de Sara follándome románticamente y de Carlos masturbándose en aquella misma silla ubicada entre el escritorio y la ventana, la cual prometía ser muy incómoda.  
   Tras haber barrido, calculé mal pasando el mocho y choqué de espaldas contra un armario de estanterías abiertas, provocando que retumbando todos los comics y objetos que pesaban sobre aquellas tablas de madera. Cerré los ojos inconscientemente, escuchando el sonido de un objeto frágil hacerse añicos contra el suelo. Miré lentamente al suelo, detectando con mis ojos una especie de calavera tan grande como la mía se había dividido en al menos diez trozos que ahora se encontraban repartidos por el suelo recién barrido y fregado del despacho. 
   Me quedé paralizada pocos segundos, tratando de decidir si lo que había roto podía tener poco o, por el contrario, mucho valor. 
   Cuando Carlos entró en la habitación, se llevó la mano derecha a la cabeza y, incluso si no expresó disgusto ni enfado en su rostro, si percibí lo afligido que le había dejado la rotura de aquel objeto.
— Carlos. Y… Yo. Yo… -tartamudeé sin saber que decir. ``¿Te lo compensaré? ¿Te lo pagaré?´´
— No te preocupes, Lenya. Los accidentes ocurren -trató de reconfortarme sin dejar de mirar los numerosos restos del cráneo esparcidos por el suelo. Habló bajito, con un hilo de voz.
— Lo siento mucho…  -Me llevé ambas manos al pecho.
— Ha sido un accidente.
— Tienes derecho a enfadarte, no querías que entrase aquí…
— No quería que entrases por lo sucio que lo había dejado, no por esto. Solo era… -se quedó sin palabras. Su voz no transmitía ninguna otra emoción que no fuese tristeza y melancolía. 
— ¿Tenía mucho valor? -me obligué a preguntar, aunque no quería saberlo.
— Sentimental y económico -repuso, pensativo. Se había agachado y sus dedos trataban de alcanzar los trozos que había bajo él, no como si quisiese agarrarlos, sino más bien como si tratase de acariciarlos.
— Me sabe muy mal. Te pagaré por ello. Te lo compensaré… -añadí al final.
— No puedes pagarme por ello, no vale nada. Se devaluó hace mucho, en cambio, el apego sentimental…
— ¿Cómo puedo compensártelo? -pregunté con más urgencia. No lo hice por quedar bien, sino porque me entristecía de sobremanera ver decaído a Carlos.

Aquel hombre, que siempre era tan sonriente y agradable conmigo, parecía abatido y falto de energía a pesar de que parecía intentar recomponerse para no contagiarme su negativo estado de ánimo.
— No tienes que compensarme nada, Lenya. No te sientas mal.

Claro que me sentía mal, porque un hombre que está solo y se siente tan solo, tiende a refugiarse en los objetos de valor, ya sea por llenar el vacío que siente mediante el coleccionismo o por gozo que te provoca poseerlo. Quitarle algo así a una persona tan solitaria me hizo querer compensarle a toda costa, y como no parecía interesado en proponer algo para arreglarlo, intenté encontrar otra vía para animarle. 
— No me voy a sentir bien hasta que me dejes compensártelo -Mis palabras parecían no afectarle lo más mínimo-. Puedo cobrar menos este mes, como una especie de penalización. 
— Lenya, no me va a hacerme sentir mejor pagarte menos.
— Déjame compensarte de alguna manera…
— No hay nada que se me ocurra que puedas…
— Algo habrá -insistí, acercándome a él frotando mi mano sobre su hombro, procurando reconfortarle.
— Pensaré en algo -aceptó al final, forzando una sonrisa. Al entender que aguardaba una respuesta inmediata y estaba preparándome para insistir de nuevo, agregó con aire perezoso:-. Lo prometo.

Se disculpó y se marchó a otra estancia claramente disgustado, mientras me obligaba a mí misma a limpiar el estropicio que había montado en aquel despacho y terminaba la faena en menos de quince minutos. Para cuando había terminado con aquella silenciosa habitación, podría haber asegurado que de las estanterías polvorientas y los colores apagados en suelo y madera habíamos pasado a tener un despacho con matices brillantes y con una luminosidad diferente. 
   Con el recogedor de la escoba lleno de fragmentos de cráneo, me debatir sobre si dejárselo en algún lugar por si Carlos quería animarse a tratar de recomponerlo de alguna forma. Me dirigí dirección a la lavandería, en la planta baja, con la intención de tirarlo al contenedor de basura grande -el cual estaba prácticamente vacío-, escuchando por casualidad el final de una conversación entre Carlos y otra persona por teléfono, aunque solo escuché la voz de mi jefe.
— Podríamos jugar a las cartas. Algo me dice que aceptará -Le oí decir justo mientras derramaba el contenido hecho añicos del recogedor en la basura. Sospeché que hablaba de mí incluso si no llegó a mencionarme-. ¿Avisas tú a Aniel? … -Se produjo una pausa, y entonces Carlos respondió-. Bueno, traed algo de picoteo. Yo pondré las bebidas. Hasta ahora -le escuché despedirse, e inconscientemente me acerqué a él, dando por hecho que el cincuentón tenía algo que proponerme-. Oh, Lenya. Que oportuna.
— ¿Sí?
— Ya sé como vas a compensarme lo de antes. No estás obligada, pero si…
— Sí -repuse inmediatamente.
— No sabes que te voy a pedir.
— ¿Qué os haga compañía? -aventuré con una sonrisita juguetona.
— No era eso exactamente… No solo debes acompañarnos, sino que jugarás con nosotros.
— ¿Con tus amigos Jack y Aniel?
— Los mismos… Tienes buen oído -repuso gratamente sorprendido-. Deberé ir con cuidado de ahora en adelante cuando hable mal de ti.
— Carlos, por favor -me reí alegrándome que el ambiente hubiese dejado de ser tan tétrico. 
— Los invitados estarán aquí sobre las cinco de la tarde, así que hay tiempo.
— ¿Preparo la comida? -inquirí.
— Sí… Mientras iré a sacar a Aggo al monte, una pena que no lo pueda sacar tú.
— No creo que me hiciese mucho caso.
— Por la cuenta que le trae, sabe que debe comportarse cuando estoy yo. Por otra parte es inevitable que le gustes… Eres la única hembra que tiene cerca todos los días.
— Me he debido convertir en su amor platónico -bromeé recordando mi conversación con Gala sobre el deseo mutuo que se produce al convivir cada día, pero no dije nada.

Carlos puso al correa a Aggo y por primera vez en mucho tiempo pareció ansioso por salir a pasear. Generalmente Carlos sacaba a su mascota cuando me encontraba inmersa en la limpieza de un baño o de una habitación, por lo que muchas veces ni me enteraba que se lo llevaba. 
   Preparar un hervido de garbanzos con patata y zanahoria me llevó poco menos de media hora, dejando la olla sobre un fuego lento que prometía otra media hora de cocción hasta terminar de hacer la comida. 
   Con el extractor sobre la olla burbujeante resonando por media vivienda, aproveché que Carlos no estaba para limpiar su habitación, sintiendo inquieta y sensible mi entrepierna mientras recogía unos cinco pañuelos y un calzoncillo pegajoso. No tuve tanta curiosidad por el contenido de los cajones ni armarios, sin gana alguna de invadir su privacidad, pues solo me podía la necesidad de fisgonear si el día anterior se había coronado con tantas otras pajas desafiando la senilidad y su edad con un hambre y una lujuria para masturbarse que, de no haber contado uno a uno aquellos papelitos con semen seco tirados sobre la cama y en el suelo, no habría creído que fuera posible. Por primera vez me imaginé a Carlos, en un arrebato de excitación, imitando el comportamiento de su perro y montándome como un animal.
   Acabé bajando a la cocina tratando de ignorar esos pensamientos que me hacían creer que estaba enferma: Los fetiches y las fantasías eran algo normal en cualquier persona… Pero que mujer, joven y sana física y mentalmente fantaseaba con un hombre de cincuenta y siete años. Además, es que ni atractivo era… Era descuidado, asqueroso y maloliente. Sus únicas virtudes eran su simpatía y su correcta manera de tratarme. 
   Cuando Carlos llegó de pasear con el perro, este se acercó a saludarme, lamiéndome un par de veces y marchándose a un rincón, donde se recostó formando una bola con su cuerpo y poder así dormitar con su carita sobre sus patas traseras. 
— No me creo que esté tan pasivo…
— Le he hecho caminar mucho -aseguró riendo, mientras me ayudaba a poner la mesa. 

Se lavó, para mi sorpresa, ambas manos en el fregadero con agua y jabón justo antes de sentarnos a comer.
— Te ha quedado muy bueno… Una de mis comidas favoritas son los garbanzos.
— Pues tienes que saber que es uno de los platos más sencillos de preparar… Tarda un poco, por la cocción, pero es sencillo.
— Ya me enseñarás a cocinarlo.
— Dalo por hecho.
— Lenya… ¿Tienes algún problema con el plan de esta tarde? Te pagaré el extra como camarera. ¿Te sorprende? -preguntó al final al percibir mi reacción.
— Sí, un poco. Creía que te lo estaba compensando.
— Me lo compensarás jugando conmigo a las cartas… y acompañándonos. 
— ¿No trabajan Jack y Aniel?
— Sí, ambos -contestó con cierta indiferencia.
— ¿Hoy trabajan?
— Sí, pero en turno de mañana.
— ¿Y por qué vienen? 
— ¿La verdad? Por ti -confesó con una tosca carcajada, después se llevó otra cucharada a la boca-. Son dos viejos verdes.
— ¿Solo ellos? -pregunté. Sonreí levemente para quitarle hierro a mi sutil acusación.
— Lenya, por favor. Creo que nunca me he sobrepasado contigo.
— No fue eso lo que quise decir.
— ¿Entonces? -me cuestionó.
— Me refería más por tu habitación y el despacho… 
— Jack y Aniel son peores que yo.
— Se… ¿Tocan mucho también? 
— No, más bien poco. Pero son muy… Son dos viejos verdes al final.
— Deberé ir con cuidado entonces.
— Sobre eso… ¿Qué ropa te pondrás?
— ¿Tengo que ponerme algo en concreto?
— Lo que quieras, no tienes que venir con el uniforme. 
— Ya veré que escojo para la ocasión -musité antes de beber un largo trago de mi bebida-. Tengo la sensación -empecé a decir-, que me usas como carnaza para tus amigos.
— No entiendo que quieres decir. 
— Dices que son un par de pervertidos y que vienen por mí. No querrás ponerles los dientes largos… Recuerda que tengo novia.
— Un poco no hace daño a nadie. ¿O sí? -preguntó juguetón.
— Si solo miran, no debería haber problema. 
— Por supuesto, no permitiría que se extralimiten contigo.
— Me tranquiliza saber que me protegerás de esos dos viejos verdes, Carlos -bromeé con una sonrisa cálida, dándome cuenta que, por primera vez en mucho tiempo, iba a estar rodeada de tres hombres que muy probablemente eran sexualmente activos… Y eso me hizo sentir mal por Sara, por lo que me prometí que no le diría nada-. Carlos… Sara se pondría muy celosa si supiese.
— No diré nada -juró solemnemente.
— Por si acaso. Que no sepa nada, por favor. Podría meterme en problemas con ellas.
— Soy una tumba -insistió.
— Bueno, voy a ir poniéndome a fregar platos -dije, puesto que yo ya había terminado mientras él apenas iba por la mitad de todo su plato. 
— Ya fregó yo, mujer.
— No, vas a pagarme ese dólar también. 
— Me vas a dejar seco -bromeó, continuando su comida mientras yo me acercaba a la pica y empezaba a aclarar uno a uno todos los platos y cubiertos que me fue posible.

Para las tres de la tarde, me hizo ir a comprar al supermercado patatas, frutos secos y un par de enseres más para la velada. No hizo falta que comprase alcohol debido a que en la anterior compra ya habíamos adquirido reservas suficientes para cualquier imprevisto. Nada más llegar a la casa, añadí todos los extras que había realizado en la nevera y me puse a preparar la mesa del salón, aquel enorme mueble circular de madera de pino negro, la cual nos serviría para pasar lo que quedaría de tarde una vez llegasen. Cuando quise darme cuenta ya eran las cinco de la tarde, y aunque Jack llegó puntual como un reloj justo cuando el minutero horario alcanzaba la quinta hora en punto, Aniel no llegaría hasta pasados veinte minutos.
   Jack, con la misma cortesía y caballerosidad habitual de la primera vez, me saludó quitándose el sombrero y realizando una exagerada reverencia rozando con sus labios mis nudillos. Los dos amigos se sentaron en el sofá, hablando, mientras yo me ausentaba unos instantes para cambiarme en mi casa. Aproveché para cambiarme el tampón y la compresa, eligiendo una ropa bastante más femenina de lo que solía llevar en esa casa: No estoy segura de lo que me hizo ponerme una blusa escotada de color azul y unos shorts blancos que dejaban ver mis piernas. Las mujeres sabíamos que vestir blanco con la regla nunca era buena idea, pero aquella fue mi elección únicamente porque me gustaban aquellos pantalones para la ocasión y, también, complementé mi sencillo vestuario con unas sandalias marrones. Al mirarme en el espejo descubrí que la tela de la blusa no era capaz de disimular las tiras del sujetador, que era negro, por otra parte sí logré esconder el contraste oscuro de mi ropa interior con mi largo pelo dorado, que abrazó mi escote cuando decidí no llevar el cabello recogido en una coleta.
   Para cuando llegué a la casa, Aniel ya había llegado y me saludó casi por obligación. Había aceptado lo extremadamente tímido que era, una personalidad agravada por su temperamento escurridizo y acomplejado, por ello, parecía evitarme en todo momento.
— No es personal -me dijo Carlos-, es muy vergonzoso.
— El primer día creí que caía mal o me odiaba, pero sí, ya sé.
— Te he apuntado hoy siete horas base más. Te pagaré el plus de camarera y cada una de las horas extras que te quedes. 
— Que previsor… ¿Cuántas horas me voy a quedar? 
— Hasta las ocho, más o menos cuando viene Sara. 
— Me haces un favor -contesté alegrándome de poder evitar una discusión con Sara o acrecentar su desconfianza hacia Carlos. No quería ni imaginarme cómo reaccionaría si llegaba del trabajo y descubría que estaba festejando un juego de mesa rodeada de tres hombres.
— Ya estamos entonces -Carlos chocó ambas manos atrayendo nuestra atención con el sonido que produjeron. 

Los cuatro estábamos de pie, frente a una mesa circular oscura en la que habían cartas, patatas fritas, frutos secos y cinco o seis botellas diferentes de alcohol.

Capítulo 21 de Sara: Sin moros en la costa

Cuando paré el motor del coche, tan siquiera el haber aparcado frente a nuestra casa me logró animar. Estaba de un humor de perros por haber perdido tantas horas de mi día libre encerrada en el despacho, unas horas que no recuperaría de ninguna manera por mucho que me las pagasen. 
   Bajé del vehículo bufando y maldiciendo, entrando en la parcela delantera de nuestra casa, subiendo escalón por escalón mientras sacaba las llaves y, cuando llegué arriba, con mis pies sobre el felpudo y con mi mano a centímetros de introducir la llave por la cerradura, escuché unas risas provenir de la puerta vecina que me hizo detenerme por unos instantes. Escuché entre tres y cinco risas, no supe decir cuantas exactamente pero, lo que atrajo mi atención no fueron las mayoritarias carcajadas de los hombres, sino el inconfundible y familiar timbre que hacía Lenya al desternillarse de la risa.

Si ya venía malhumorada del trabajo, y la única promesa a ese día de mierda era relajarme con Lenya en nuestro sofá o nuestra cama, terminó de joderse al entender que mi novia iba a ser acechada por tres buitres viejos durante, como mínimo, treinta minutos más. 
   Estuve a punto, varias veces, de picar a la puerta y desatar mi furia por el mero hecho de acapararan a Lenya, pero la venganza es un plato que se sirve frio y por ello, no castigaría a Lenya hasta que hubiese terminado de divertirse con sus viejos -nunca mejor dicho- amigos.


Capítulo 22 de Lenya: El calor de la bebida

Una luz artificial iluminaba toda la estancia. Carlos había puesto un canal musical en la televisión para que hubiesen alegres melodías de fondo al ritmo del pop, de rap y de reggaetón. No dejaba de ser extraño, pues los tres cincuentones que me acompañaban en aquella enorme mesa no terminaban que no pegaban ni con cola, tampoco parecía que los diferentes estilos musicales fuesen de su agrado. Por eso, sin hacer un solo comentario sobre la música, desde que se habían sentado la habían ignorado como buena mente pudieron.
   Desde que me senté, justo después de haber regresado de mi casa para cambiarme, había tenido la impresión de que sobraba en aquel juego de cartas que empezaban a explicarme y parecía sencillo de jugar, pero me equivoqué. Carlos y Jack me hicieron reír explicándome las reglas de los chinos, juego bastante sencillo de entender que consistía en colocar las dos manos a la espalda con tres monedas en los puños y adivinar cuantas monedas habría entre 12 que tenían los cuatro. Si nadie acertaba el número exacto de monedas, nadie ganaba. No se podía repetir el mismo número y cada nuevo intento, intentaba adivinar el número correcto una persona distinta. 
   Para que no fuese un ganar o perder sin sentido, las consecuencias de jugar eran las siguientes: Aquel que más se alejase de la respuesta correcta, debería beberse de un trago un chupito. Por el contrario, quien que más se acercase sin llegar a acertar podía hacer una pregunta de lo que fuese a cualquiera de los otros tres. Quien acertase el número exacto al final -pues podían producirse muchos intentos hasta dar con la respuesta correcta-, podría retar o preguntar a cualquier cosa a los tres. Aquella recompensa que para ellos debía sonar como música celestial para mí sonó a peligro pero, como acepté las condiciones curiosa de hasta donde podría llegar aquella situación, no tenía como quejarme. Siempre podría negarme si consideraba que se excedían con alguna petición.
— Empezamos. ¿No? -preguntó Carlos bastante animado.
— Sí, pero antes… ¿Podría usted poner una música más decorosa? -preguntó Jack, emulando un rostro de desagrado-. No tengo nada en contra de estos géneros musicales. Por otro lado… -hizo una pausa, removiendo su bigote-, te estaré agradecido si pones música clásica.. Obertura de 1812, de Tchaikovsky. O tal vez las sublimes sinfonías de Beethoven… -Mi risita atrajo su atención-. ¿Qué le hace tanta gracia, señorita? -preguntó con una voz amable que no llegaba a ser cordial, como si se hubiese puesto a la defensiva. 
— Estaba segura de que tendría preferencia por ese estilo musical -contestación a la que respondió con una sonrisa. 
— Ya veo, pues estaba usted en lo cierto.
— No va a poder ser porque solo tengo contratado este canal de música -le reprendió Carlos, gruñendo como pocas veces lo hacía-. ¿Empezamos?
— Por supuesto -repuso Jack-. Estoy ansioso por divertirme a costa de nuestra joven amiga -No supe como interpretar aquel comentario. Por suerte, sirvió para que no bajase la guardia. 
— No la asustes, Jack -le riñó Carlos.
— Soy inofensivo, te lo aseguro -se disculpó Jack.
— Solo cuando no eres retorcido -aseguró Carlos. 
— Vaya, ahora tengo curiosidad sobre eso -reconocí. Jack me sonrió, aquella vez si fue más cordial.
— ¿Curiosidad? ¿Sobre qué?
— Carlos dijo que eráis unos viejos verdes -En lugar de ofenderse, los dos aludidos rieron.
— Nos conoce, y por eso ha dado en el clavo. ¿Siempre hemos sido así, Don Carlos? ¿O nos hemos ido pervirtiendo con la edad?
— Creo que las dos opciones por igual -reconoció el anfitrión.
— No parecéis unos pervertidos -musité con bastante tranquilidad.
— La profesión va por dentro, querida -repuso Jack-. No se apresure, va a tener muchas oportunidades para saciar su curiosidad… Y para divertirse. 
— Creo que se lo van a pasar ustedes mejor que yo, visto lo visto. 
— Pues empezamos. Las manos a la espalda con las tres monedas -ordenó Carlos, haciendo precisamente lo que había indicado:-. Recordad: Quien se aleje más, bebe. Quien se acerque más, puede hacer una pregunta. Y quien acierta la respuesta, puede retar o preguntar lo que quiera a los otros tres. 

Jack, Aniel y yo imitamos a Carlos y colocamos las tres monedas a nuestras espaldas. De uno en uno, con expresiones nerviosas desde el rostro pensativo de Jack, la actitud nerviosa de Aniel o mi cara, que de lo titubeante que me sentía estuve segura de ser un libro abierto para ellos. Con tres puños estáticos alzados sobre la mesa, Carlos fue el primero en apostar una cifra.
— Cuatro. 
— Ocho -musitó Jack. Aniel clavó sus escurridizos ojos en mí aguardando la respuesta.
— Ninguno -propuse.
— La probabilidad de que las cuatro manos estén vacías es muy cercana a cero -se burló Aniel, logrando que me pusiese roja de la vergüenza-. Digo 11. 

Al descubrir las palmas de nuestras manos descubrimos que, los que más nos habíamos acercado, éramos Carlos y yo, debido a que las manos de Jack, de mí y de Carlos se encontraban vacías, mientras que Aniel sostenía una triste moneda que lo hizo ponerse rojo de la rabia. 
— Aprende a perder, Aniel. Ha ganado Lenya -le espetó Carlos, sirviéndole inmediatamente un chupito de Vodka al que le añadió un culito de lima. Cuando volvió a hablar, su voz sonó bajita y amable-. Un trago para Aniel. Una pregunta para Lenya.
— Me pica la curiosidad. Antes, cuando Jack dijo que era inofensivo, dijiste que solo cuando no era… ¿Malo?
— Cuando no actúa de manera retorcida -me corrigió Carlos.
— ¿Qué significa eso? -Logré que ambos intercambiasen una mirada. Me costaba pensar en Jack como alguien malicioso y mezquino. 

Se hizo el silencio. Por un instante percibí a Jack, por primera vez, preocupado por lo que pudiese pensar de él si me daba una respuesta errónea o malinterpretable, estuve segura de haberlo intuido correctamente porque, cuando habló, lo hizo con extremo cuidado.
— Espero no me vea con malos ojos a partir de ahora, señorita. Lo simplificaré: Hay una parte de mí que disfruta con las desgracias ajenas. Si un perro persigue a un gato, ansío ver como lo alcanza. Si veo una película, disfruto gratamente como triunfa el villano. 
— No es que sea malo -explicó Carlos-, pero le gustan las maldades. Si fuese una deidad…
— Sería Loki, el dios del engaño.
— No me termina de quedar claro -repuse sonriendo pícara. 
— Una parte parte de mí le gusta fastidiar a los demás.
— Nunca lo habría dicho. Es usted tan caballeresco.
— A menudo se confunde al que sigue de modo diligente el protocolo con ser una buena persona. No, no tiene nada que ver. 
— Así que si esto fuese una película, usted sería un villano -pregunté.
— No me convence ese término, y considero que no me describiría. Sería una especie de antihéroe, un antagonista si usted lo prefiere -concedió.
— Bueno, se está alargando esta primera vez. Las preguntas deben hacerse rápido y deben contestarse de la manera más breve posible… Si no nos tiraremos toda la tarde y solo habremos jugado cinco o seis veces. ¿Otra vez?

Volvimos a esconder las tres monedas a nuestras espaldas, uno a uno fuimos levantando los puños cerrados y esa vez fue Aniel, a la derecha de Carlos y al frente mío, quien masculló el primer número.
— Cinco.
— Tres -propuso Jack.
— Siete -dije neutralmente para no arriesgarme a ser emborrachada. 
— Doce -sonrió descaradamente Carlos, llevándose una decepción cuando los cuatros se abrieron para dejar nuestras palmas al descubierto. 

Doce monedas idénticas fueron observadas por nuestras miradas incrédulas.
— ¿Cuál es la probabilidad de que al segundo juego acierte un número tan redondo? -le preguntó Carlos a Aniel sin dejar de mirar nuestras manos.
— Aproximadamente las mismas que las que tendrías para acertar una canica en un vaso de chupito a cuatro metros.
— Era una pregunta retórica -contestó molesto, a lo que su extraño amigo se encogió de hombros. 
— No puedo proponer nada subido de tono por dos motivos: -explicó Carlos:-. Tenemos una dama delante, y no quiero ponerla en ningún compromiso. Es nuestra invitada, pero solo ha venido a alegrarnos la vista con el placer de su compañía jejeje. El segundo motivo es que nuestros cuerpos no han asimilado suficiente alcohol, por lo que todavía estamos fríos. Así que este es mi reto para los cuatro: Agarrad un vasito, llenadlo con lo que os plazca… Y de un trago.

Le obedecimos, y yo, mientras vaciaba un azucarado ron con limón, pensé en que irónicamente me había propuesto no arriesgarme con la respuesta que di. Al tragar el contenido del diminuto vaso, sentí ardor en forma líquida que arrasó mi esófago. Me di cuenta de lo poco habituada que estaba en el arte de emborracharse, aunque tampoco era ajena a beber socialmente de vez en cuando. Sentí mi cara colorada a los poco segundos, y a pesar de estar con una blusa escotada y mis bracitos al aire, sentí que me sobraba ropa. Carlos, que parecía haberse dado cuenta, me dedicó una sonrisa.
— Se ha puesto roja. Bueno, al menos sabes beber. ¡Manos a la espalda! 

Doce monedas a nuestras espaldas, intercambiamos el contenido de mano a mano mientras rechinaban las monedas y, cuando cuatro puños perfectamente inmóviles se encararon, Jack dictó el primer número.
— ¡Dos!
— Tres -musité procurando arriesgarme a emborracharme lo menos posible.
— Seis -dijo Carlos a mi derecha.
— Cinco -balbuceó Aniel al frente mío.
— Estos números están muy pegados… -murmuró Carlos contando el contenido que yacían en nuestras cuatro palmas-. Dos Lenya, uno Jack, uno yo y ninguno para Aniel. Nadie ha acertado, y hay dos números igual de alejados.
— Jack y tú estáis en tablas, os tocará beber.
— No nos vas a perdonar ni una, eh -rio Carlos mientras mezclaba su chupito: Consistió en agua ardiente con sal y limón, el cual no tardó en vaciar de un trago.
— Beberé un poco de Vodka con lima. A vuestra salud, señorita -brindó Jack imitando mi primer chupito. 
— Aniel y yo somos los que más nos hemos acercado, así que podemos preguntar dos cosas. 
— ¿Quién quiere hacer la primera? Recordad, tienen que ser preguntas rápidas, tanto como las respuestas. 
— ¿De qué trabajabas? -pregunté automáticamente, haciendo que el rostro de mi jefe se ensombreciese.
— No voy a contestar a eso -contestó forzando una sonrisa.
— Pues vaya gracia… Alguna penalización tendrá que tener quién no conteste las dichosas preguntas.
— Estoy de acuerdo contigo, Lenya -coincidió él y, llenando otro chupito con un alcoholizado azúcar de caña, lo vació de un trago. Llevaba tres chupitos y ya empezaba a oscilarse, mareado y a balbucear sin ser capaz de pronunciar con exactitud las frases que se proponía-. Q…Qué os parec..e sí, quien se n…ieg. ¿Niegue? Sí, niegue a contestar… una pregunta tiene que beber otro trago. Un trago extra -bromeó guiñándome un ojo. Me resultó tan gracioso su intento de sonar coherente que, asintiendo, le devolví la sonrisa. 
— Aniel -lo nombró Jack-. ¿Qué quieres preguntar?

El aludido lanzó una mirada titubeante hacia mí y, sin decidirse a preguntarme lo que fuese que quería saber, se volteó hacia Carlos y empezó a preguntar…
— Cómo aguant…
— A… Antes de hacer la pregunta -alzó un dedo, claramente beodo- piensa bien porque no sé cuantos… c…husitos aguantaré… -su interrupción pareció hacer que Aniel, pese a su timidez, reconsiderara la pregunta y terminó preguntándome a mí.
— ¿A… Alguna vez has tenido una relación con un hombre mucho mayor que tú?

Debido a que estaba rodeada de tres cincuentones, la pregunta me avergonzó un poco, incluso si no era nada del otro mundo.
— Apenas he tenido relaciones con chicos de mi edad, una o dos como mucho.
— ¿Eres… Eres virgen? -preguntó abriendo mucho los ojos, entre emocionado y conmocionado.
— Eso sería otra pregunta pero… no. No lo soy.
— Has… hecho la… pregunta errivocada, Aniel jiji -rio Carlos, volviendo a guiñarme el ojo-. ¿Siguiente ronda?

Los ocho puños volvieron a estamparse contra nuestras espaldas, y mientras sopesábamos cuantas monedas íbamos a lanzar al frente, me distraje un poco al pensar que, aunque Carlos pareciese borracho, parecía todavía pensar con coherencia. Aún le quedaban unos cuantos tragos más antes de que perdiese los estribos, pero me pregunté cuanto tardaría y que sucedería cuando hubiese bebido demasiado. Además, su cuerpo aún tenía que absorber los tres chupitos que se había ventilado en no más de quince minutos. ¿Seguiría actuando como el  mismo vecino y jefe que había sido durante toda una semana? Tan agradable, tan cordial… 
   Aquella vez, fui yo la primera en tratar de adivinar el siguiente número ganador. 
— Siete.
— Ninguno -dijo Carlos.
— Pues ya has perdido y te va a tocar beber de nuevo -se burló Aniel-. ¡Cinco!
— Ocho -Acabó de decir Jack.

Al desvelar el contenido de nuestras manos, nos sorprendimos con que solo una de las cuatro manos tenía monedas y resultaron ser las de Aniel, que llevaba tres.
— Aniel gana de nuevo, y esta vez le toca a Jack beber.

¡Tooc!. Jack estampó el culo del vaso contra la mesa, poniendo una cara amarga.
— Ya está. 
— ¿Qué pregunta debería haberle hecho a Lenya? -preguntó con sus ojos de roedor, hablando muy rápido.
— Creo que te refieres a lo que preguntaste después. ¿No? Soy lesbiana. 

Los dos ojos de Aniel se abrieron de par en par, abriendo la boca como si hubiese visto un fantasma.
— Pero eso… ¡No puede ser! Las lesbianas… -musitó con su voz aguda, pude percibir cierta repulsión en su tono de voz. 

``Vaya… Un homófobo´´ pensé tratando de disimular la mueca que me urgía mostrar en mi rostro. Era raro que me enfadase, pero aquel era uno de los pocos temas que lograba hacer arder mi fuero interno
— Aniel, haga el favor de callarse y evite decir nada que pueda aguarnos la velada -le interrumpió Jack. Luego, se dirigió hacia mí-. Discúlpelo, la edad y la ignorancia son los peores enemigos de los viejos como nosotros.
— ¡No se trata de eso! ¡Es contra natura! -chilló por primera vez con voz estridente, más por intentarse justificar que por discutir.
— Pues me parece lo más natural del mundo.
— ¡Lesbianas! ¡Gays! ¡Transexuales! ¡Jum! -gruñó-. No quiero meterme donde no me llaman… ¡Pero es contra natura!
— ¿Qué has dicho? -rugí frunciendo el ceño.
— Lo que digo -empezó a murmurar, dándose cuenta que estaba quedando muy mal ante mí y sus dos amigos. Jack no pareció querer interrumpirlo, y Carlos se tapó la cara con la palma de la mano, como si sufriese una dolorosa jaqueca- es que no es natural.
— Sí, eso ha quedado claro.
— Las mujeres estáis hechas para copular con nosotros, los hombres.
— Ah… Es miedo a quedaros sin mujeres. ¿He acertado? -me mofé, envalentonada por el calor del alcohol. 
— ¡No digas sandeces!
— Oh, creo que no es ninguna sandez que tu… concepto… sobre la comunidad homosexual se motive en tu ego masculino dañado. Si hubiese nacido doscientos años atrás, tal vez me hubiesen pegado una golpiza solo por insinuarlo. 
— Puedes hacer lo que quieras, pero no por eso debe parecerme natural.
— No tiene que parecerte natural, debes respetarlo, Aniel -le reprendí-. ¿Continuamos? -dije con frialdad.
— No… No se lo tengas en cuennta… -masculló Carlos agarrando sus tres monedas- A un árbol vieggo no puedes endelezarlo.
— ¿Puedo retaros a daros un besito? -bromeé escogiendo una única moneda en mi mano izquierda. Los otros dos nos imitaron, cuando los cuatro puños se presentaron sobre la mesa circular, Carlos fue el primero en dar su cifra.
— Ocho.
— Nueve -dijo Aniel, huyendo de mirarme a los ojos.
— Ummm… Creo que… Sí, digo cinco -decidió finalmente Jack.
— Tres… -musité sonriendo.

Al abrir las manos, y para sorpresa de todos, había dado con el número correcto. 
— ¿He de suponer que acertando con exactitud se cancela la norma del que bebe y el que pregunta?
— Creo que será mejor -opiné, sonriendo divertida viendo las caras que ponía mi jefe-, Carlos ha vuelto a estar peligrosamente cerca de beberse otro chupito.
— Hoy no es… hip… mi día -se rio de si mismo apoyando ambas manos en su abultado vientre. 
— Solo voy a pedir una cosa -dije con picardía-. Aniel… ¿Cuál era tu bebida favorita? 
— Vodka, con lima -contestó con cautela.
— Vamos a agarrar tres vasitos, los vamos a llenar… Así, bien cargaditos de vodka, con un poco de lima. Como he ganado esta vez, lo que quiero que hagas es que te los remates, uno tras otro. 
— ¿Solo eso? -Parecía desconfiar.
— Solo eso -aseguré cerrando los ojos y afirme con un sutil asentimiento. Por supuesto, lo que quería era emborracharlo bien para que se desinhibiese y poder hacerle otras preguntas cuando no se mostrase tan reservado.

Aniel agarró titubeante el primer chupito, y tras pensárselo unos instantes, se lo llevó raudo a los labios y lo vació con un trago, poniendo cara de escozor. Repitió la misma acción con el segundo chupito, aunque esa vez ya tenía el esófago hecho a la bebida alcohólica y pareció ni notarlo. A la tercera, tembloroso, puso cara de satisfacción por haberlo hecho todo tan rápido.
— ¿Algo más? -preguntó con un aliento a Vodka que me llegaba desde el otro lado de la mesa.
— No, solo quería ver si eras capaz -mentí-. ¿Otra ronda?

Tras llevarnos las manos a las espaldas y elegir el número de monedas con que afrontábamos esa nueva ronda, hicimos una nueva ronda aventurando la solución adecuada y aquella vez ninguno la acertó. Siendo Jack y yo los únicos que continuábamos serenos, me tocó perder siendo la que más se alejó de la respuesta correcta mientras que fue Jack quien le tocó hacer la pregunta. 
— Si me permite la pregunta… Y si no me la permite deberá beber por partida doble -incidió al tiempo que llenaba mi vaso con Burbon, para luego retomar con su pregunta-. ¿Es usted, señorita Lenya, totalmente homosexual? 
— ¿Y qué, si fuese así? -pregunté tratando de no sonar hostil.
— ¿Es así? -insistió.
— No, me siento también atraída por hombres.
— Eso… ya me… me parece más nattullal -bramó Aniel, en un estado bastante más ebrio que hace unos minutos. 
— ¿Por qué es más natural que me gusten ambos géneros y no solo uno?
— No quielo desagradarte -se justificó-. Me gusta pensar que un hombre… B. Bueno que un hombre le hace el… el amor a una mujer. ¿Me sigues?
— Creo que puedo llegarte a seguir -le sonreí a pesar de que continuaba molesta con él. Me parecía injustificable su manera de pensar, pero al entender que era un complejo masculino reprimiendo la realidad de que nunca podría hacer disfrutar a una lesbiana con su masculinidad… Por muy ridículo que sonase-. Jack. ¿Le ha agradado mi respuesta? -pregunté exagerando disimuladamente mis morritos.

Una sonrisa modesta, con la mirada baja, asomó bajo el bigote de Jack que en lugar de desdecirse, me cuestionó con otra pregunta.
— ¿Por qué debería agradarme?
— ¿Le agrada que me gusten los hombres?
— Si no me atañe, me es indiferente. Por otro lado, figúrese usted un relativo en el cual a usted le gustan los hombres de avanzada de edad, como puede ser mi persona… En ese caso hipotético, sí. Estaría encantado.
— Vaya -me sorprendí, con una nueva corriente de fuego aumentando mi temperatura corporal-. Si que sabe usted halagar a una dama -bromeé siguiéndole el juego cuidando mi léxico. 
— Es un placer para mí halagarla… y sonrojarla. 

Una tímida sonrisa apareció entre las comisuras de mis labios, que no tardó en ensancharse. El alcohol me estaba afectando lo suficiente como para empezar a notar cosas en mi cuerpo que antes, distraída en otras cosas, podían haberme pasado desapercibidas. Por ejemplo, noté un rubor y un extraño hormigueo en mis pezones; así como también percibí un fuerte y constante latir de mi corazón.
— ¿Puedo… preguntar porué te gustan las mu.. mujeres? -preguntó Aniel de pronto.
— No entiendo la pregunta. ¿Por qué no deberían gustarme?
— No te lo pregunto para mal -se apresuró a disculparse-. N… Nunca he habrado con una lesbiana.

Pudo ser el alcohol, calentando mis pensamientos o simplemente ganas de sincerarme, por lo que terminé por contestarle:
— Pues verás… -empecé, contentita y ruborizada-. Son sensaciones y placeres totalmente diferentes. Los pocos… críos… con los que he estado, eran rudos, masculinos… e inexpertos. Si tuviese que describirlos con una sola palabra, esa palabra sería dureza. La palabra que describe el sexo con mujeres -dije aunque Sara me había dado ese tipo de experiencias- sería húmedo… O cálido, incluso. Y supongo que ya sabréis que una mujer húmeda es sinónimo de…
— ¿Cuánto lleva sin acostarse con un hombre? -preguntó Jack satisfecho del rumbo que llevaba la conversación.
— Uff… -sopesé la respuesta durante un rato-. Más de diez años.
— ¿Cuántos años tiene?
— Treinta y dos. Estuvo mucho tiempo soltera antes de conocer a Sara.
— ¿No echa de menos la dureza?

``Un poco´´ pensé.
— Mucho -expresaron mis labios a traición.
— Tengo entendido que las mujeres homosexuales -Carlos y Aniel escuchaban atentamente, y pese a lo ebrios que estaban, parecían perfectamente capaces de controlar sus bocas y sus oídos- tenéis una facilidad para el uso de objetos de índole sexual. ¿No compensa eso, como una ventaja, la carencia de dicha dureza?
— Entiendo perfectamente lo que quieres decir -le contesté a Jack-. No tiene por qué. A mi pareja no le gustan los dildos, a mí me chiflan. Por otro lado… -me contradije, pensativa-, Sara ha tenido muy malas experiencias con los hombres con los que estuvo. Por ese motivo, ella nunca podría volver a estar con un hombre.
— No es vuestro caso -observó Jack.
— No… Como ha he dicho, hecho de menos la dureza real -concreté. No pude evitar pensar que, bajo las mesas, podrían haber un bulto bien duro bajo cada pantalón-. Los dildos, y otros objetos sexuales, pueden proporcionarnos mucho más placer que cualquier hombre.
— No estoy de acuerdo -Aniel puso los ojos en blanco. Lo ignoré.
— Pero son placeres totalmente opuestos, una parte de nosotras nos gustaría que nuestra pareja pueda disfrutar de esa penetración de una manera más dura. 
— En resumidas cuentas. Vos envidiáis a los hombres por lo que tenemos entre las piernas -su comentario me hizo soltar una sonora carcajada.
— Sí… -contesté divertida, intentando acallar la risa-. Sí, eso es cierto. Por mucho que nos moleste admitirlo. Los hombres estáis obsesionados con llenar agujeros porque el sexo, para vosotros, es más placentero cuando penetráis. A nosotras, en cambio, no hace falta ser penetradas para acabar. 
— Si echas de menos la dureza que mencionas, significa que podéis prescindir de ello pero lo seguís añorando.
— Los huecos vacíos se sienten vacíos -concedí ensanchando mi sonrisa-, pero como dije al principio, son placeres totalmente distintos. 
— Si quieres experimentar plenitud, los huecos vacíos hay que llenarlos. De ahí que se diga que el tamaño importa. 

Puse los ojos en blanco, no por molesta sino por la simpleza del comentario. Estaba decepcionada.
— Esperaba más de usted, Jack. Tan correcto, tan caballero… Creía que sería más complejo en su manera de pensar.
— Antes dijo usted, señorita -Otra vez puso esa sonrisita modesta-, que echaba mucho de menos la dureza masculina. ¿No se está contradiciendo? También me he percatado de que ha usado dos términos diferentes para referirse a su experiencia con hombres y mujeres. ¿Su novia, Sara, no puede ser ruda? 
— Puede, y lo es -me sorprendió.
— No debe generalizar, pues. Seguro que hay hombres que pueden complacerla con la misma facilidad que un dildo… Y sin penetrarla.
— ¿Qué quiere decir, Jack? -El rubor en mi pecho fue en aumento.
— Intereses, querida. Si encuentra a la persona adecuada, dará igual si es varón o fémina. ¿No cree usted? 
— Carlos dijo antes que usted era retorcido. Siento curiosidad por saber como es usted… en la intimidad.
— No le gustaría -contestó, seguro de si mismo. Entonces se contradijo-. ¿O sí? -se echó a reír al ver que se me quedó cara de tonta-. Es usted sumamente atractiva… Un regalo para la vista de Carlos día a día, seguro. Si bien algunos hombres pueden depender en exclusiva de lo bonita que es… A mí me gustaría explotarla de otras maneras.
— ¿Cómo? -me interesé.
— Sensaciones fuertes… Muy fuertes. Podría hacerla llorar de placer, disfrutar una humillación que no se esperaría. Sería capaz, estoy seguro… Por supuesto, para ello debe tener la mente abierta. 
— Mucho ruido y pocas nueces -musité fingiendo no darle importancia. A pesar de eso, sus palabras, que podían significar muchas cosas distintas, estaban calando peligrosamente en mí. 
— ¿Por qué lo dice? ¿Por la edad? -no pareció amilanarse ante mi comentario, aunque no sonrió. Tampoco se mostró ofendido.
— También porque los hombres tenéis fama de acabar rápido y dejarnos insatisfechas.
— En eso le doy la razón, querida. No me gusta ser un fanfarrón. No tengo una excesiva duración.
— ¿Es eyaculador precoz? -pregunté, contenta de que no hubiese hecho falta que estuviese borracho para reconocerlo.
— Ni una cosa ni otra, no aguanto en exceso. No, lo que quiero decir es que destaco por otras cosas.
— ¿Por ejemplo? -quise saber.
— Creatividad, perversión… y malicia. Eso no significa que le haría daño, no.
— Sea más descriptivo -le urgí, completamente metida en la conversación.
— Bondage, Asphyxia -mencionó en un perfecto ingles londinense-, spanking, humillation, vulgar language…
— Vaya historia -dije sorprendida.
— Me ha hecho usted muchas preguntas. Debo preguntar una… Sería lo justo. ¿Cuáles son sus hot spots?

Me sentí tentada a responder, incluso si sabía que eso me iba a dejar muy expuesta. Con tres chupitos en el cuerpo, y siendo salvada por haber elegido las bebidas menos alcoholizadas, me sentía tentada a hacer muchas cosas de las que me arrepentiría una vez volviese a estar sobria. Así que, solemnemente, llené un chupito con más lima que Burbon y me lo ventilé de un trago. 
— Muy inteligente. 
— Carlos… ¿Puedo hacerle una pregunta? -dije sabiendo que estaba haciendo mal al hacerlo. Pero no vislumbraba un mejor momento que aquel-. ¿Cuánto puede aguantar… haciéndolo?

Me equivoqué al verlo toquetear el vaso de chupito que tenía delante con aire pensativo, pero al final, resultó que solo estaba jugueteando con él. Me miró a los ojos de un modo distinto a como sentía que me había mirado desde que le había conocido y dijo. 
— Lo que me aguantes… -dijo serio, entonces se echó a reír-. Solo escoy bromeando, me ha hetho gracia la manera en la que hablabais. 
— ¿Cómo hablábamos?
— Como dos adultos calientes. Cuidado, pequeña, no calientes lo que no te vas a comer.
— No pretendo calentaros -mentí. Si quería… Una pequeña parte de mí lo quería. 
— No vamos a hacerte nada -aseguró Carlos-. Pero estamos bebidos y llevamos mucho tiempo sin estar con una mujer. Solo hablar de eso ya es… excitante.
— Coincido con mi amigo. Es divertido hablar de esto con una mujer, me hace sentir joven de nuevo. 
— No sois tan viejos -les animé, a pesar de que ambos sonreían y no parecían preocupados por ello-. Entonces… ¿Carlos? ¿Cuánto puede durar?

Mi pregunta se debía a la curiosidad que me causaba saber que se masturbaba diez veces al día… Que yo fuese consciente. No lo había visto, no lo había pillado con las manos en la masa… Pero ya iban tres o cuatro días que encontraba su habitación repleta de clínex de un día a otro.
— Me sucede lo mismo que a Jack, no duro en exceso.
— Eso que dice no es verdad -le recriminó su amigo-. Lo que trato de decir, que nuestros casos son diferentes. Mi resistencia es menor que la suya. Mucho menor.
— ¿Por qué? -pregunté-. Tengo entendido que lo que un hombre suele durar son de cinco a quince minutos.
— Por ahí andará la cosa -contestó Jack-. Es nuestra obligación aceptarnos tal como somos, y una vez lo hacemos, fortalecemos nuestros puntos fuertes.
— ¿Cuál es tu punto fuerte, Jack?
— Ya lo dije, la creatividad. 
— ¿Y tu punto fuerte, Carlos? 
— La fuerza bruta. O la resistencia -contestó su amigo por él. 

Aquella respuesta podía significar muchas cosas, pero debido a su tamaño, no sentí la más mínima curiosidad de ahondar en lo que había querido decir con la fuerza bruta, por otro lado…
— ¿A qué te refieres con resistencia? ¿Poder hacerlo muchas veces? ¿Durar en exceso una sola vez?
— Lo primero -masculló Carlos. Parecía estar hablando ligeramente más sobrio-. Como ya he dicho, no duro en exceso.
— Tengo una pregunta, si me lo permite. ¿Si tuviese que elegir entre el punto fuerte de Carlos o el mío…?
— ¿Hipotéticamente? -pregunté, divertida. Jack asintió.
— Con la diferencia de tamaño, sé que Carlos me destrozaría… Por su fuerza bruta -dije aquello muriéndome de vergüenza, pero si había soltado aquellas palabras fue tan solo porque quise-. Me da más curiosidad tu… creatividad.
— ¿No te asusta lo retorcido que puedo llegar a ser?
— Soy un poco masoca. Un poco -repetí sacando la lengua y sonriendo.
— Masoca… Nos llevaríamos bien. Lástima las tres equis.
— ¿Las tres equis?
— Sí: Tenéis novia no os gustan los genitales masculinos y que soy demasiado viejo para vos.
— Nunca he dicho que no me gusten vuestros genitales… -Al responder eso supe que se me estaba yendo de las manos. Al frotar mis muslos por debajo de la mesa, sentí la humedad entre ambos y como mi ropa se sentía en el bajo medio caliente y pegajosa.
— Dos equis -rectificó Jack, añadiendo:-. ¿Podéis decir vulgarmente que os gustan las pollas? Será que he bebido en exceso, pero conceded ese capricho a este viejo verde.
— Bueno… Solo por esta vez… -me puse roja, el corazón empezó a latirme muy fuerte-. Me… Me gustan… Me gustan vuestras pollas. 
— ¿Y vuestra pareja?
— No tiene porqué enterarse -respondí fingiendo una broma en algo que claramente no lo era.
— Una equis. ¿Y la diferencia de edad?

No respondí, llené mi vaso, esta vez con mucha más lima que Burbon y me lo bebí de un trago. Nos miramos durante unos segundos y de pronto sentí mis labios muy solos. Al bajar la mirada, alcancé a ver dos bultitos dejándose notar por debajo del sujetador y de la blusa. Si fuese un libro, sería un libro abierto. Me abaniqué con la mano, debido a que los sofocos que me estaban entrando parecían sobrepasar lo que podía soportar.
   Jack pareció saber leer e interpretar la tensión que se acumulaba en la mesa y se echó a reír.
— Querida, es usted diabólica. Jugar con nuestros sentimientos de esta manera. ¡Que elocuencia! Casi logra hacerme creer que unos seniles como nosotros podríamos jugar en tu liga.
— No he creído por ningún momento que seáis seniles… Ni un poquito -le espeté desafiante sin perder mi sonrisa, dejándole claro que no me dejaba engañar-. Me alegra que hayas sido capaz de ver a través de esta broma. 
— Un juego de lo más rejuvenecedor, se lo garantizo.

Se hizo el silencio durante cerca de un minuto: Carlos parecía estar terminando de recuperarse del pico de su borrachera que, incluso de continuar ebrio las próximas horas, si no volvía a beber más su estado y su conversación mejoraría exponencialmente, pues me daba la impresión que la bebida limitaba radicalmente su labia. 
   Aniel, por otro lado, me miraba de una manera que se me antojó despectiva. Como si lo que acababa de decir momentos atrás me hubiese granjeado la etiqueta de guarra. 
— Entre nosotros -susurró Jack inclinándose hacia mí, procurando que Carlos ni Aniel nos escuchase-. ¿No se ha aprovechado Carlos en ninguna ocasión de ser su jefe… No me malentienda, quiero decir…
— Le entiendo perfectamente, y no. Es un amor. Siempre me ha respetado -le devolví el susurro inclinada hacia él-. Si hubiese hecho algo, le aseguro que no estaría trabajando para él. 
— Lógico… Aunque he de decir que no sé como no sufre tentación alguna…
— ¿De qué?
— Si trabajase para mí… Bueno. Me costaría controlarme. 
— Puede que le consintiese un poquito… Un poquito solo -bromeé, continuando con la voz baja.
— ¿Qué chismoseáis por ahí? -preguntó Carlos entrecerrando los ojos.
— Su amigo me está ofreciendo trabajo en su casa.
— Jack, deja en paz a mi empleada -le espetó. Y los tres reímos-. Miedo me daría que tuvieses que ir a limpiarle cada día la casa. Con lo retorcido que es seguro que acabaría poniéndote un collar de perro.
— ¿Lo haría? -pregunté, divertida.
— No se me había ocurrido… Más que una empleada sería una especie de esclava. 
— Creo que usted piensa demasiado con lo que tiene entre las piernas, si me permite la osadía -hablé emulando un tono de lo más teatral, tratando de imitarle sin éxito.
— Se la permito, joven. Sin embargo, permítame usted discrepar. Es el placer de la dominación, no es nada sexual.
— La dominación tiene connotaciones sexuales -dije sin estar de acuerdo.
— No necesariamente -Jack se acarició el bigote, pensativo-. Me gustaría dominar a mi esclava, y que esta fuese obediente. Eso es todo…
— Carlos nunca me haría eso. ¿Verdad, jefe?
— Prácticamente te considero hija mía, no sería capaz. 
— Miente -intervino Aniel, que pese a verlo en todo momento casi me había olvidado de él-. Miente como un bellaco.
— Lenya sabe que es verdad… No le he puesto un dedo encima.
— Lo que evidencia que tienes autocontrol, no ausencia de deseo.

``Eso es cierto´´ iba a decir, pero acabé mordiéndome la lengua.
— Esta conversación ha subido demasiado de tono, en parte por culpa mía -dije-. Ha estado bien… el juego. Pero si continuo participando me sentiría culpable. Si me disculpáis -Me levanté, a lo que Jack me imitó como si fuese mi reflejo colocando sus diez dedos sobre la mesa de madera oscura-. Iré a preparar la cena para Carlos y me iré para casa. 
— No te vayas aún -suplicó Carlos, lo que significaba que estaba sumamente agradecido de mi presencia.
— Tengo que irme… Sara podría llegar en cualquier momento.
— Pero si son las siete… Dijiste que hasta las ocho…

La realidad es que no quería irme, y eso me hizo sentirme como una zorra. Sentí como si el pensamiento de mí que Aniel nunca llegó a expresar en voz alta fuese la única verdad. Me estaba obligando a marcharme, porque la labia y la sutileza de Jack me parecía mucho más peligrosa de lo que era yo para mí misma. Normalmente, excitada, solía ser mi peor enemiga pero, en aquella situación, el estilo, las maneras, la conversación que me daba aquel hombre con apariencia caballeresca… Todo me estaba atrayendo, como si fuese una mosca atraída hacia una tela de araña.
— Debo prepararte la cena…
— Te acompaño -dijo Carlos levantándose y acercándose conmigo a la cocina. Sus dos amigos se quedaron en la mesa, mirándose sin mediar palabra. 

Ya solos en la cocina, Carlos se apoyó en la pared con su cuerpo rechoncho pareciendo indeciso sobre si debía hablar conmigo o no.
— ¿Nos hemos sobrepasado? -preguntó.
— Sí -me sinceré.
— Perdona…
— No, no estoy molesta. Me he sobrepasado también… Vosotros estáis solteros, Carlos. Yo, en cambio, tengo una responsabilidad para con Sara.
— No quiero que malinterpretes nada que haya podido decir… No te veo de esa manera.

Me habría gustado indagar sobre si decía aquello para quedar bien o realmente quería pensar que era así. ¿Quién sabía? Podría ser hasta verdad que, por principios o porque no le gustasen las chicas jóvenes, no se fijase en mí de esa manera. Sin embargo estaba cachonda, mucho menos que antes pero lo suficiente como para no poder pensar con frialdad.
— No has dicho nada inapropiado, Carlos. Me ha impactado mucho más… Jack.
— Perturbador. ¿No crees? -parecía satisfecho de que no tuviese nada que recriminarle.
— Sí…  
— No es un mal tipo, puedo garantizártelo. Lo conozco desde hace más treinta años.
— Me ha hecho sentir como un dulce en el escaparate de una tienda de golosinas. 
— ¿Has visto las películas de Hannibal Lecter?
— ¿Quién no? -pregunté.
— Pues sería algo parecido. Correcto, educado… Pero con un gran potencial para el mal. Como te digo, no es un mal tipo, pero como bien dijo antes, le gustan las sensaciones fuertes. Corrígeme si me equivoco, pero a ti también. De ahí la atracción que hayas podido sentir. 
— Aja -No tuve nada que decir, porque en aquel momento, tan caprichosa, no quería hablar de Jack sino de él. Me estaba mordiendo la lengua, pero era muy antojosa en aquel estado, y más bebida como estaba, por lo que le pregunté:-. Así que me ves como tu hija.
— Así es -confirmó.
— ¿Nunca me has visto… Cómo mujer? -mi pregunta pareció ponerlo en un compromiso, y no me pareció que estuviese siendo sincero.
— Claro que te veo como mujer, pero no de la manera sexual -tartamudeó, aún beodo.
— No me importaría que me vieses como una mujer, no tiene nada que ver -dije, buscando tirarle de la lengua. 
— No sé yo… -me pareció divisar una hinchazón en su pantalón, pero no pude confirmarlo porque si miraba más de lo debido podía lanzar el mensaje equivocado. Me quedé con las ganas de comprobar si había visto bien.

Decidí que lo siguiente que dijese sería lo último, al menos, en lo tocante a aquella conversación en la cocina. Me puse a sacar ingredientes para cocinar, pensando al tiempo lo que le iba a decir así como el plato que sería más adecuado para su cena. Acabé optando por una ensalada de lechuga verde, la cual debíamos usar o se pocharía, acompañada con maíz, zanahoria, olivas y cebolleta. 
— ¿De todos esos papeles que hay en tu habitación, no había ninguno para mí? -pregunté, como si estuviese lanzando esa pregunta al aire y dejase que se la llevase el viento. Era una pregunta hecha con mucha malicia, dejando que fuese él y su imaginación la que lo interpretase como más le agradase.

Carlos me sorprendió acercándose a la pica, agarrando un vaso del fregadero, llenarlo de agua y beber un traguito para luego lanzar el agua restante por el desagüe. Dicen que quien calla otorga, y esa manera de responderme, me produjo un escalofrío que me recorrió espalda y pecho.
— Me gustaría que cuando termines con esto, vengas a la mesa un rato más…
— Voy a llegar tarde y Sara se va a mosquear.
— Puedes hacer lo que quieras, por supuesto. Bastante has hecho con quedarte… 
— ¿Pero?
— Me gusta que nos acompañes.
— ¿Caliento el ambiente? -Me mordí el labio, a pesar de que por dentro me estaba flagelando por no permitir que se enfriase aquella conversación… 
— Lo prendes fuego. 
— Dijiste que no me ves como mujer.
— Todo lo contrario, te veo como mujer, con cariño… Te lo he dicho, eres como mi hija… ¿Le concederás a tu papi una horita más?
— Ya he hecho bastantes tonterías con solo tres chupitos. ¿No crees?
— Prometo que no te dejaré hacer muchas más…
— Muchas más… -repetí mientras se regresaba al salón. 

``Eres como mi hija´´ resonó varias veces en mi cabeza, y como no podía dejar de tener la mente enferma por un solo instante, me imaginé ‘’a mi papaíto Carlos’’ dándome los buenos días por la mañana, y mirándome con los ojos que no pertenecían a un padre, sino a un hombre. ¿Me estaba excitando pensando en un rol de incesto fingido? 
   Terminé de hacer la ensalada y la tapé con film transparente, acercándome inmediatamente a la nevera como si buscase hacer tiempo y distraerme con algo. Leí la línea de los extras, agarré un bolígrafo y añadí varias muescas más a hacer la comida, la cena, a fregar los platos, hacer de camarera… No pude evitar pensar, mientras actualizaba el listado de extras, como Jack había hablado sobre asfixia, azotes, lenguaje vulgar… Estaba antojada.
   Me obligué a concentrarme en el apartado del horario base, unas siete horas diarias desde el jueves de la semana pasada. Añadí a ese lunes cinco horas extras, pues a las cuatro de la tarde se cumplían exactamente siete horas desde que entraba. Volvió a interrumpirme un pensamiento esporádico, imaginándome lo que sucedería si era contratada por Jack para limpiarle la casa. Llevaba tanto tiempo con pensamiento de bollera que me costaba fantasear con el sexo heterosexual. Aún así, mi mente calenturienta hizo su trabajo y lo imaginé castigándome por hacer algo mal. Tan correcto, sin perder los modales, pero implacable… La promesa de sensaciones fuertes me hacía desesperarme ante la idea de que nunca llegaría a descubrir si todo era una falacia exagerado por el ego de un cincuentón o realmente podría complacer mi capricho y mis expectativas con unas fantasías de cosas que ni podía llegarme a imaginar. 
   Dejé el bolígrafo en el mismo lugar de siempre y regresé a la mesa, para beber unas copitas más antes de regresar a casa.


Capítulo 23 de Sara: Las dos caras de la moneda

A las ocho de la noche, me encontraba en la sala de estar completamente enfurruñada cuando el silencio al otro lado de la pared se transformó en un alboroto mezclado con unos cánticos. Eso me hizo bufar y poner los ojos en blanco, añadiendo a mis pensamientos furiosos más motivos para castigarla en cuanto llegase, y por cada minuto que pasaba estaba menos dispuesta a condonarle la pena que tenía prevista para ella. 
   ¡Ni una nota! De ninguna manera me había avisado sobre que se fuese a quedar en la casa del vecino. No había abierto el móvil tan siquiera, había ignorado los pocos mensajes que le había enviado y para más inri, la escuchaba reír de vez en cuando en la casa vecina. 
   Aguardé quince minutos desde las ocho, luego fue media hora, tres cuartos… hasta que el reloj de mi muñeca marcó las nueve de la noche. Al poco rato, escuché un ruido metálico, el cual se me antojaba errático, resonar en la puerta principal. Era el sonido de una llave intentando atinar sin precisión alrededor de la cerradura. Esperé unos segundos, y volviendo a poner los ojos en blanco, me levanté completamente ofuscada y abrí la puerta de mala manera. Mi hermosa novia, de largo cabello rubio recogido en su hombro derecho, estaba ruborizada por los efectos del alcohol. No solo estaba bebida, sino que estaba borracha como una cuba. La evalué con un furioso silencio de arriba abajo descubriendo que había ido enseñando demasiado: Una blusa azul, los pezones se le marcaban. Parecía haber ido a provocar con un sujetador demasiado delgado. Los pantalones, blancos, le hacían un culo bonito. No tenía nada que decir al respecto.
— ¡Amor mío! -me saludó contenta, con voz melosa. Se me intentó tirar encima, sin equilibrio. Su aliento apestaba a alcohol.
— ¡Tira para adentro! -ordené haciéndome a un lado, casi se estampa contra el marco de la puerta.
— Sabía que te ibas a enfadar… Carlos me ha pagado por ir todas y cada una de las horas.
— ¡Eso me da igual! Podías haber ido sin beber tanto.
— No he bebido tanto… -Negó con la inocencia de una borracha.
— No, no ni poco… ¡Ve directa a la ducha! -le chillé-. ¡Cuando vuelvas a estar serena vamos a tener una conversación tú y yo! -dije cerrando la puerta.
— ¿Por qué te enfadas? No ha pasado nada malo en esa casa…
— ¿Emborracharte rodeada de hombres que no conoces? Eres más pendeja de lo que pensaba. ¡Ve a la ducha, ya! ¡Quítate la ropa, te apesta a alcohol!

Lenya curvó sus labios hacia abajo y amenazó con llorar, debido a que sus emociones se potenciaban bajo los efectos del alcohol. Me miró con sus ojitos azules sin conseguir reducir la rabia que me carcomía por dentro, y obedeciendo lo que le había pedido, se desnudó allí mismo dejando su pantalón, su blusa y su calzado así como también el dichoso sujetador que no escondía lo que debía esconder y sus braguitas, en las cuales había pegadas en la tira central una compresa que parecía haber caído agua y en la cual apenas había sangre menstrual. 
   Ya podía decir que no había pasado nada en esa casa, pero nunca podría engañarme haciéndome creer lo contrario: Había disfrutado de estar allí y eso era lo que tanto me molestaba. 
   La escuché subir las escaleras y entrar en el baño, no pude evitar pensar en que era una de las mejores mujeres que había conocido. Prácticamente nunca, por no decir directamente que nunca, la había visto enfadarse. Sabía imponerse sin perder el control, al menos en lo que se refería a molestarse. No podía decir lo mismo de su autocontrol cuando se excitaba, pues parecía una persona totalmente distinta en frio a cuando se ponía caliente como una perra. Precisamente por eso. ¿Cómo no iba a molestarme? Me aterraba que cualquier hombre con malas intenciones se encaprichase de ella y la acorralase en un callejón o la siguiese hasta la puerta de nuestra casa mientras yo no estaba y abusase de ella. Lo había vivido, había hombres que eran así, no les importaba forzar y arruinar toda una vida para tener unos escarceos de placer. 
   Ignoraba el por qué, el cómo y el quién; pero Lenya había estado sola encerrada en una casa con al menos tres hombres, y para más inri, borracha. 
   Con el sonido de la ducha en la segunda planta, me agaché a recoger la ropa que había dejado tirada Lenya cuando escuché abrirse la puerta de la casa vecina y unas voces, que parecían estar saliendo del interior de la casa, hablaban en el porche a no más de tres metros de mí. Solo una pared y mi puerta cerrada me separaba de los tres hombres que habían pasado la tarde con Lenya. 
   No llegué a reconocer el contenido de la conversación debido a los obstáculos de piedra y madera que había de por medio. La curiosidad me pudo y acercándome de puntillas a nuestra puerta principal, accioné el picaporte haciéndolo gruñir ligeramente por el óxido acumulado en el mecanismo, abriendo así la puerta y dejándola entrecerrada.. Estaban tan inmersos en su conversación de despedida que parecían no haber escuchado el ruido que hice al abrir. Con el oído pegado como si fuese una espía tratando de enterarme de algo sumamente importante, no pude evitar sentirme como una estúpida
— Magnífica velada -Logré escuchar. Era una voz educada y contenida.
— Sin Lenya no habría sido igual -reconoció un voz ligeramente más grave y más vieja. 
— Debemos repetir. ¿No cree, don Carlos? -preguntó la primera voz.
— Bueno, bueno… -sopesó pensativo-. Vamos a darle un respiro a nuestra joven amiga. 
— Ha logrado que me hierva la sangre, esa joven vecina tuya es diabólica.
— Es una guarra… -intervino una tercera voz, más nerviosa y paranoica-. Me gustaría verla con unas copas de más.
— Dice eso, mi buen amigo, porque con menos copas no tendría ninguna posibilidad con la muchacha. ¿No cree? 
— Tonterías… Esa quiere polla -replicó la tercera voz-. Ella mismo lo dijo.
— Solo estaba jugando -replicó Carlos, sin coincidir.

De momento, tuve ganas de salir y golpear con la mano abierta a la segunda y la tercera voz. No necesitaba guardar las apariencias, era una novia enfadada que estaba escuchando cosas que no le gustaba… Y lo habría hecho de no ser que deseaba escuchar algo que pudiese comprometer a nuestro vecino.
— No era solo un juego, querido -repuso la voz formal y educada-. Hemos presenciado a la verdadera Lenya.
— No estoy de acuerdo.
— Si le pidieses que te la chupase, es tan guarra que seguro te la chupa sin cuestionárselo -dijo la tercera voz, claramente excitado. 
— Eso, querido mío -dijo el caballeroso desconocido-, sería tan aburrido como decepcionante. 
— No me gustan los juegos tanto como a ti -chilló con voz estridente el hombre que sonaba con el parecido razonable a una rata-. ¿Para qué irme por las ramas?
— Si se apresura, muere la diversión. 
— Me desespera la tranquilidad con la que te tomas las cosas, Jack -replicó la voz nerviosa.
— Somos muy diferente, me temo. Como bien dijo la señorita Lenya en algún momento de la velada, son placeres totalmente diferentes. Oh, rememorar lo dicho durante nuestra estadía me ha hecho recordar también… Era mentira. ¿No, don Carlos?
— A qué te refieres -contestó el aludido, desconcertado.
— Dijiste: Te veo como una hija, y no puedo verte de esa manera.
— Y así es.
— Era mentira, don Carlos.
— Te precipitas, Jack. ¿Cómo has llegado a esa conclusión?
— De los tres, es usted el que más hambre y necesidad pasa.
— No entiendo que tiene eso que ver.
— Tiene un bombón paseando por su casa, vistiendo esa clase de ropa, con una actitud y una personalidad tan… traviesa. ¿Y simplemente no la ve de esa manera?
— Tú lo has dicho, Jack. No la veo de esa manera.
— No me lo creo. ¿Por qué me miento?
— ¿Por qué iba a mentir?
— Si la ves como tu hija, por la diferencia de edad, -intervino la voz de rata, paranoica y escurridiza-, te pone en una situación muy complicada -aventuró la voz nerviosa-. Por eso no eres capaz de reconocer que quieres comértela.
— Coincido con Aniel. Es de lo más improbable que no quiera beneficiársela usted, don Carlos. 
— Sandeces. No sé como podéis estar tan enfermos… ¡Es una cría!
— Eso no quita que esté como un tren -replicó Aniel.
— O… Que tenga ganas de probar sensaciones fuertes -me pareció que el tal Jack estaba sonriendo.
— Pamplinas, de lo que tiene ganas es de catar varón -dijo la rata.
— Eso lo dejó bien claro -le concedió Jack-. Seamos sinceros por un momento, don Carlos. A tu servicio tienes una muchacha que como bien puede verse, no es de piedra. Citaré algo que dijo, y me parece absolutamente remarcable: ``Soy masoca y me gustan las sensaciones fuertes´´. No es ninguna barbaridad que…
— Es verdad, es una jovencita muy peculiar. No muchas mujeres a su edad realizarían ciertas tareas en mi casa de tan buen grado.
— ¿No se ha quejado del olor? -preguntó Jack, extrañado.
— Ni una sola vez…

Aquello me hizo rechinar los dientes de la rabia. ¿Era consciente de su propio mal olor y, aún así, elegía no ducharse? ¿¡Cómo podía ser tan cerdo!? 
   La conversación no se alargó demasiado más, y lo que dijeron a partir de ese momento solo sirvió para aclararme ciertas dudas sobre aquellos tres hombres: Primero, el que más asco me daba, sin ninguno de los otros dos que se le pudiese comparar, era el tal Aniel. Un cincuentón con semejanza a un roedor, el cual estaba segura de que percibirlo como alguien cobarde y acomplejado, lo que no quitaba que hablase de mi novia como de una puerca y alguien que podría pasarse por el pilón cuando se le antojase… Simplemente repugnante.
   Segundo: Que ese tal Jack era de lejos el más peligroso de los tres. Se refirió a Lenya con los términos sumisa, receptiva, masoquista e interesante. Habló también de contratarla, prestándole un segundo trabajo donde poderse aprovechar un poco de ella y según explicó, como tenía una mente tan receptiva estaba seguro de que se complementarían muy bien.
   En tercer lugar y último lugar, empecé a experimentar un conflicto interno sobre si creerme el monólogo de nuestro vecino sobre que veía a Lenya como su hija y nunca, absolutamente nunca, le pondría un dedo encima. Y no terminaba de creérmelo porque coincidía con los otros dos: Si te gustan los dulces y no eres diábetico no ignoras simplemente un delicioso dulce que te ronda todo el tiempo por alrededor. En algún momento se le antojará comérselo, sin embargo, no tuve la certeza de una confesión producida en la intimidad entre tres amigos. Hasta que no escuchase de sus labios que quería comerse a mi novia, o que de alguna manera lo insinuase, seguiría siendo ese vecino bonachón y simpático que había ofrecido a mi novia un trabajo tan bueno y blindado para ella que debía tener alguna fuga por algún lado… Y ya se sabe lo que se decide los icebergs. Nada es lo que parece. 

Cerré la puerta con sumo cuidado cuando me aburrí de escucharlos y su diálogo se desvió hacia otros asuntos. Tras meter la ropa amontonada en el piso de la entrada en el bombo de la lavadora -tras haber lanzado la humedecida compresa a la basura-, me reuní con Lenya en la habitación. Estaba como dios la trajo al mundo sobre la cama, completamente expuesta. Sus ojos azules permanecían abiertos, siguiéndome con la mirada y de su entrepierna colgaba el hilo del tampón, a pesar eso, era lo más sexy que había visto en todo el día. Su largo pelo dorado estaba enrollado dentro de una toalla, que le servía como turbante mientras esta absorbía la humedad. 
— Estoy muy enfadada contigo…
— No ha pasado nada.
— No es lo que me ha parecido.
— No he hecho nada con ellos -concretó.
— No me has escrito, no has leído mis mensajes.
— Me distraje, mucho… Perdona, mi amor -dijo demostrando que se le habían pasado ligeramente los efectos del alcohol, sin embargo continuaba ruborizada y levemente turbada. 
— Vas a contarme todo lo que ha pasado ahí.
— ¿Todo?
— Todo -repetí… Y me subí a la cama para escuchar lo que tenía que contarme.

Sus palabras sonaron vacilantes durante todo su diálogo, el cual apenas interrumpí. Su cuerpo estaba extrañamente frio, compensándolo abrazándome mientras me explicaba que por la mañana había estado con Gala, que le rompió un cráneo de decoración a Carlos, que le hizo la comida y después le compensó acompañándolo en aquella reunión con sus dos amigos. Jugaron a algo bastante divertido, llamado ‘’los chinos’’ que consistía en llevarse las manos a la espalda y adivinar cuantas tenía encerradas en el puño… Llegando de forma súbita a la parte donde se emborrachaban, se contestaban preguntas y donde el alcohol la hizo actuar coqueta.
   Tuve la constante sensación de que Lenya me ocultaba cosas o, por extensión, se le olvidaba decirme lo que le interesaba. Había vacíos evidentes en lo que les había escuchado decir a esos tres hombres en el porche exterior y lo que me estaba diciendo Lenya, considerando la posibilidad de que me estuviese vendiendo una versión muy descafeinada de lo que había pasado en esa casa. 
   Oh… Sí. Confiaba en que no había pasado nada físico, pero lo que más me preocupaba es que, las cosas que se pudiese estar callando, sentase un peligroso precedente con la rata, el caballero… o su paternal vecino. 


Capítulo 24 de Lenya: Dolor de espalda

Cuando me desperté por la mañana sobre las ocho, Sara ya había partido hacia el trabajo. Había dormido notablemente bien, y comprobar por la mañana que ya no tenía la regla me hizo levantarme de muy buen humor. Seguía manchando un poco, pero conociendo mi cuerpo sabía que no volvería a sentir un solo retorcijón ni a tener que ponerme tampones en lo que quedaba de mes. 
   Me sentía tan despejada, que prescindí del clásico café con leche y me aseé en el baño, estuve a punto de ponerme una compresa de seguridad pero por algún motivo terminé por arrepentirme en el último momento. 
   Agarré el móvil y le di los buenos días a Sara, recibiendo por su parte extraños mensajes como respuesta debido a que no solía engancharme al móvil recién levantada. De hecho, no solía hablarle hasta bien entrada la mañana. 
   Para cuando me paré frente al armario, moderadamente cerca de las nueve en punto, sentí un rubor que nacía en mi pecho de nuevo, como si acabase de retomar sin darme cuenta la excitación que había dejado aparcada el día anterior. Podría ser esa la respuesta de porque elegí la ropa que elegí.
   Tras armarme con todo lo necesario para ir a la casa de al lado, dejé la casa vacía casi tan rápido como entraba de nuevo en la del vecino. Al acceder en la vivienda no sentí el rutinario silencio que había todas las mañanas en aquella casa, únicamente alterado por las intervenciones del perro cuando me sentía llegar a la casa. En algún lugar de la casa resonaba un sonido de aspiración, y el característico sonido del aceite caliente estallando en perdigones desde la sartén. Carlos se encontraba para mi sorpresa despierto, haciéndose el desayuno sin delantal, con el pijama y con la bata. Procuré no decirle nada al respecto y, entrando en la cocina, le jalé de la manga del pijama para hacerle saber que estaba allí, viendo de reojo dos huevos fritos haciéndose en la sartén así como también bacon y pan. 
— ¡Pero bueno! ¿Qué significa esto? Me vas a dejar sin trabajo -bromeé con una sonrisa pícara.
— Buenos días, cielo.
— Buenos días, papi -El apelativo cariñoso con el que le nombré me salió casi sin pensarlo.
— Basta ya con el recochineo. Lo de que te veía como mi hija es una manera de hablar.
— Entonces mentiste -le reproché, traviesa.
— No, realmente te veo como mi hija… Aunque eso no quiere decir que me tengas que llamar papa.
— ¿Te molesta? -pregunté. Cuando negó con la cabeza, respondí: -. Pues me va a gustar llamarte papi.
— Haz lo que quieras -Carlos parecía tomárselo a bien-. Mientras no me insultes… -nos reímos, y le obedecí sentando en la silla cuando me pidió que lo hiciese-. Toma, tostadas de huevo con bacón.
— Vaya lujo… ¿Qué se celebra? -pregunté olfateando aquel delicioso manjar, lo cual me recordaba que el día siguiente, miércoles, sería mi primer día de gimnasio. 
— ¿Celebrar? Nada, necesito que cojas fuerzas para lo que se te viene encima.
— ¿Vamos a echar la casa a bajo o qué? -pregunté llenando mi boquita con el primer mordisco.
— Casi aciertas… Tenemos mucho trabajo hoy por delante: Quiero cortar el césped del patio trasero. Nuestro lado, al menos… Es broma. 
— ¿Cómo piensas cortarlo? No tenemos cortacésped. 
— Ya lo había previsto y encargué uno.
— P…Pero si eso debe costar…
— No hablemos de dinero. Hoy lo traerá la empresa de paquetería -dijo mientras agarraba un plato abandonado en un rincón de la cocina que resultaba ser su sándwich de huevo frito con bacón. Tras hacerse con el primer bocado, dejando su barba pringosa del jugo anaranjado del huevo, me dijo: -. Bañaremos a Aggo, ya le toca. Te ayudaré con eso, no te preocupes. Quiero limpiar también la lavandería… No sé si me dejo algo.
— Tengo pendiente la lavandería. La verdad es que solo la he usado para lavar la ropa. 
— Soy consciente. Déjame decirte que estoy muy contento con tu manera de trabajar en esta casa, pero hoy, la víspera a tu puente de tres días, tengo que explotarte un poco.
— Estaré encantada de hacer todo lo que pueda. 
— Entonces desayuna… tómate tu tiempo, porque cuando empecemos… No pararemos. 
— Ah… A eso te referías con resistencia -sonreí pícaramente de una manera que le contagie. Ambos estallamos en una improvisada carcajada que nos brindó un buen rato antes de acabar de desayunar y ponernos manos a la obra. 

***

Cuando Carlos había dicho que tenía pensado explotarme, estaba segura de que exageraba. No, no exageró. Se quedó corto más bien:
   Como estaban tardando en traer el cortacésped, nos pusimos con la lavandería desenchufando lavadora y secadora, moviendo prácticamente todo el interior de aquella salita abandonada para limpiarla de suelo a techo. En aquel lugar, llevaba tanto tiempo sin entrar nadie que hasta las tela de arañas estaban abandonadas. Las racholas del suelo estaban opacas, con un polvo y una cal que no salían con ningún producto que usara. Me di toda la prisa que pude y, para cuando terminé, eran las diez de la mañana. 
   Aggo dormitaba en su despacho cuando lo sacamos de su sueño, alegrándose de una manera que me pareció exagerada de verme. Saltó, moviendo la cola a diestro y siniestro, atravesándose entre mis piernas y lamiéndome las rodillas y los muslos que tenía al descubierto. Por mucho que le reñí, el perro estaba demasiado contento como para obedecer, así que Carlos tuvo que ayudarme para arrastrarlo al jardín, donde llenamos una cuba de agua y donde me puse empapada cuando Aggo, demostrando que le encantaba el agua, salpicó sobre todo el jardín pringándome toda la ropa. Además, pareció decidir que era un buen momento para montarme, haciéndome caer de espaldas y frotando su enorme pito entre mis pechos… Debió parecerle un lugar agradable donde escurrir su virilidad animal, porque no dejó de frotarse contra mis tetas hasta que Carlos llegó con toallas y me lo quitó de encima. Pude sentir que se dio cuenta de un par de cosas que me hicieron avergonzarme ligeramente, pues para empezar no llevaba bragas y si aquellos pantalones elásticos ya se marcaban. Más mojados. Por otro lado, la blusa, con un bonito escote, se enganchó a mis senos exhibiéndome en exceso.  Carlos continuó lavando al perro, agradeciéndome por la ayuda y pidiéndome que fuese a secarme y cambiarme de ropa. 
   Ya en mi casa, a las diez y media, me pregunté como podía haber sido tan estúpida de vestirme de esa manera. Y con la cabeza un poco más fría, tras secarme, escogí una ropa interior y un sujetador más gruesos, así como unos pantalones que exhibiesen menos carnes.
   Para las once menos cuarto ya estaba en su casa de nuevo, y me propuse hacer la habitación, el despacho y el baño de la segunda planta en tan solo media hora… Me faltaron diez minutos más, pero logré limpiar las tres habitaciones con un resultado que me llenó el pecho de orgullo. 
   

Carlos me apresuró y me pidió que lo acompañase al tercer piso, donde nunca antes había subido. 
— Ayúdame a mover este mueble hacia este rincón -me pedía, y con la colaboración de ambos, lo hacíamos. 

Sentí que me miraba mucho, y en ocasiones, diferente. Era una mirada misteriosa y que no supe descifrar, llegando a preguntarle por qué me miraba de esa manera, a lo que me respondía que no había dormido bien y se quedaba embobado con facilidad.
   El ático estaba repleto de armarios, cajas y artilugios polvorientos que debían pertenecer a los antiguos dueños, me hizo comprobar los interiores de los armarios en sus estanterías y cajones… Mientras lo hacía, sentía un cosquilleo en el vientre al pensar que, gateando por el suelo mientras examinaba aquellos interiores, más vacíos que llenos del contenido perteneciente a los antiguos dueños, la miraba de Carlos podía clavarse en mi culo… ¿Me estaba exhibiendo demasiado? ¿O tal vez no era culpa mía, y Carlos me estaba mirando demasiado? Fuera como fuera, intenté no darle importancia… aunque me afectase. 
   En aquel ático, los dos solos, me hizo peticiones extrañas como que intentase llegar a las estanterías más altas y me pusiese de puntillas. 
— ¿Así, papa? -pregunté estando segura de que en ese momento me estaba mirando el culo-. No llego… Si quieres que lo alcance vas a tener que levantar… -no me dejó terminar, abrazando mis piernas por las rodillas y levantándome en volandas por encima de su cabeza.

Nunca lo sabría, pero pensé que desde aquella posición tenía una vista perfecta de mis cachetes y de todo lo que había debajo. Por unos instantes, quise que la cara de Carlos quedase enterrado bajo mi culo.
— ¿Puedes bajarme? -pregunté temblorosa, sentí las piernas débiles cuando alcanzaron el suelo-. Me ha dado vértigo arriba. 
— ¿Quieres seguir? Hay mucho por hacer… -me consultó.

Cada vez me dolía más la espalda. Al principio fue una molesta sutil, pero a medida que pasaban las horas, el dolor iba en aumento. El momento crítico fue cuando trate de mover cajas demasiado pesadas en el ático.
   Para las doce y media, ya habíamos terminado con la tercera y la segunda planta. Justo en ese momento, llegó el repartidor con un enorme paquete casi tan grande como yo. 
   Tras extraerlo del envoltorio, Carlos me hizo cortar el espacio de césped rectangular que unía nuestros dos patios traseros mientras él sacaba el perro a pasear. 
   Tuve el pálpito, mientras cortaba el césped, de que todo aquello parecía ser completamente intencional por Carlos, como si pretendiese provocarme un dolor de espalda o dejarme por los suelos para cuando acabase el día. 

Hice la comida y almorzamos. Disfruté de la comida con muchas ganas he de decir, fregué los platos, para ponerme con la sala de estar justo después. No sin antes preguntarle que mosca le había picado para estar tan exigente aquel martes. Entonces me recordó que ya me había avisado y que debía aprovechar antes de que obtuviese mis tres días de permiso. 
   Encargarme de todo el comedor me llevó un aproximado de una hora, debido a que me tomé la licencia de abrillantar hasta los cristales de aquella sala de estar. 
   Limpie el baño de la planta baja, así como me hizo reorganizar la despensa y toda la cocina, desengrasando los fogones, el extractor, armarios, cajones, cubertería…
— ¡No puedo más! -estallé recostándome en el sofá, exhausta mentalmente.
— ¿Estás cansada? -Se sentó a mi lado, cauteloso. 
— No… No estoy tan cansada. Me duele mucho la espalda, habré hecho un mal gesto.
— Seguro que cuando te levantaste no te esperabas trabajar con esta intensidad… A parte de lo evidente, tengo otro motivo, y es que quería ver como trabajas a contrarreloj. Hoy te pagaré el doble. Si haces siete horas, pondremos que has trabajado el catorce. 
— Quien trabaja con ahínco… ¡Ay! -chillé al intentar levantarme. La espalda se me había enfriado y la tenía mucho más sensible. Me llevé la mano a la parte baja de la espalda y maldije entre dientes, pensando que al día siguiente quería ir al gimnasio.
— Estírate. Te voy a hacer un masaje.
— No hace falta, Carlos -me estremecí por la idea de que me pusiese las manos encima, incluso si era con una buena justificación.
— Insisto, te vendrá bien.
— No me voy a quitar la ropa -le espeté, sonriente. No me estiré, y medite como podía rechazarlo amablemente.
— Nunca te pediría eso, Lenya. Usaré parte de mi peso para apretarte un poco la espalda… Eso suele destensarla bastante.
— ¿Cómo lo sabes?
— Leo mucho. Estírate -Era una orden. 
— Ahora si que pareces mi padre -Me estiré boca abajo, sin quitarme la camisa. 

Me impresionó que a pesar de su tamaño, Carlos lograse subirse encima apoyando la mayor parte de su peso en el sofá y, con una delicadeza que no me esperaba, presionase justo en los alrededores donde me dolía la espalda.
— Ummm… -suspiré cerrando los ojos. El dolor que experimentaba en la espalda era uno que, una vez recibía la presión adecuada, se convertía en un delicado placer que se extendía por toda la espalda.
— ¿Qué significa ese umm? ¿Estoy tocándote en el lugar adecuado?
— Sí… justo ahí -contesté algo ida. 
— Si te pago por hacerme masajes -dijo con voz suave, como si no quisiese molestarme-, ¿Debería descontarte parte de tu sueldo por este?
— No seas malo… -Fue lo único que pude contestar, entonces se hizo el silencio. 

En menos de medio minuto pasé de estar tensa a asumir mi posición en aquel sofá. La presencia de Carlos sobre mí pasó de ser un mal menor por el dolor de espalda, a ser un bien necesario. Sus manos se afincaron alrededor de mis cosquillas, presionó con la suavidad adecuada el recto trayecto que formaba mi columna y pareció saber como posicionar las manos en cada parte de mi espalda. Quise preguntarle si, por casualidad, su anterior trabajo no habría sido fisioterapia, porque el masaje me estaba provocando quedarme dormida. Al final, ni una sola palabra llegó a sobrepasar mis labios a pesar de que lo intenté. Mi nivel de relajación llegaba a ese punto, en el que luchando por no quedarme dormida intentaba mantener una conversación sin lograrlo. 
   Acepté que estaba más cansada de lo que esperaba, y también asumí que iba a dormirme en aquel lugar. Entonces, las manos que no habían sobrepasado mis hombros ni habían descendido más allá de mis lumbares empezaron a bajar peligrosamente, tentándome las caderas y amasando la carne que había justo encima de mi culo.
   Mis ganas de dormir comenzaron a esfumarse gradualmente, y un sentimiento sucio, lascivo y cargado de energía empezó a crecerme en el pecho y entre mis piernas. Tuve la necesidad de abrir los ojos y ubicarme, despidiéndome de mi sueño y experimentando la urgencia de levantar el culo para él. Sus manos, que se obcecaron alrededor de mi cadera y sobre mi culo, parecían tentadas a manosearme el culo sin llegar a atreverse, como si pensasen ‘’Esto es lo más cerca a lo que podemos llegar de esa zona’’.
   No dejaba de ser irónico, siempre que Sara o yo nos hacíamos un masaje durábamos muy poco sin acabar tocando más de la cuenta. Era la única cosa que no podíamos terminar juntas… Si masajeaba yo a Sara, era prácticamente imposible que en menos de un minuto no hubiesen acabado con mis dedos dentro de ella o con mi boca impregnada en su flujo. Al revés no era demasiado diferente y, por eso, cuando queríamos un masaje de verdad porque nos dolía la espalda o queríamos relajarnos, solíamos contratar los servicios de un especialista porque sabíamos que no podíamos contar con la otra. Y precisamente por eso era irónico: Encontraba alguien que me hacía un masaje sin tintes sexuales y deseaba que se sobrepasase. Pero los minutos fueron pasando y las manos de Carlos se limitaron a ejercer presión sobre mi espalda y acariciar por encima de la ropa hasta que al final se apartó de encima de mí. Fue entonces que me di cuenta de que estaba demasiado expuesta sobre el sofá y me incorporé rápidamente, apenada.
   Carlos se frotó las manos mientras me evaluaba, observador. 
— Parece que el masaje ha hecho su efecto. Se te ha quedado cara de dormida.

Las facciones de mi cara debieron delatar mi sorpresa cuando me toqué la cara, temiendo haberle parecido excitada de la manera que fuese
— ¿Qué hora es? -pregunté, distraída.
— Las tres y trece -tras comprobarlo, y luego añadió:-. Por mí ya has terminado.
— ¿Qué? Pero si queda…
— ¿Qué queda? Has hecho toda la segunda planta, me ayudaste con el trastero. Has hecho los baños, el salón, la cocina y me has ayudado con el jardín. No, quédate tranquila. Has superado mis expectativas por mucho -me quedé sin palabras-. ¿No tienes nada más que decir? Que modesta, hija. 
— Pero aún no son las cuatro… -repliqué.
— Puedes hacerme un masaje para hacer tiempo. Eso o… Puedes irte a casa. 

Me mordí el labio y lo miré a los ojos, tanteé la situación y acabé decidiéndome.
— ¿He terminado de trabajar por hoy, entonces?
— Por mí, sí. 
— ¿Qué pasaría si quisiese que me hicieses un masaje bien hecho? -pregunté muriéndome de la vergüenza.
— ¿Tan bien lo hago?
— Mejor de lo que me esperaba. He acabado con la espalda destrozada.
— Cuidado, pareciera como si te gustase que te tocase.
— Que no se entere Sara… Con lo celosa que es.
— Por mi no se enterará, tienes mi palabra. ¿Te estiras en el sofá? -me pidió como si se dispusiese a hacerme el masaje de nuevo sobre la ropa.
— No, quiero decir… ¿Puedes hacerme el masaje con aceite? -mi corazón se estaba acelerando.
— ¿Qué ha pasado con eso de que no ibas a quitarte la ropa?
— Necesito este masaje -me concedí poniendo mi mejor cara de niña buena Me saqué mi camisa escotada quedándome en sujetador frente a él y volví a tumbar boca abajo en el sofá. Fue la primera vez que noté que se esforzaba por no mirarme de una manera irrespetuosa, y eso me hizo sentir extrañamente bien. 

Me desabroché el sujetador mientras él se hacía con el aceite corporal del baño, trayendo consigo una toalla que colocó sobre mi culo y volvió a sentarse sobre mi. Derramó sin mediar palabra unos buenos chorros del aceite corporal que serpentearon sobre mi curvilínea piel, sin que los mañosos dedos de Carlos dejasen alcanzar esas gotas el asiento del sofá con unas rápidas y delicadas caricias. 
— Ahh… -gemí, casi desinhibida, cuando sus manos iniciaron los primeros aplastamientos contra mi espalda, logrando sacarme todo el aire-. Hmm… -volví a gemir cuando, con sus uñas, rasgó placenteramente mi espalda. 

Sentí sus manos patinar y retozarse entre mi espalda, sin que él hiciese ninguna observación sobre los sonidos que emitía mi boca. Su silencio no me intimidó lo más mínimo, sino que más bien me hizo imaginar que estaba sola. Encorvé mi espalda y no pude evitar frotar mis muslos mientras sus manos insistían en permanecer sobre mis lumbares.
— ¡Ay! -gemí cuando apoyó más peso del debido sobre mí, haciendo crujir mi espalda. Se sintió muy bien.
— ¿Te he hecho daño?
— No pares… -dije.
— ¿Te gusta como te lo estoy haciendo o…?
— Me gusta como me tocas -musité, pero sus manos no se trasladaron de posición, cosa que empezó a desesperarme. 
— ¿Sara no te hace masajes?
— Lo intenta…
— ¿Pero?
— No solemos acabarlos 
— Jajajaja -Carlos se echó a reír, olvidándose de su peso y aplastándome más de lo debido. La carga que supuso su cuerpo sobre el mío me hizo sentir extraña, ya que no estaba acostumbrada a ser soportar diferencias tan abismales de peso.
— Ahhh…. -volví a gemir cuando sus nueve dedos se engancharon a mis hombros. Sus dos pulgares presionaron mis trapecios, haciéndome cosquillas.
— Guau… Guau… -Los ladridos de Aggo empezaron a resonar dentro de la casa, como si desde su encierro hubiese notado u olido algo que lo hubiese puesto en alerta. 

Cuando acabó con mis hombros, se paseó por mis cosquillas para luego hacerme un masaje vertical sobre la columna. Fue extremadamente meticuloso, tanto para deslizarse continuamente en línea recta como para dibujar curvas con patrones impredecibles. Quería que se sobrepasase, así de cachonda estaba. Si en ese momento me agarraba el pantalón con la excusa de no mancharlo de aceite, me habría callado. Y si hubiese hecho lo mismo con la ropa interior, lo habría asumido como inevitable. Si se atreviese a clavarme los dedos, o desnudarse y meterme su miembro hasta el fondo, me habría hecho la dormida… Los ladridos de Aggo se intensificaron, como si estuviese reprendiendo a su dueño por no aprovecharse de la hembra vendida que tenía bajo él. Pero para mi decepción sus dos manos continuaron masajeando mi espalda, y cuando su reloj marcó las cuatro, se apartó respetuosamente de mí para secarme la espalda del aceite sobrante y preguntarme que tal había estado.
— Tienes unas manos divinas, papa.
— Veo que se me va a quedar el apodo -contestó sonriente, desengrasándose las manos como buenamente pudo con la misma toalla. 
— Te considero mi papa ya, con lo mucho que me cuidas -dije poniéndome la camisa-. ¿Sabes? Sara está muy celosa de ti.
— ¿Ah… Sí? 
— Sí. Es muy insegura. En el fondo cree que ningún hombre puede resistirse a tener a una mujer tan cerca.
— ¿Y tú? ¿Qué piensas? 
— Siempre le he dicho que desde el primer día has sido muy amable conmigo, y nunca me has visto de esa manera -Carlos no contestó-. Porque mi papa nunca me miraría con esos ojos. ¿Verdad? -pregunté con una sonrisa enigmática-. Sara no tiene de que preocuparse. 
— Claro que no -dijo al cabo de un momento, pensativo-. Un hombre de mi edad con una joven como tú… ¡Por favor!

7 comentarios:

  1. Mereció la pena la espera. Genial y a la altura de tu mejor nivel. Gracias

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  2. Después de años de espera has vuelto a abrir el blog. Si ha pasado tanto tiempo esperaré a que publiques las partes faltantes. Odiaría leer uno de tus relatos y tener que esperar muchisimo para terminarlo.
    Se que obviamente has tenido mucho que hacer que impide tu escritura pero podrías considerar publicar tus historias en Amazon. Se que te iría increíble tomando en cuenta la calidad de otros autores que les va bastante bien y no son tan buenos como tu. El beneficio económico podría motivarte a seguir escribiendo ¿Y a quien no le gusta que le paguen por hacer algo que obviamente disfruta?

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  3. ☝️A este no le des bola 😃 y por fin ya hay comentarios a este relato !!!!

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  4. Sin duda, tu mejor relato hasta el momento. Has progresado mucho desde la última publicación y has hecho de la lectura de este texto un auténtico placer. La construcción de los personajes fantásticamente bien llevada, igual que ir incrementando la tensión paso a paso, con cada visita. Y las descripciones de las cosas que van pasando también ha mejorado sin duda un paso enorme con respecto a los anteriores textos. De modo que, sin duda, no solo ha sido tu mejor relato sino que ha hecho que valiese la pena la espera. Ahora a aguardar por la continuación.

    Requiem

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  5. Que gran placer ver que has vuelto a escribir. Ojala la siguiente parte no tarde demasiado pero seguro que valdrá la pena la espera.
    ¿Unicamente publicas tus relatos en este blog?

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  6. Extrañaba mucho leerte Zorro, tiene muy buena pinta...

    A.

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  7. Hay alguna forma de leer la segunda parte? Me ha flipado el relato!

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